MADRÍ, ZONA DE OBRAS
Los poderes de Neptuno
La plaza de Neptuno no se llama así. En realidad se denomina Plaza de Cánovas del Castillo. Centro neurálgico del poder de Madrid, siempre oculto bajo una eterna procesión de turistas
Ricardo Aguilera 18/02/2024
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Poder económico, poder político, poder religioso; el poder del arte, del lujo, de la historia. El Poder. Otros poderes: los de Neptuno, una de las doce divinidades del Olimpo, dios de los mares, de los terremotos, de las nubes, de la lluvia. Muchos poderes. Pasea uno por allí y lo puede respirar. Se mastica. Estamos en la Plaza de Neptuno, centro neurálgico del poder de Madrid, siempre oculto bajo una eterna procesión de turistas.
Siguiendo una larga tradición madrileña, la plaza de Neptuno no se llama así. En realidad se denomina plaza de Cánovas del Castillo. El poder, otra vez. Cánovas fue el artífice de la restauración borbónica. Eso que le debemos. Don Antonio fue un político liberal del XIX, lo que equivalía a la social-democracia actual, o sea, levemente a la izquierda. Tan levemente que era partidario de mantener el régimen económico esclavista de las colonias. Lo de que la izquierda de este país esté muy a la derecha viene de antiguo. Fue seis veces Presidente del Consejo de Ministros e inventó el turnismo: tuya-mía, liberales-conservadores, quítate tú para ponerme yo y que todo siga igual. Lo mató de un tiro un anarquista italiano, Michele Angiolillo, en 1896. Poco antes, el Gobierno había escabechado a un buen puñado de ácratas en Barcelona. Al italiano le dieron garrote y a Cánovas un lugar en el Panteón de Hombres Ilustres, muy cerca de Atocha.
Volvamos a Neptuno, el dios. Su fuente es parte del Salón del Prado, diseñado por Ventura Rodríguez y auspiciado por Carlos III, que estaba empeñado en convertir Madrid en París o San Petersburgo. ¡Qué risa! El encargado de esculpir a Neptuno fue Juan Pascual de Mena, que utilizó el mismo mármol toledano empleado para levantar la Cibeles. Neptuno aparece imponente sobre un carro tirado por dos hipocampos; un carro, por cierto, con ruedas de aspas, como los barcos del Mississippi. En la fuente chapotean delfines y focas que sueltan chorros de agua. El dios tiene una culebra enroscada en el brazo derecho y un majestuoso tridente en el izquierdo. Durante la hambruna de la guerra, alguien le colgó al barbudo un letrero: “dadme de comer o quitadme el tenedor”. Somos así.
Al este y al oeste de Neptuno se yerguen dos hoteles que simbolizan el lujo: el Ritz y el Palace. Ambos fueron construidos por sugerencia de Alfonso XIII. Cuando se casó con Victoria Eugenia de Battemberg, allá por 1906, se encontró con que Madrid no tenía hoteles a la altura de los invitados a la boda. Seguro que algunos se le metieron en casa. Así que el inquieto monarca se puso al habla con George Marquet, uno de los mejores hosteleros de Europa, y se empezaron a levantar los edificios. El primero en llegar fue el Ritz (1910), de hormigón armado, estilo afrancesado y lleno de detalles: jardines ocultos a la chusma, alfombras de la Real Fábrica de Tapices, vajilla de Limoges y cubertería de plata inglesa de The Goldsmith. El Palace se terminó dos años después. Ambos comparten estilo arquitectónico, seis plantas y mucha opulencia. La sutil diferencia es que el Ritz estaba reservado para testas coronadas, nobles, aristócratas, plutócratas y demás gente que detenta el dinero viejo: el poder del Antiguo Régimen. El Palace debía ser el refugio de artistas de éxito, toreros consagrados, ricos de fortuna reciente y políticos en la brecha: el poder naciente. Tan naciente que allí se hospedaba un pirata: Juan March, que andando el tiempo financió la desgracia de este país. Todavía estamos a la espera de una reparación. No la habrá.
Durante la Guerra Infame, los dos hoteles fueron convertidos en Hospitales de Sangre. En el Palace se utilizaba la cúpula del salón de baile como lucernario para las cirugías: los bombardeos cortaban la luz cada dos por tres. El Ritz tuvo, por fin, un huésped a su altura: Buenaventura Durruti murió en el primer piso tras ser tiroteado en Isaac Peral. Acabada la guerra, los poderes habituales volvieron a sus habitaciones: Himmler, Pétain, Millán Astray… Hoy, el Ritz ha relajado sus costumbres y aloja a millonarios made in USA sin reparos. El Palace, por su parte, ha seguido acogiendo la actualidad del país gracias a su cercanía con el Congreso de los Diputados. Tras el golpe del 23-F, sus salones se llenaron de precipitadas reuniones políticas y se convirtió en centro de información y desinformación. En las elecciones del 82, vimos a Felipe y a Guerra saludando desde uno de sus balcones. Y durante décadas fue la morada de Duran i Lleida, ese catalán tan fino, tan fino, que es de Huesca.
Como si fueran estrellas binarias, cada hotel de lujo tiene a su lado un museo de órdago. Junto al Ritz está el Prado. Palabras mayores. Juan de Villanueva fue el arquitecto. Neoclasicismo español hasta los cimientos. Según el proyecto de Carlos III debía ser el Real Gabinete de Historia Natural. Su hijo, Carlos IV, tuvo otra idea. Quería copiar el modelo del Louvre, un lugar donde la realeza pudiera meter todo ese follón de cuadros que ya no les cabían en sus propios palacios. Así surgieron las copiosas colecciones de El Prado. Durante la guerra hubo que sacar de allí los tesoros pictóricos. Los bombardeos de los fascistas tiraban a dar: ya se sabe la aversión de esta especie animal por la cultura. Hoy el Prado está en alza. Han tenido que agrandarlo con el claustro de los Jerónimos, esa iglesia donde se casa la gente bien, según la denominan sus sirvientes. La reforma vino de la mano de Rafael Moneo, especialista en estas lides. Las colas de turistas que van a ver lo que no les interesa alcanzan los tres millones de personas anuales. Todo va bien entre cuadros que retratan sin piedad la naturaleza, el rostro del poder de este país. Goya, Velázquez, Tiziano… ¡Susto grande!
Cruzando el Paseo del Prado, y frente al Palace, el Museo Thyssen-Bornemisza, casi nada. En el siglo XVII aquello era el Palacio de Villahermosa, un pastelón rococó algo indigesto. Eran tiempos en que la nobleza buscaba la cercanía del Palacio del Buen Retiro para asistir a los descomunales guateques que organizaban los reyes de turno. En el XIX fue reformado por el arquitecto Antonio López Aguado, discípulo de Villanueva, que lo aligeró de revolutas redundantes, quedando un edificio apañadito, más en la línea del Prado. Con el tiempo ha acogido todo tipo de actividades, desde un liceo hasta un banco. En 1990, Moneo –otra vez él– se ocupó de su reforma para dar lugar al museo. Allí recaló la extensa colección del barón Thyssen, miembro de una saga alemana que se hizo de oro con el acero, como si fueran alquimistas medievales. Las dos guerras mundiales y su gasto en armamento cimentó la fortuna familiar. El barón que nos tocó en suerte, el bueno de Heinrich, se enamoró de una moza del destape, Tita Cervera, que lo engatusó para llevarse los cuadros a Madrid. No fue gratis. Ella puso lo suyo propio y el Estado español la pasta larga. Hoy es uno de los museos punteros de Europa, y Tita lo mima como a su hijo predilecto, que vaya usted a saber cuál es. El caso es que cuando al faraón Gallardón se le ocurrió remodelar el Paseo del Prado a fuerza de talar árboles, Tita se encadenó a un plátano enorme. Tuvo que mediar el Ministro de Cultura, a la sazón César Antonio Molina, para que la baronesa dejara de montar el numerito, seguramente inspirado en las películas de su ex-marido, Lex Barker, el peor Tarzán de todos los tiempos. Una actriz de carácter. Y de poderío.
A la izquierda del Ritz, según se mira, está el Palacio de la Bolsa, inaugurado en 1893 por la reina María Cristina en su condición de regente; Alfonsito XIII era todavía un monstruo en desarrollo. Impresiona el pórtico de la fachada: columnas hexástilas con fuste estriado de orden corintio. Gran escalinata. El atrio presenta cuatro relieves que aluden al comercio, la agricultura, la industria y la navegación: la pasta. Nada más entrar se encuentra el Salón de los Pasos Perdidos. Nota: en el Congreso de los Diputados hay otro del mismo nombre; es curioso lo que se pierde la gente de tiros largos en su propio lugar de trabajo. Dicho salón está adornado con un símbolo griego, el Caduceo. Dos serpientes representan la oferta y la demanda, un palo significa la mediación, y dos alas hacen referencia a la rapidez de las decisiones. Hay que ver lo adelantados que estaban los griegos y lo bien que escogían los símbolos. En el salón principal, lo que llaman el parqué, se despellejan entre sí las empresas del Ibex35. En ese ring financiero encontramos dos sorpresas. Mirando hacia arriba, los frescos de Luis Taberner. Mirando hacia abajo, el suelo: no es de parqué, sino de tarima de la buena. El poder de los que pueden.
Poder económico, poder político, poder religioso; el poder del arte, del lujo, de la historia. El Poder. Otros poderes: los de Neptuno, una de las doce divinidades del Olimpo, dios de los mares, de los terremotos, de las nubes, de la lluvia. Muchos poderes. Pasea uno por allí y lo puede respirar. Se...
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Ricardo Aguilera
Iba para biólogo pero las cosas se torcieron y devine en periodista. Por favor, no se lo digan a mi madre.
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