MADRÍ, ZONA DE OBRAS
Becerreando
En la plaza de Manuel Becerra convergen zonas de muy diferente pelaje: el aristocrático barrio de Salamanca, el aluvión populachero de Ventas, el secreto escondido de Fuente del Berro y el antiguo barrio chino
Ricardo Aguilera 17/03/2024
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Impersonal, desaborida, vulgar… o simplemente fea. La plaza de Manuel Becerra jamás ha levantado pasiones. Natural. Nadie en su sano juicio se fijaría en ella. Yo sí. Tengo excusa: nací al lado. Es un sitio de paso y de prisas. En ella convergen zonas de muy diferente pelaje: el aristocrático barrio de Salamanca, el aluvión populachero de Ventas, el secreto escondido de Fuente del Berro y el antiguo barrio chino que era la Guindalera. Una plaza, pues, hija de mil leches, como esos perros andaluces de cabeza grande, patas cortas y cuerpo de chuleta. ¡Guau!
Cuando se proyectó el ensanche de Madrid, hace eones, la plaza de Manuel Becerra marcaba un límite: más allá solo había campo. La plaza de toros de las Ventas, el Corral de la Pacheca, la M-30, el adefesio acristalado que albergaba a los pijos de Ciudadanos… todo eso era el arroyo del Abroñigal, un sitio poco recomendable de chabolas y mucha hambre. La plaza entonces se llamaba de la Alegría. Cambió a Manuel Becerra en 1906, adoptando el nombre de un ministro de la Primera República. Mucho después, en 1961 los catetos del franquismo cayeron en la cuenta –tarde– de que aquel buen señor también había sido Gran Maestre del Oriente de España, o sea, masón. Inmediatamente la plaza cambió de nombre a Roma, homenajeando a la capital del imperio que ayudó al asesino a mudarse al Pardo. Un detalle.
Cuando era un niño, la plaza de Roma / Becerra era, como hoy, un constante ir y venir de gentes y coches. De allí partían los autobuses al este de Madrid: Torrejón, San Fernando, Alcalá de Henares… También era por donde pasaban las mulillas camino del coso y los “haigas” repletos de toreros y cuadrillas. Era el sitio por donde circulaban los coches fúnebres y sus cortejos para llegar al cementerio de La Almudena, y el lugar al que iba yo camino de las muchas lecherías que había por allí, con vacas incluidas, antes de que nos pasteurizaran la vida. En la cara norte de la plaza está la iglesia de Covadonga, restaurada tras la guerra con gusto kitsch racionalista por fuera, y kitsch neo-romántico por dentro. Había ardido el 19 de julio del 36, justo un día después de que comenzara el horror. Parece ser que le tenían ganas. Habrá que investigar.
Al lado de la iglesia, en lo que fueran los jardines de la Quinta de los Leones, se creó en los años cincuenta el parque de Eva Perón, en agradecimiento al trigo con que Argentina engordó el negocio de los extraperlistas de la España famélica. Es un parque pequeño y modesto, pero se ha librado de la “granitificación” generalizada en Madrid, y aún conserva suelo de tierra, buena sombra de plátanos enormes y algún rinconcillo curioso. Ya lo fastidiarán. De niño iba allí y estaba lleno de muchachas y reclutas haciendo manitas. Hoy hay adolescentes fumando porros y ancianos esperando el fin. Aunque parezca imposible, sigue siendo un lugar agradable. Detrás del parque mal subsiste un recuerdo de la colonia Madrid Moderno, levantada a finales del XIX. Un reducto modernista con los días contados.
Mirando al oeste se encuentra la parte pudiente de la calle de Alcalá, camino de su concurrido cruce con Goya. También muere allí la calle Don Ramón de la Cruz, que en su esquina con la plaza tenía un atasco perpetuo de biscuters a principios de los sesenta. Se ve que había por allí un mecánico experto en aquellas minúsculas deformidades de la automoción patria. Tirando hacia el sur, Doctor Esquerdo, y en su esquina, un edificio magnífico, el Universal, que ha sido sucesivamente cine de estreno, sala de conciertos de la mejor movida, bingo de corta fortuna y gimnasio de mucho tronío. Es obra de Luis Labat Calvo y representa una de las más cuidadas piezas arquitectónicas art-decó que permanecen en pie de Madrid. Merece la pena contemplarlo con calma. Y ya que hablamos de cine, había uno mucho más modesto llamado Becerra –hoy un garaje– especializado en sesión continua de peplums y películas de Tarzán.
En medio de la plaza estaba la Fuente del Obelisco, que hoy reposa en Arganzuela con los grifos cerrados. La quitaron de allí en 1969, cuando el entonces alcalde, Arias Navarro (Carnicerito Lloroso del Pardo), decidió unir Francisco Silvela y Doctor Esquerdo con un paso subterráneo. El resultado fue una autopista con diez carriles por banda y viento en popa hacia la conversión a toda vela de Madrid en la orgía de coches que sigue siendo hoy día. Eso sí, tiraron por la borda los amplios bulevares de ambas calles. Ya que estamos, recordemos que de la misma tacada también se llevó por delante los cercanos bulevares de Velázquez y Serrano, asfaltando la vida al personal con la misma sensibilidad con que antes lo mandaba al paredón.
A Don Manuel Becerra le devolvieron la plaza en 1980, con la momia ya presuntamente muerta, aunque nunca se sabe. Lo curioso es que en la memoria del vecindario convivieron sin conflicto ambos nombres –Becerra y Roma– durante las décadas de la peste. Y lo mismo pasó con otras calles cercanas: Lista / Ortega y Gasset; Torrijos / Conde de Peñalver; Hermanos Miralles / General Díaz Porlier; Sagasti / Mártires Concepcionistas; Príncipe de Vergara / General Mola… Unas se han quitado la caspa franquista del nombre y otras no. Exactamente igual que los vecinos.
Impersonal, desaborida, vulgar… o simplemente fea. La plaza de Manuel Becerra jamás ha levantado pasiones. Natural. Nadie en su sano juicio se fijaría en ella. Yo sí. Tengo excusa: nací al lado. Es un sitio de paso y de prisas. En ella convergen zonas de muy diferente pelaje: el aristocrático barrio de...
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Ricardo Aguilera
Iba para biólogo pero las cosas se torcieron y devine en periodista. Por favor, no se lo digan a mi madre.
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