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LECTURA

Elsa von Freytag-Loringhoven: la artista que dio cuerpo a la vanguardia

Introducción del libro que reivindica el legado de la creadora alemana

Joana Masó / Éric Fassin 20/04/2024

<p><em>Fuente</em>, ¿de Marcel Duchamp? En la Galería Nacional de Arte Moderno de Roma. / <strong>Vanesa Jiménez</strong></p>

Fuente, ¿de Marcel Duchamp? En la Galería Nacional de Arte Moderno de Roma. / Vanesa Jiménez

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Hubo un tiempo en que íbamos a los museos para descubrir lo que todavía no habíamos visto y para aprender lo que aún no sabíamos. Sin embargo, en los últimos años, un paseo por las salas de un museo permite constatar todas las ficciones que se nos siguen contando y que hoy, devoradas por el paso del tiempo, se desmoronan ante nuestra mirada. Quizás por ello, en 2019, tras visitar centros de arte que albergan obras canónicas en sus colecciones, empezamos a leer ensayos y novelas que arrojaban luz sobre la historia de una de las obras que cambió las prácticas artísticas durante la vanguardia.

En los años 2000, y a raíz del hallazgo de varios documentos hasta entonces desconocidos, la crítica formuló la hipótesis de que una artista olvidada podía haber sido la autora de Fuente (Fountain), el urinario icónico que la historia del arte atribuía a Marcel Duchamp. Aunque no procedíamos del ámbito de la historia del arte, sentíamos que la erosión de los discursos hegemónicos sobre las grandes obras de arte era ya una realidad que se imponía como una experiencia común que iba más allá de las disciplinas y las competencias. También presentíamos que esta erosión obstinada provenía de los numerosos cuerpos y prácticas ausentes, y que siguen sin formar parte de nuestra historia.

Tardamos meses en entrever hasta qué punto el olvido de esta mujer inauguraba un conflicto de memoria y de interpretación que podía cambiar el sentido de una obra central en la vanguardia. La historia del arte nos había ofrecido un relato retrospectivo y debilitado: en 1917, bajo el seudónimo de R. Mutt, un provocador Marcel Duchamp envió un urinario a uno de los mayores acontecimientos del mundo del arte neoyorquino con la intención de poner en jaque la escena artística del momento. Sin embargo, se desconocían las razones por las que Duchamp tardaría dos décadas en reconocer públicamente la pieza como una obra propia, como si ese silencio largamente sostenido fuera un misterio o un secreto que, en el fondo, no quisiera decir nada. La historia no explicó qué podía significar ese silencio, ni el de aquellos y aquellas que lo hicieron posible, del mismo modo que Duchamp nunca contó por qué, en una carta de la época, había aludido a una mujer involucrada en la presentación del urinario bajo un seudónimo masculino. En el umbral de nuestro siglo, en el que no se ha cesado de retejer los hilos perdidos en la trama de la memoria heredada, esta mujer a la que no se había dado nombre abría una brecha para empezar a recordar otros cuerpos que encarnaron la vanguardia artística y cuya historia no fue transmitida.

Muchas de sus acciones tuvieron lugar en espacios públicos sin que nunca llegaran a ser documentadas

Ella era una artista y escritora alemana que se había exiliado a los Estados Unidos cuando estalló la Primera Guerra Mundial en Europa y que, instalada en Nueva York, se relacionó con la vanguardia artística y literaria. Algunos de sus contemporáneos la fotografiaron desnuda, vestida con tejidos experimentales de su propia creación o con objetos encontrados en la calle. Otros la retrataron para recordar que con su cuerpo había reinventado el trabajo de modelo, actividad a medio camino entre la performance y la crítica al sistema del arte imperante. Podía llegar a una sesión de posado llevando ocultas, bajo su impermeable, unas latas de tomate que cubrían sus pechos; exhibir una jaula de canario como si fuese un collar, o utilizar frutas, legumbres y otros accesorios sustraídos de los grandes almacenes. Trabajó así con objetos que ya existían, como una recolectora de todo lo que producía y desechaba el mundo material. Con ellos, desplegó un arte vivo, un arte que no la sobreviviría. Sus acciones no fueron reconocidas como performances, un término que todavía no existía para nombrar la intervención pública de carácter artístico. Muchas de sus acciones tuvieron lugar en espacios públicos sin que nunca llegaran a ser documentadas, y solo algunas, muy pocas, en las que expresaba su disconformidad hacia la pintura comercial y el mercado del arte, pudieron ser vistas en las galerías de Nueva York. Siempre contrariaron la mirada de los que las presenciaban, desconcertados ante aquel cuerpo que ya no era joven, a veces desnudo, y que, con un fuerte acento extranjero, proclamaba a voces que el arte no podía desarraigarse de la vida.

Esa mujer tuvo muchos nombres, el último de los cuales, y con el que firmó sus poemas y su autobiografía, sería tan difícil de pronunciar como de recordar: Elsa von Freytag­-Loringhoven. Un olvido que ha persistido en nuestras historias del arte y de la literatura, de las que sigue ausente, puesto que ni tan solo las genealogías feministas de la performance han enlazado todavía sus intervenciones públicas con las de tantas otras mujeres que, tiempo después, también pusieron sus cuerpos en lugares donde nadie las esperaba.

Nacida en Alemania en 1874 como Else Plötz, en poco más de una década, a través de sus distintos matrimonios, pasó a llamarse sucesivamente Else Endell, Else Greve y, finalmente, baronesa Else von Freytag­-Loringhoven. En los Estados Unidos, sus poemas se publicaron bajo su nombre de pila americanizado, Elsa, o con las siglas con las que firmó masivamente su obra escrita: EvFL. Pero la mayoría de los artistas y escritores de su tiempo nunca la llamaron por su nombre. Se refirieron a ella como “la baronesa”, reduciéndola a un personaje excéntrico y aludiendo a su fugaz unión con un arruinado barón alemán que se suicidó al final de la guerra. La condición de aristócrata ficticia que parecía singularizarla, y otorgarle un estatuto de excepción, desdibujó su presencia dentro de los movimientos de vanguardia y contribuyó a invisibilizarla como artista. Su nombre impronunciable dejó rápidamente de circular después de su muerte en París, en 1927.

Pronto quisimos adentrarnos en su producción escrita, los poemas conservados y una deslumbrante correspondencia de corte ensayístico que, a excepción de unos pocos textos, escribió en inglés, una lengua extranjera que había aprendido durante el exilio pero que acabó convirtiéndose en su lengua literaria, que incluso mantuvo cuando regresó a Alemania. Su profusa producción contrastaba con su escasa presencia en el mundo editorial, que solo empezaría a hacerle un lugar casi un siglo después de su muerte. Esa falta de difusión nos llevó a viajar para poder acceder a los manuscritos tan bien custodiados en archivos y reservas de museos estadounidenses. Al ver de cerca sus trabajos artísticos, y tocarlos, nos dimos cuenta de que guardaban el polvo sin guardar la memoria. El polvo ocultaba el mismo olvido al que la cultura de nuestro tiempo todavía los relegaba, negando la centralidad que muchos de sus coetáneos reconocieron a Elsa, al reivindicar la singularidad de su práctica artística.

Elsa von Freytag-Loringhoven, durante una de sus performances. / Bain Photos

A la luz de los escritos de los años 1910 y 1920, EvFL fue una artista que entrelazó el arte con la vida, volviendo indiscernibles los contornos autónomos de la poesía y el dibujo, de la escultura y el objet trouvé, tanto en sus acciones como en sus relatos autobiográficos. Su exploración artística cristalizó en formas precarias, como los objetos reelaborados mediante ensamblaje, en acciones­-denuncia o en el trabajo como modelo emancipada de la función de musa. Progresivamente, fue convirtiendo el amor y la sexualidad en los lugares desde los que lanzar una crítica al arte de sus contemporáneos. Y, en la última etapa de su vida, experimentó escribiendo sobre la sexualidad tanto en sus poemas fonéticos o visuales como en su autobiografía inconclusa. Fue sin duda una de las primeras mujeres en relatar el deseo de orgasmo, un orgasmo que buscó en las relaciones con hombres artistas a los que amó, pero no necesariamente admiró. Todas esas tentativas estaban atravesadas por la fragilidad de las experiencias, y por los materiales perecederos con los que trabajaba que acabaron desapareciendo.

A la luz de los escritos de los años 1910 y 1920, EvFL fue una artista que entrelazó el arte con la vida

Precisamente porque los “restos” que utilizaba no acabaron constituyendo obras propiamente dichas, y porque casi nunca las firmaba, nos incomodaba que su redescubrimiento reciente por parte de la crítica la convirtiera en la autora que nunca fue de una obra que nunca reivindicó, la del urinario de 1917[1]. Creíamos que en la confusión entre ser reconocida como artista y ser considerada como autora se escabullía aquello que estuvo en juego durante los años en que Elsa compartió distintos lugares con Marcel Duchamp.

Él, que tampoco figuró como autor de la Fuente hasta dos décadas más tarde, entre 1915 y 1916 vivió, como EvFL, en uno de los estudios para artistas del edificio Lincoln Arcade de Nueva York. Fue Elsa quien formuló las primeras críticas de las piezas de Marcel que ella había visto en su taller –de la Fuente y del Gran vidrio–, y quien lo encumbró como el gran artista del cristal, de la distancia y del frío. De manera obsesiva, lo puso como ejemplo del artista por excelencia del arte sin vida, un arte hecho de vidrios, bombillas, plumas o celuloide. Sin embargo, ambos compartieron una constelación de prácticas que, sin llegar a confluir, se situaron en la misma órbita. Buscaron maneras de escapar a la pintura, y trabajaron con objetos encontrados en los que el arte dejaba de distinguirse con nitidez de otras esferas de la vida. Ninguno de los dos firmó los objetos con los que experimentaron durante ese final de década, porque no los consideraron propiamente obras de arte. Cuando Duchamp empezó a “hacer obras que no fueran de arte”[2], no tenía pretensión alguna de crear obra. El proyecto de Marcel se alimentaba de objetos ya hechos que habían sido fabricados industrialmente, los ready-mades, mientras que el arte de la vida de Elsa era un arte sin obra y sin permanencia en el tiempo. Por todo ello, en aquella época no vendieron ni expusieron ninguno de sus objetos.

Más allá del discurso canónico que todavía hoy celebra la Fuente como el paradigma de la crítica institucional formulada por Duchamp contra el arte de sus contemporáneos, el urinario podía entenderse como el emblema de un momento artístico sin autores y sin obra, ya que nadie reivindicó su autoría en aquel momento, nunca llegó a mostrarse en un contexto expositivo y el objeto como tal se perdió casi de manera inmediata. Desapareció, quizás porque fuera destruido o robado, y el único rastro de su existencia lo encontramos en la conocida fotografía de Alfred Stieglitz. Marcel, que nunca estampó su firma sobre el urinario de porcelana, escribió en él las letras de otro nombre, R. Mutt, cuyo significado se mantendría como un misterio durante los siguientes quince años y del que ninguna publicación reveló que se trataba de su seudónimo.

La crítica empleó muchas palabras y muchos libros para ocultar el sentido de ese silencio, pero la mayoría de los archivos y hemerotecas que visitamos una y otra vez estaban repletos de narraciones que nos hablaban en voz baja de ese potente mutismo como de una construcción colectiva. Descubrimos lentamente que la invención de Mutt, el artista mudo, por inexistente, había sido secretamente custodiada por un pequeño grupo de artistas y escritores que se movían en el círculo de Louise y Walter Arensberg. Los Arensberg eran una pareja de mecenas que, durante las largas y alcohólicas noches de la segunda mitad de 1910, acogieron en su apartamento de Central Park a artistas estadounidenses y europeos exiliados de la Primera Guerra Mundial mientras duró la neutralidad política de los norteamericanos. Encabezado por Duchamp, el grupo integrado, entre otros, por Man Ray, Francis Picabia y Gabrielle Buffet-­Picabia, Arthur Cravan, Mina Loy, Juliette Roche, Albert Gleizes, Joseph Stella, Edgar Varèse y William Carlos Williams se benefició del acompañamiento de los Arensberg, y de hecho Duchamp contó con su apoyo económico a lo largo de toda su trayectoria.

Durante esos pocos años, la práctica artística no se desplegaba a través de autores que mostraban y vendían obras por los cauces habituales del mercado del arte. Se ensayaron acciones colaborativas, intervenciones más o menos improvisadas en los salones de arte independiente, escritos colectivos, revistas efímeras y objetos sin firmar que se confundían con la vida cotidiana. Fue, ante todo, un momento “sin historia”, ya que el círculo en torno a los Arensberg era un espacio de sociabilidad que nunca se constituyó ni en grupo ni en movimiento artístico o literario que pudiera ser identificado como tal. Tanto es así que la historia del arte lo acabó agregando al movimiento dadá, que llegaría a Nueva York muy poco después. Ese periodo anterior a la irrupción de dadá quedó sepultado por los movimientos de vanguardia organizados. Pero, a diferencia del grupo informal que se daba cita por la noche en casa de los Arensberg, incorporarse a movimientos como dadá requería la autorización legítima de sus cabezas visibles y, las más de las veces, un manifiesto público para ser reconocidos.

Ese periodo anterior a la irrupción de dadá quedó sepultado por los movimientos de vanguardia organizados

Se esfumó, pues, ese momento sin nombre en torno a la Fuente en el que nos adentrábamos para redescubrir una historia sin historia. Debido a la posterior vinculación de Duchamp con dadá y el surrealismo, la Fuente acabó siendo considerada una obra dadaísta que había puesto en crisis al mundo del arte. Se desvaneció entonces la posibilidad de que el urinario perdido iluminara, más allá de sí mismo y del propio trabajo del artista, el conjunto de prácticas de esa época caracterizada por la ausencia de obras y de autores.

Pronto nos dimos cuenta de que necesitábamos dar un nombre a ese breve periodo para que pudiera existir en nuestras frases y fijarlo en nuestras memorias: lo llamamos “el momento Lichtenberg”, por su brevedad. Los ready-mades de Duchamp y los ensamblajes de EvFL que acabaron extraviándose reflejaban un arte sin obra al que le faltaba el autor, un fenómeno que podía relacionarse con el conocido aforismo de Lichtenberg que aludía al “cuchillo sin hoja al que le faltaba el mango”[3].

El filósofo del siglo XVIII Georg Christoph Lichtenberg fue una de las figuras que André Breton rescató, hacia los años cuarenta, como un antepasado del surrealismo. Los surrealistas veían sus aforismos a medio camino entre el humor y la producción paradójica de sentido, tan cercana a la sensibilidad de la vanguardia del siglo XX. Hoy, las máximas de Lichtenberg, al margen del absurdo que los surrealistas tanto habían elogiado, abren una vía para señalar la fecundidad de todos aquellos problemas y momentos que, por ilógicos o inconexos, quedaron sin explorar.

La referencia a Lichtenberg nos permitía evocar una experiencia histórica en la que prácticas artísticas de escasa legitimidad se situaban al borde de lo ilegible. El cuchillo sin hoja y sin mango, que en sus aforismos no dejaba de ser un cuchillo, los espejos sin cristal y sin marco, que seguían siendo espejos, nos invitaban a pensar hoy en un “momento” en el que el arte, aunque no dispusiera de obra o autor, irrumpiría afirmativamente como tal. La referencia a Lichtenberg significaba la promesa de que ese arte no desaparecía tras la desaparición de las obras. Con ella podíamos dibujar los contornos de ese breve periodo antes de dadá. Y todo ello posibilitaba atisbar los gestos artísticos que desafiaban la fascinación por la firma y el mercado del arte centrado en la obra. Fueron unos años que se diluyeron en otros marcos de sentido, y no fueron percibidos como tentativas de romper el maleficio de la autoría que hallamos en el corazón de nuestra historia del arte, que sigue siendo una historia de grandes nombres, de grandes autores.

Elsa von Freytag­-Loringhoven, de quien Duchamp dijo que “no era futurista, sino que era el futuro”[4], emerge ahora, un siglo después de su muerte, como una de las mujeres que con su trabajo y con su vida participaron plenamente en el eclipse de las autorías fuertes. Por ello, hoy una genealogía feminista puede acercarse a ella no como a una autora expropiada de su obra, sino como a una artista que, como algunos de sus contemporáneos, no hizo obra para poder hacer arte. La radicalidad de la propuesta que legó a la posteridad no podía ser expropiada, pero sí ignorada. Reparar el olvido de Elsa dentro de la historia del arte no consistía, pues, en atribuirle el urinario de Duchamp, sino en repoblar un paisaje que conducía a imaginar un momento que nunca existió en la narrativa del arte. Aquella mujer olvidada llevaba a cuestas un momento y un pasado más grandes que la historia.

El potencial transformador que ella encarnó sigue siendo el de una vanguardia futura. Una vanguardia en la que la vía experimental de EvFL se encontró con el urinario firmado por un autor que nunca existió. Aunque el momento Lichtenberg apenas perduró en el tiempo, su espectro persiguió a Duchamp tanto en forma de obsesión como de nostalgia, puesto que, a partir de 1930, se volcó en la interminable repetición del urinario perdido, que replicó y moldeó hasta el fin de sus días en ediciones numeradas para galerías y museos. De Elsa, de Nueva York a París, pasando por Alemania, sobrevivieron algunos objetos, poemas y escritos autobiográficos que formulaban esa otra relación del arte con la vida. Una relación que su editora Margaret Anderson definió como “the art as the person”, el arte entendido como la persona. De aquellos años, nos han llegado testimonios y memorias, diarios y cartas, documentos vivos que nos cuentan que esta otra vanguardia fue posible durante el tiempo de un eclipse. Esta otra historia de la Fuente no nos propone tanto una nueva cartografía de la vanguardia, sino más bien un viaje imprevisto en el que revisitamos lugares por los que ya habíamos pasado.

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Este texto pertenece al libro Elsa von Freytag-Loringhoven. La artista que dio cuerpo a la vanguardia (Arcadia, 2024), de Joana Masó y Éric Fassin.



[1] Véase, entre otros, Julian Spalding y Glyn Tomson, «Did Marcel Duchamp Steal Elsa’s Urinal?», The Art NewsPaper, 1 de noviembre de 2014, comisarios de la exposición A Lady’s Not A Gent’s, Summerhall, Edimburgo, octubre de 2015; Siri Hustvedt, Recuerdos del futuro. Barcelona: Seix Barral, 2019; y Gloria

G. Durán, Baronesa dandy, reina dadá. La vida-obra de Elsa von Freytag-Loringhoven. Madrid: Díaz & Pons, 2013.

[2] Marcel Duchamp, Escritos: Duchamp du Signe. Barcelona: Editorial Gustavo Gili, 1978, p. 89.

[3] Georg Christoph Lichtenberg, Aphorismes. París: Le Club Français du Livre, 1947. Prefacio de André Breton, introducción y traducción de Marthe Robert.

[4] Marcel Duchamp, citado por Kenneth Rexroth, La poesía americana en el siglo xx. Buenos Aires: Editorial Nova, 1971, p. 77.

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Autora >

Joana Masó

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Éric Fassin

Sociólogo y profesor en la Universidad de Paris-8. Ha publicado recientemente 'Populismo de izquierdas y neoliberalismo' (Herder, 2018) y Misère de l'anti-intellectualisme. Du procès en wokisme au chantage à l'antisémitisme (Textuel, 2024).

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