
Marcel Duchamp, un juego entre mí y yo
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NOTA: Decimos, en CTXT, preciarnos de llegar tarde a las últimas noticias. En el presente caso, nos vanagloriarnos de un retraso acumulado de 100 años y dos meses: el 9 de abril de 1917 se inauguró en la ciudad de Nueva York la Exposición de los Independientes –en la que no se exhibió la pieza más influyente y subversiva del arte moderno, Fuente, un escandaloso urinario de porcelana modelo Bedfordshire de fondo plano presentado bajo seudónimo por Marcel Duchamp. La obra, que se quedó tras bambalinas (ironía del destino: las obras expuestas merecieron el olvido), es ahora objeto de una exposición conmemorativa en el insigne Philadelphia Museum of Art.
Durante 17 años, la no menos insigne Monique Fong –cuya amistad nos honra– fue una amiga cercana de Duchamp. Monique asistió, como invitada de honor, al cumpleaños número 100 de Fountain, motivo más que suficiente para solicitarle que nos regalara sus impresiones.
Para acompañar y complementar la página alusiva, rescatamos otro hermoso texto suyo, el que en 1987 dedicara al centenario del natalicio de su inasible y genial amigo. Lo hemos recogido de su libro Glanes Duchamp (L'Échoppe, 2014).
La ilustración que redondea este mínimo dossier se debe a la mano de François Olislaeger, autor del sorprendente codex duchampianus Marcel Duchamp, un juego entre mí y yo, una biografía dibujada del artista recientemente publicada en castellano por Turner.
—Alain-Paul Mallard
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Era yo joven y el nombre de Marcel Duchamp algo tenía, cuando lo conocí, de secreto compartido. Lo cual, ante su celebridad presente, parece bastante irreal. El grupo surrealista formaba parte de aquellos conspiradores enterados —y yo era parte del grupo. Así que resultó simple, natural, que a mi llegada a Nueva York en 1951 me pusiera en contacto con él. Tuve la fortuna de caerle bien, de que me invitara a visitarlo cada vez que regresara desde Washington, ciudad donde yo residía, a Nueva York.
Bastante pronto, en una de aquellas visitas me llevó al Museo de Arte Moderno (MoMA). Ahí le dije no entender lo que él hacía. Me respondió que ello no tenía ninguna importancia, que lo que en verdad contaba era que fuésemos amigos. Estábamos ante su pieza Para mirar con un sólo ojo, de cerca, durante casi una hora, que yo descubría y que me sigue fascinando. En cuanto al resto, yo «conocía» los reyes, las reinas, y los desnudos que los atravesaban, el Desnudo bajando una escalera –que durante mucho tiempo creí un desnudo masculino ya que su título en francés lleva el artículo le–, y, por supuesto, el misterioso Gran vidrio.
¿Qué habría podido yo decir de conocer el «Urinario»?
El Urinario tiene ya 100 años. Hace, por tanto, 100 años que es noticia. Un pintor formado en la Unión Soviética, sabiendo que había yo frecuentado a Marcel Duchamp, vino a pedirme que le explicara ese insulto hecho a la pintura. «Insulto» es también la palabra con que lo nombraba André Pieyre de Mandiargues. Ya más cerca en el tiempo, mi nieto, a quien le comenté un vez, en un restaurante, que casi me equivoco de puerta en los sanitarios, me respondió: «Habrías visto una hilera de Duchamps patas arriba.»
No tengo memoria de haber jamás hablado del orinal con Duchamp, de haberlo interrogado sobre sus intenciones
No tengo memoria de haber jamás hablado del orinal con Duchamp, de haberlo interrogado sobre sus intenciones de 1917. Sin duda habría eludido mis preguntas. Esta «cosa», como solía decir, es una «obra que no es arte» aun cuando converja en ella el horror que todavía suscita en muchos el arte moderno. Podemos buscar belleza en sus formas, hallarle semejanzas. Aunque, de hecho, no sabemos nada.
Más ineludible que el Gran vidrio, más extraño que los otros ready-mades, Fuente me pareció, el día de su centésimo cumpleaños, como un lobo soltado en el redil del arte. El lobo se ha marchado, pero las ovejas siguen conmocionadas. Y tampoco puedo preguntarle a Marcel si me equivoco.
Tendría cien años...
Tendría hoy cien años. Como en los cuentos, como la cifra 10.000 en chino: la medida de un tiempo muy largo. Lo conocí. Que su nacimiento se remonte tan lejos, que haga de él un contemporáneo no sólo de Apollinaire, sino de Rimbaud, me parece menos inconcebible que el hecho de que ya no esté vivo. Hemos no obstante tenido que aprender a reconciliarnos con una vida sin él, él que reconciliaba los contrarios. En su caso, no se trata reconciliar la vida y su contrario, sino de cómo conciliar su vida y su mito sin tener a mano al hombre, afable y límpido, que tornaba al mito tan ligero. Alguna vez dijo: «No habrá diferencia alguna entre mi muerte y el ahora, ya que no estaré ahí para saberlo». Nosotros sabemos. Bien que mal, somos su posteridad. Posteridad que vuelve sobre sí misma su tan citada frase «Perder la posibilidad de reconocer dos cosas semejantes». El hombre está aureolado de la misma prohibición que la Novia.
Al año de su muerte, John Cage construye un cuadro, Not Wanting to Say Anything About Marcel, y elige la palabra decir en vez de hablar. ¿Qué es lo que no quería decir? ¿Que a propósito de Duchamp no nos atrevemos utilizar la palabra dolor, acaso demasiado enfática? ¿Que de él no se puede hablar sino de un modo oblicuo? ¿Que tenemos miedo de excedernos? Cage es uno de los testigos que restan, alguien que puede tener el valor de decir « que no comprende la obra de M.D. » y que prefiere los libros sobre él que no aventuran explicaciones. Dijo también «Si Duchamp no hubiera vivido, alguien exactamente como él tendría que haber existido para inventar el mundo tal y como lo conocemos». Sospecho que M. D. se sabía necesario, con mito y todo, y que se ofreció como una clave incompleta a los artistas de su tiempo para que pudieran acceder a ellos mismos sin imitación. «El arte para Duchamp es un secreto que debe ser compartido y transmitido entre conspiradores» (Octavio Paz). Del mismo modo pasó su vida, rodeado de artistas o similares.
Había sido para mí, de lejos, un personaje legendario, impreciso, y no entendía yo mejor su Cuidador de gravedad que la gravedad misma. Mientras pude seguirlo frecuentando, me pareció que ello carecía de importancia. Él, por su parte, parecía creer lo mismo y yo no le hacía preguntas. Y luego se volvió, fatalmente, ya fuera de mi memoria, legendario e impreciso bajo la proliferación intimidante de lo que sobre él se escribe. Leí buena parte, como un ritual agradecido ante la suerte, cada vez más sorprendente, de haberlo conocido. Interrogo. Lo encuentro sin hallarlo, o bien con efusiones de simpatía por quienes, sin haberlo conocido, entendieron. Y más todavía hacia aquellos que me ayudan a recuperarlo tras el vidrio borroso.
Si aceptaba «la cristalización en hazañas legendarias de sus acciones más banales» (Michel Sanouillet), estas se volvieron, con su ausencia, banales. Simples recuerdos para quienes lo quisieron en la cotidianeidad. ¿Demasiado banales, acaso? Aquellos para quien es hoy un gurú retrospectivo soportan mal que haya sido «muy humano y extremadamente simple, como lo recuerda Teeny» (Gianfranco Baruchello). Un Potala lo mantiene a uno a distancia –y él estaba siempre disponible– y no sabría dar chocolates a una niña pequeña. A lo sumo, en un remoto pasado, los molía.
Sigo pues contando: en ese plano del metro puesto como un cuadro en el estudio (también legendario) de la calle 14, me mostraba cómo hacer para ir a Utopia Avenue donde Joseph Cornell fabrica sus cajas mágicas; me diría dónde, en Nueva York, puede uno procurarse tela de gallinero como la del Almanaque surrealista de 1943. Recuerdo su placer cuando le llevé de regalo los Cuadernos de Patafísica que me había enviado Jean Brun. Respondo a las cosas que me dijo o me escribió aquí y allá, me repito (como talismanes) las palabras inofensivas percibidas en un segundo tiempo como las astillas de una enseñanza no enunciada. Lo escucho decir en voz baja «la comunidad de bienes gananciales», esa frase que tanto aficionaba, riéndose con disimulo. «Entre más ha sido explicado, mas inexplicable se torna» (Kim Levin). Entre las evidencias «duchampianas», esta aquella de que no es tan simple, que no todo se preserva en la facilidad de los recuerdos.
«Siempre esa necesidad de escaparme» (Marcel Duchamp). Se entrega sin revelarse. Extranjero transatlántico, sin drama, que parte sin verse obligado a hacerlo. Maleta o caja, no se dejará atrapar. No hay ningún mensaje. No hay sino la invitación abierta a buscar, a quedarnos sólo con aquello que inventemos. «Paseo en silencio» (John Cage).
[1987. Aparecido originalmente en La Quinzaine littéraire, n° 492. Traducción : A.-P. M.]
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Monique Fong. Nacida en París en 1926 de padre chino y madre francesa, fue discípula de André Breton durante los años del segundo surrealismo. En el ámbito de los cafés surrealistas conoce a Octavio Paz, a quien reconoce también como mentor. En 1951 se muda a Washington D.C. para trabajar como intérprete-traductora en el Plan Marshall. En Estados Unidos conoce y traba amistad con Marcel Duchamp, amistad que perdurará hasta la muerte del artista. También fue cercana al compositor, poeta y artista visual John Cage, cuyos escritos y diarios editó y tradujo. Vive en la isla de Manhattan.
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