reinventarse
Reescribir el museo
Sobre la nueva disposición del Reina Sofía y su impacto en el entorno
Pablo Caldera 25/07/2021
En CTXT podemos mantener nuestra radical independencia gracias a que las suscripciones suponen el 70% de los ingresos. No aceptamos “noticias” patrocinadas y apenas tenemos publicidad. Si puedes apoyarnos desde 3 euros mensuales, suscribete aquí
La pandemia que ahora acaba calló a los museos. Recordamos hoy las famosas fotos de la Gran Vía, la plaza del Vaticano, los Champs Elysées o Wall Street vacías, pero durante el estricto confinamiento también recibimos estampas de los museos sin un alma, sin sus vigilantes, conservadoras, limpiadoras o personal de investigación, sin sus turistas y sus guías y sin sus famosas colas. ¿Pese a su vacío, seguían siendo museos? La reapertura llegó en junio de 2020, en una gala, presentada como una gesta, y llevada a cabo en un Prado en obras, que descolgó por fin sus cuadros con motivo del Reencuentro –tuvo que pasar una pandemia mundial para que la más importante pinacoteca de España reinventara su discurso–; mientras que el Reina Sofía celebró de manera austera y sobria, en sus elegantes pasillos de antiguo hospital, la llegada de los visitantes con mascarilla. Un año después, el museo de arte contemporáneo comienza a mostrar sus cartas: ya antes de la pandemia, que mermó la exposición dedicada a Mondrian y De Stjil –la última Gran Exposición del museo, se dice–, el equipo del museo sentaba las bases para una reescritura de su inmensa colección. Nos llega ahora adaptada a la narrativa más popular: por capítulos.
Cuando llegó a la dirección, Manuel Borja-Villel impulsó la primera gran remodelación del museo a base de cesiones y reclamos colectivos
Cuando llegó a la dirección en 2008, Manuel Borja-Villel impulsó la primera gran remodelación del museo: decidió empezar la trayectoria por Goya, le dedicó un ingente espacio a la Guerra Civil, otro a la posmodernidad, y excluyó al realismo español de los cincuenta. La colección siguió agrandándose a base de cesiones y reclamos colectivos –la adquisición de las feministas pop de los 80 es un buen ejemplo de ello–, y nada queda ya del Reina que recuerdo visitar de pequeño, con picassos rosas, Juan Gris, surrealismo, Guernica como paradigma y puente, y sus plantas altas semivacías de turistas. En la última década el museo se volvió elástico, dejó de ser una nave extraterrestre en el barrio de Lavapiés –gracias al papel que jugaron, entre otras, Ana Longoni y Jesús Carrillo como directores de Actividades públicas– y, cuando el Ayuntamiento de Almeida censuró el pregón de las Fiestas Populares del barrio a cargo de los responsables del Sindicato de Manteros y Lateros de Madrid por considerarlo “político”, el Museo (situado) se ofreció para albergarlo. Ya Pere Portabella en su Informe General II, continuación de su gran documental sobre la Transición, situaba al museo como uno de los núcleos del cambio social. Por todo ello, algún novísimo, algún gestor, algún filósofo, ha saltado en más de una ocasión contra el museo y su dirección, asegurando que este pertenece a tal o cual partido político, que la cultura es imparcial o que qué tiempos aquellos en los que el museo era un espacio de contemplación y no de activismo.
El gran acierto de la dirección fue entender que el museo no era una excepción sino una parte más del ecosistema de Lavapiés
El gran acierto de la dirección de Borja-Villel fue entender que el museo no era una excepción sino una parte más del ecosistema de Lavapiés, y que esa perspectiva no solo daba motivos para “abrir” literal y simbólicamente el centro –algo que, en ocasiones, sale fatal–, más bien constituía una oportunidad única para repensar la colección. Comenzó así una operación teórica que pretendía desactivar los conceptos establecidos de la historia del arte: representación, contemplación, exposición, creatividad… Y llegaron los archivos, los carteles de la Guerra Civil, el audiovisual, Val del Omar o Marcel Broodthaers, y la colección dejó de girar en torno al Guernica. El feminismo, la ecología, lo queer, la decolonización o la crítica institucional fueron germinando poco a poco el museo, si bien más en forma de seminarios, congresos o exposiciones temporales que en adquisiciones. Todas estas doctrinas críticas empezaron a producir un movimiento sísmico que terminó por derribar la colección: institución activa –consciente de su ecosistema, de su privilegio, de su relación con el poder– y reactiva –acaparadora, explosiva, peligrosa–, el Reina no quiere dejar nada sin contar, nada atrás. En estos dos primeros capítulos, más que “tapar huecos”, hay un impulso de evasión y expansión ilimitado que, con un comisariado brillante, evita el horror vacui.
Bajo el título de Nos ven: de la modernidad al desarrollismo, el capítulo 1 de esta nueva colección se abre con una sala-instalación en la que conviven los muebles de Charles y Ray Eames con figuras claves del expresionismo abstracto (Gottlieb, Motherwell) y los pájaros en el espacio de Miró, una disposición tan bien ideada que abre un diálogo entre lo pictórico y lo cotidiano, entre eso que Adorno llamaba burdamente “pinturas de hotel” y la sofisticación extrema de una aspiradora, un perchero o una pequeña pantalla. Es coherente que la siguiente sala esté dedicada a Richard Hamilton y su impecable instalación Hombre, máquina y movimiento, una microhistoria pop celebratoria de la humanidad y su afán expansivo.
Tras pasar por la no menos hiperbólica ópera visual de Öyvind Fählstrom, nos encontramos con una de las reivindicaciones clásicas del museo: el arte concreto latinoamericano. Los implacables bichos de Lygia Clark, las torres de Mathias Goeritz o las composiciones flotantes de Helio Oiticica repiten espacio en la nueva colección tras la exitosa exhibición de De Stijl. Se convierten así en reclamos decoloniales, que poco tienen que ver con las cuotas de representación –algo que el museo está lejos de cumplir–, sino con el compromiso con la vanguardia latina. España no se abre camino hasta la sala contigua, en la que se presentan algunas obras que formaron parte de la III Bienal Hispanoamericana (Barcelona, 1955): Eusebio Sempere, Martín Chirino, Manolo Millares, Tàpies o Pablo Serrano, pero también una portada del diario Arriba que recoge el abrazo de Franco y Eisenhower o fotos de los visitantes del pabellón, muestran lo ocurrido allí. El periódico recuerda la relación más que cordial que la democracia americana mantenía con la dictadura franquista, una amistad que posibilitó la movilidad de la bienal –pasó por Frankfurt y Viena–, así como la llegada de cuadros de artistas internacionales a Barcelona: la imposición de la belleza moderna. La Virreina acogió en aquella Bienal las pinturas de Hopper, Pollock o Rothko, hoy en día cotizadísimos e inaccesibles para un museo de fondos públicos. Sin embargo, en 2003 el entonces director del MNCARS Juan Manuel Bonet consiguió, gracias a una dación en pago de Caja Madrid, colgar excepcionalmente un Rothko en las salas del museo. Pareciera, recorriendo la nueva colección, que la acentuación del valor económico es inversamente proporcional a su valor expositivo, pues el cuatro Sin título (naranja, ciruela, amarillo) descansa en la sala de la Bienal, lejos del gran pasillo central y asemejado a un archivo histórico: Rothko pasaba por allí.
Los cambios se aceleran y el museo responde, esta vez no como un mero espejo que los refleje, sino como un agente transparente más
Sin duda es el de Rothko uno de los movimientos que más llaman la atención del nuevo Reina, pero no es el único: tras una sala estupenda dedicada a las nuevas imágenes del hombre que acoge a Dubuffet, Bacon, Leon Golub o Graham Sutherland, viajamos a un cuarto materno. Y es ahí donde se podría acusar a la nueva disposición de reaccionaria: una araña maternal de Louise Bourgeois y la siniestra serie Los peligros espectrales de Dorothea Tanning, así como una escultura de lana y franela adquirida en 2018, completan una sala titulada El cuerpo y la casa que, si bien goza de una coherencia estética impecable, emplea la antigua estrategia curatorial de aislar a las mujeres del ámbito expositivo central, y para más inri invoca una domesticidad inhabitable. La concatenación de salas es cuanto menos curiosa: tras Bourgeois y Tanning accedemos a una conseguidísima sala dedicada a El Paso, grupo masculino –y masculinista– siempre querido por el museo, y de ahí a otra que recoge obras “cotidianas” de Duchamp, Hamilton, Rauschenberg o Cy Twombly bajo el oscuro paraguas de la crisis de la masculinidad. Desde luego la representación femenina preocupa a la dirección, que ha decidido conservar la sala dedicada a las artistas pop del tardofranquismo –Isabel Villar, Mari Chordà, Ángela García Codoñer, Isabel Oliver, Eulàlia Grau–, todas reunidas en un único espacio que subraya su unión, pero también su aislamiento. Dado el eclecticismo de otras salas, como la dedicada a la desmaterialización del objeto artístico, en la que conviven inteligentemente el minimalismo con el arte povera y con estampas de Babette Mangolte sobre las acciones colectivas de Tisha Brown, sorprende el ejercicio conservador de agrupar a las artistas pop en una sala con aires de retrospectiva, pareja a las dedicadas a artistas hombres individuales: Eduardo Arroyo y Luis Gordillo.
Precisamente los esquizos de Gordillo, junto a las “pinturas textuales” de Broodthaers y una estupenda sala que junta a Merz, Donald Judd y André Cadere, cierran el primer capítulo de la colección en un ejercicio autorreferencial y no exento de ironía, que cuestiona tanto la visión de la institución como la del visitante, y que abre la puerta a la inclusión de artistas menos canónicos y más atrevidos en los próximos episodios. Como toda colección, invita inevitablemente a pensar los huecos, los puntos ciegos, del discurso comisarial. Una gran instalación de Rogelio López Cuenca, la obra más radicalmente “nueva” de la colección (data de 2021), genera un microcosmos orientalista que recuerda a los museos de hace medio siglo, rellenando así un hueco de huecos y cerrando el círculo autorreferencial. Pero las exclusiones, por inevitables, no son realmente tan importantes cuando la colección se presenta con tanta inteligencia. El mundo no es el mismo de hace diez años. Los cambios se aceleran y el museo responde, esta vez no como un mero espejo que los refleje, sino como un agente transparente más. No solo recogerá lo que ha ocurrido –el equipo ya ha adelantado que el 15M, el creciente movimiento ecologista o la era Trump tendrán un hueco en algún capítulo–: construirá un discurso canónico –a su pesar– al que habremos de atender. Pocas veces se asiste a la reinvención en directo de un museo. Cómo no acabar con la muletilla típica, histórica, reconfortante para el lector: no se la pierdan.
La pandemia que ahora acaba calló a los museos. Recordamos hoy las famosas fotos de la Gran Vía, la plaza del Vaticano, los Champs Elysées o Wall Street vacías, pero durante el estricto confinamiento también recibimos estampas de los museos sin un alma, sin sus vigilantes, conservadoras, limpiadoras o personal de...
Autor >
Pablo Caldera
Pablo Caldera (Madrid, 1997) es graduado en filosofía e investigador en epistemología y cine en la Universidad Autónoma de Madrid. 'El fracaso de lo bello' (La Caja Books, 2021) es su primer libro.
Suscríbete a CTXT
Orgullosas
de llegar tarde
a las últimas noticias
Gracias a tu suscripción podemos ejercer un periodismo público y en libertad.
¿Quieres suscribirte a CTXT por solo 6 euros al mes? Pulsa aquí