EL PODER DE LA PALABRA
El año de la escritura mágica
Como el secreto para la piedra filosofal en los libros de cocina de Tim Marcoh, este breve ensayo pretende esconder a la vista el secreto para la magia
Daniel Centeno 20/04/2024
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No sé si todos los escritores tienen años así. Quisiera saberlo. Me gustaría que me dijeran si han tenido un año en el que sus textos predicen lo que va a pasarles; y si lo que dicen en ellos de alguna forma se materializa gracias a alguien más, de un modo que no pudieron prever. Si vivieron un año de la escritura mágica.
Así fue el mío.
El 2023 empezó con un duelo: las relaciones con dos de mis mejores amigos se habían roto el año anterior. Quería purgar de mi sistema toda la tristeza que estaba ahí, inútil excepto para recordarlos. Así que escribí. Tenía contemplado hacer un manuscrito sobre cómo interactuamos con la muerte y sus objetos (o ese era el plan, cuando aún no sentía el duelo como lo único que quedaba de mí). Ideé objetos y su relación con el más allá.
Una de las historias* iba así:
Un hombre joven es invitado a una fiesta sorpresa que intuye que es para él (por su cumpleaños). Al llegar, descubre que todos sus amigos lo están esperando. Pero no es una fiesta, sino una intervención. No es él quien necesita ser intervenido, sino todos ellos: confían en que el protagonista, su amigo psicólogo, podrá ayudarlos. Así, arman un grupo de terapia sin habérselo consultado. Lo usan para desahogarse sobre su relación con la muerte. En su mundo, cada vez que alguien logra llegar a la muerte y volver de ella, regresa con algún objeto que ellos creen que no significa nada, pero en realidad significa todo. El protagonista sólo soporta las sesiones de terapia gracias a un amigo suyo, su mejor amigo, que se queda callado “al otro lado del círculo”, frente a él, tan sólo mirándolo. Cada noche, cuando salen, el protagonista se desahoga. Cada noche el amigo trata de expresarle que lo que debería de hacer es aprender a decirles que el que necesita ayuda es él. Lo que ocurre después en el cuento no busca ser sorpresivo: el protagonista admite que necesita ayuda, que ha estado viendo a su amigo muerto todo este tiempo gracias a un objeto que él mismo trajo de la muerte. Los amigos no pueden creer que no lo hayan ayudado, que no se hayan dado cuenta, y convierten el grupo de terapia en una fiesta de verdad, la que nunca le dieron. Fin.
Cuando escribí ese cuento, no sabía que necesitaba ayuda
Cuando escribí ese cuento, no sabía que necesitaba ayuda. En voz alta jamás se me habría ocurrido decir nada sobre una fiesta sorpresa. Escribí el cuento en marzo.
En abril, para mi cumpleaños, una amiga me regaló una fiesta sorpresa de cumpleaños, la primera en mi vida. Yo no lo podía creer. Me rodeé de muchos amigos, la mayoría de quienes han sido cercanos y siguen en mi vida; sentí que mis emociones no iban a soportar la felicidad que estaba sintiendo, porque de algún modo lo único que hacía era hacer más visible el duelo por el que pasaba y yo me había negado a ver. En ese momento, al verlos a todos, no pude sino dejarlos ir, a mis dos mejores amigos. No podía restringir la alegría por culpa de sus fantasmas.
Unos minutos después, cuando al fin respiraba de nuevo, llegaron los dos.
El cuento trataba de dejar ir. Yo acababa de hacerlo gracias a una fiesta sorpresa que ellos, sin saberlo, habían convertido en una intervención. No se suponía que la escritura predijera cosas, o al menos no de mi vida. Algunas veces los lectores te dicen cosas así: tu cuento predijo lo que me pasaría después; o tu cuento habla de mi vida; o tu cuento llegó en el momento preciso. No se supone que a uno le pase eso, pero pasó. Nunca había entendido el peso de las palabras con la vividez con la que lo hacía en ese instante.
O quizá sí, un mes atrás.
Un mes antes, poco después de aquella historia, escribí otra**.
La historia trata de un hombre que da un discurso a unos recién egresados ingenieros en psico-ingeniería. Ellos han trabajado toda su carrera con un sistema que él inventó: la vida en siete preguntas, un software que permite capturar la esencia de los muertos, su espíritu, su alma, lo que sea, por el equivalente a siete preguntas, para no poder volver a hacerlo nunca más. Él trata de advertirles de su error al inventarlo; de cómo desperdició la mayoría de las preguntas en su propio hermano muerto, por quien hizo todo. Sólo una de las preguntas valió la pena, les dice: un chiste sobre cuál es la fruta más divertida, y la respuesta es la naranja ja ja. Tenemos que hacerles más fácil la partida a quienes se van, hacerlos reír si vamos a obligarlos a que nos escuchen una vez más por egoísmo. De eso iba el cuento. Claro que yo no inventé ningún software que permite hablar con los muertos, y por fortuna no tengo ningún hermano muerto; pero lo que dije era algo en lo que creía con firmeza: no debemos interrumpir su paso, ya lejos de nosotros, salvo para hacerlos reír, o sonreír; darles algo, no pedirles nada.
Fue el cuento lo que hizo que ella terminara por decidirse a buscarme
A los pocos días de publicarlo, antes de mi cumpleaños, recibí un correo de uno de esos dos amigos de los que hablé antes: una chica que por muchos años fue mi mejor amiga. Ella me escribió para hacerme sonreír. Dijo cosas muy bellas, cosas que jamás creí que diría luego de cómo terminamos. “Leí tu cuento, y pensé que hay que aprovechar la oportunidad de decir más, mientras podamos”, me dijo.
Mi cuento no sólo predijo que hablaría conmigo alguien que ya no estaba en mi vida (y me pondría a mí en la posición del muerto, de ese que ya no está), sino que lo provocó: fue el cuento lo que hizo que ella terminara por decidirse a buscarme. Mi cuento me regaló de vuelta su amistad.
Así, cuando en mi cumpleaños los vi a los dos, no soporté tanta alegría. Me sentí como en un cuento de Katherine Mansfield, poseído por pasiones luminosas. No podía precisar ni asir ni comprender toda esa magia.
La magia de la escritura, yo pensaba, es capaz de regalar milagros imposibles de prever. Yo creí que ya había sido suficiente, que la magia había hecho lo suyo en la escritura, y no necesitaba volverlo a hacer.
¿Verdad?
Por supuesto, a la magia le tiene sin cuidado lo que yo creo.
Hace apenas un mes escribí otra historia:
Un chico se reúne con sus amigos de toda la vida. Su día a día es corriente, aburrido; él se piensa tedioso, sin el menor interés para sí mismo o sus amigos. Ellos hablan de sus vidas con fantasmas, con Dios, con tesis mágicas, mientras que él sólo trata de llegar al día siguiente, sin incidentes de valor. Entonces ellos, apenas lo escuchan hablar de sí mismo como un avatar del aburrimiento, le tunden a golpes verbales y le dejan claro que todos somos aburridos con las repeticiones adecuadas. Hasta la magia pierde su potencia cuando se repite.
Hace unos días estuve en un encuentro de escritores, con amigos interesantes, extrovertidos, dinámicos, que se divierten mucho con su vida. Yo, por primera vez, o al menos con esa claridad, me sentí poco interesante, aburrido… como mi protagonista. Habría sido fácil para mí no haber podido disfrutar de aquel encuentro, y por tanto de su compañía, que esperé por todo un año. Habría sido lo más probable, al menos por un buen rato. En cambio, me reí porque no podía creer que la magia hubiera ocurrido de nuevo. Que la magia de la escritura me hiciera otro regalo alegre. Ya no fue necesario que ellos me tundieran a golpes verbales; ni siquiera tuve que decir lo que mi personaje había dicho en voz alta. Yo sabía qué hacer, y lo que ellos dirían si les daba oportunidad. No fue necesaria. Aquel encuentro también me dio una felicidad inaudita y clara, sin sombras.
Estoy escribiendo este texto, sobre el año de la escritura mágica, porque no sé si otros escritores lo han vivido. O si, habiéndolo vivido, se dieron cuenta. Escribo esto para llamar mi atención y la suya: a mirar con atención, a ver la propia vida con la misma claridad con la que vemos el mundo cuando estamos escribiendo. Hay cosas que podríamos pasar por alto tan fácil… la magia, por ejemplo.
Alan Moore dijo alguna vez que la escritura se parece a la magia porque la palabra estuvo primero
Alan Moore dijo alguna vez que la escritura se parece a la magia porque la palabra estuvo primero. Todo el año tuve a Alan en la mente, pensando cuánta razón tiene. Mis historias precedieron a mi vida. Lo que escribí me hizo vivir más intensamente mis alegrías. La ficción no sólo nos pone en el lugar de otros, sino que a veces nos devuelve al nuestro, cuando lo perdemos.
Si tratara de hacer de este texto un conjuro con la intención de que cualquiera pueda vivir un año de la escritura mágica, no tendría mucho que decir. Mi escritura no cambió mucho, si la comparo con la del año anterior. No se me ocurre qué pude hacer para que la magia pasara… Tan sólo una cosa, algo que quizá pasamos inadvertidamente, la mayoría de nosotros (algo que yo habría pasado por alto, si no fue porque me vi obligado a darme cuenta): en este año me escondí menos. No se trata de autoficción, sino de otra cosa, más parecido a la escritura automática, a conectarnos con algo de nosotros que no tiene filtros, que está esperando salir. Dejé de pensar en qué quería escribir y sólo me senté a hacerlo, dejando que la oscuridad de mi mente se clarificara al ver la luz. Quizá la clave para la magia, como para la buena salud, es dejar salir lo que está dentro. Y poco más.
(O quizá esconderme menos hizo más visible para mí lo que necesitaba, y no fue necesaria la magia, sino la pura palabra… aunque esa opción me gusta menos.)
No sé si el próximo año será igual, pero por si acaso, ya no escribiré sobre muerte***, de la que no sé cómo me salvé si es lo único en común en aquellos tres cuentos. Escribiré sobre personas con superpoderes. A lo mejor, si todo sigue de mi lado, prediga cosas extraordinarias.
** La vida en siete preguntas.
*** Voy a intentarlo, pero no prometo nada.
No sé si todos los escritores tienen años así. Quisiera saberlo. Me gustaría que me dijeran si han tenido un año en el que sus textos predicen lo que va a pasarles; y si lo que dicen en ellos de alguna forma se materializa gracias a alguien más, de un modo que no pudieron prever. Si vivieron un...
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Daniel Centeno
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