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ALTERNATIVAS

El arte de imaginar lo imposible

Belén Gopegui considera la literatura como un laboratorio donde hacer experimentos y, al mismo tiempo, como un jardín donde cultivar la capacidad de acción

Rubén A. Arribas 21/04/2024

<p>La escritora Belén Gopegui. / <strong>Unai Arnaz Imaz</strong></p>

La escritora Belén Gopegui. / Unai Arnaz Imaz

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“El cine cambió la manera de soñar de mi abuela”. Esa frase del historiador y crítico Elvis Mitchell en el documental ¿¡Soy lo bastante negro para ti!?, a propósito de cómo el cine afroamericano de los 70 modificó el imaginario cultural estadounidense, podría resumir cómo entiende Belén Gopegui la literatura. Parafraseando a Mitchell, la escritora madrileña plantea novela tras novela, ensayo tras ensayo, una misma cuestión: necesitamos una literatura que cambie nuestra manera de soñar, es decir, que nos ayude a imaginar alternativas a este mundo injusto y hostil con tantos millones de personas. Si no somos capaces de hacerlo, difícilmente podremos convertir en realidad esas vidas más vivibles y menos precarizadas que anhelamos. 

¿Estamos escribiendo literatura en esa dirección? La pregunta subyace casi en cada intervención de la autora, sea en el formato narrativo que sea. Si nos atenemos a lo que dice su reciente ensayo Pequeñas heridas mortales (Debate, 2024), la respuesta sería que no, o no al menos en la proporción necesaria. Algo que caracteriza a nuestro tiempo, explica ahí Gopegui, es la intensidad con que el capitalismo promueve la “atrofia del sentido de la responsabilidad”, ya que invierte miles de millones de euros en promocionar que el único modo de organizar el mundo es el actual. La ferocidad con que defiende su hegemonía es tal que, pasadas unas décadas, hasta las personas más combativas terminan sintiendo que no hay manera de “modificar siquiera un ápice el rumbo de un sistema ecocida, explotador, enloquecido”. El sistema gana por desesperación.

Por eso, si queremos evitar el espíritu apocalíptico y pesimista que suele acompañar la mayoría de vaticinios sobre el futuro, Gopegui apela a recuperar una literatura capaz de proponer respuestas a los asuntos que urgen en el presente. Para vivir en un mundo donde las viviendas no sean bienes de lujo que arruinan la economía familiar, donde se garantice la financiación de las leyes de dependencia o donde el aire de las ciudades no sea un problema de salud, primero hay que poder concebir esos escenarios como posibles. Conseguido eso, después hay que imaginar el camino que podría llevarnos hasta ahí. 

Curiosamente, mientras a la crítica cultural le resulta sencillo aplaudir y celebrar que la ciencia ficción haya anticipado algunos avances de la neurociencia –véase la buena recepción dispensada a los libros de Rodrigo Quian Quiroga–, le cuesta horrores admitir que pueda suceder algo similar entre la literatura política y la organización social. Al respecto, la advertencia es siempre la misma: la ficción debe ser, sobre todo, un entretenimiento.

En ese sentido, leer a Gopegui ayuda a imaginar otra literatura posible; una donde el oficio de escribir, como tantos otros –bombero, personal sanitario, guarda forestal, docente, etc.– se ejerce con responsabilidad cívica. También con sobriedad, sin alharacas. La suya es una literatura donde importa menos rendir cuentas ante el mercado, la crítica académica, los suplementos culturales o el narcisismo propio que ante la comunidad.

La autoayuda y el hambre de pautas

Si retomamos la pregunta sobre la producción literaria actual y nos atenemos a El murmullo (Debate, 2023), la respuesta sería similar. Hoy el modelado de la subjetivación social, subraya Gopegui, recae mucho más en los libros de autoayuda que en la literatura. Al fin y al cabo, el primero es el género literario por excelencia de la cultura de masas.

Algo interesante de este ensayo –tesis doctoral convertida en libro de divulgación– es que Gopegui lee y analiza estos libros como si fueran obras de ficción. De ahí que una de sus conclusiones resulte tan llamativa en términos literarios: “La literatura de autoayuda pone de manifiesto el hambre de pautas, el hambre de un relato accesible y popular con el que orientarse en un entorno, donde hay –como un supuesto rasgo de la vida sin más, pero no solo– dolor inmerecido, donde la fortuna no acompaña siempre a las y los audaces, y donde a menudo faltan motivos para seguir”.

Más allá de las razones habituales que cualquiera podría sospechar –la competencia de otras formas de ficción o la menguante comprensión lectora–, Gopegui pone el acento en que los libros de autoayuda están cubriendo una necesidad de la que antes se ocupaba la alta literatura. Sea por sus pactos con el poder y el mercado, sea por sus anhelos de vanguardia, esta ha ido abandonando desde los 80 el territorio donde antes era fuerte: dar pistas sobre cómo construir una vida buena; proponer modos de estar y actuar en el mundo. Conforme la literatura ha ido escurriendo el bulto de esa tarea clásica, la autoayuda ha ido ganando protagonismo y, a fuerza de mercantilizar las emociones, ha vuelto muy rentable la llamada industria de la felicidad. 

Por cierto, leemos también en El murmullo que es falsa la típica asociación entre autoayuda y bajo nivel cultural. Según los estudios académicos, la mayor parte de su público pertenece a la clase media universitaria, muy interesada en recibir consejos sobre cómo competir mejor en los mercados laboral y emocional. Digamos que son lectoras y lectores que buscan que les cuenten, entre otros, el cuento de la meritocracia, el de haz emerger tu mejor yo o el de cómo ser mejor que el resto.

Imaginar (o no) el sentido de la vida

Lejos de ironizar sobre este tipo de lectura –aunque sin legitimar por ello sus falacias–, Gopegui apuesta por desplazar la crítica hacia lo político y lo literario. Así, sostiene que quienes leen autoayuda parten de una premisa compartida por muchos otros lectores y lectoras: leen porque buscan respuesta a dudas o  problemas que consideran importantes. Otra cosa es, según Gopegui, que elijan la autoayuda como un atajo que les permite eludir el “costoso proceso de organizarse colectivamente en abierto conflicto con el orden dominante”.

Ahora bien, si eligen ese camino más sencillo, es porque el sistema tiene el monopolio a la hora de ofrecer soluciones. Y estas siempre son de carácter individual e inciden sobre lo mismo: somos responsables de nuestro fracaso; nunca nos esforzamos lo suficiente; siempre hay alguna habilidad o recurso que deberíamos adquirir o entrenar.

En cambio, rara vez los libros de autoayuda reflexionan, por ejemplo, sobre si la falta de salud mental está relacionada con una “forma de organización económica social que derriba con una mano lo que supuestamente quiere sostener con la otra”, y de qué modo eso impide que construyamos “vidas vivibles”. Y no reflexionan sobre ello por una sencilla razón: cuestionar la injusticia del entorno sería tirar piedras contra su tejado.

Llegados a ese punto, El murmullo pone el acento sobre una cuestión crucial: si dejamos que el discurso de la autoayuda sea el encargado de contestar las preguntas importantes, ¿qué tipo de respuestas dará? Pues las propias del espíritu de la época: el fin justifica los medios y no importa el daño que causes a otras personas con tal de maximizar tu beneficio económico. Tómense el funcionamiento del sector farmacéutico mundial o la creciente privatización de la sanidad pública española como ejemplos sobre cuánto le importamos al capitalismo. 

La ausencia de una literatura capaz de ayudarnos a imaginar alternativas favorece la idea de que el futuro será la profecía autocumplida del apocalipsis

En un contexto así, la ausencia de una literatura capaz de ayudarnos a imaginar alternativas favorece la idea de que el futuro será la profecía autocumplida del apocalipsis que ya estamos esperando. En Pequeñas heridas mortales, Gopegui recuerda algo fundamental al respecto: “El sentido de la vida es imaginario”. Puesto que el propósito de nuestra existencia no viene dado y nos lo tenemos que fabricar, la literatura puede tener mucho que decir. Alguien podría opinar lo contrario, claro; en ese caso, Gopegui le recomendaría preguntarse acerca de quién tiene la propiedad de los medios de producción subjetiva. O dicho de otro modo: ¿de qué ficciones están hechos nuestros sueños de un mundo mejor?

Entender lo que nos pasa

Fiel al espíritu ficcional con que Gopegui explora el discurso de la autoayuda, incluye en El murmullo una cita fundamental de Juan Carlos Rodríguez, catedrático de literatura y voz marxista de referencia, que sirve para atisbar el meollo de la cuestión: “¿Qué discursos objetivos y qué sueños subjetivos convendría producir a partir de ahora para darle un verdadero sentido a la lectura de nuestra vida?”.

A continuación, Gopegui acota lo siguiente: “Se trata de procurar crear las condiciones para que esta respuesta no venga dada de antemano y de ensayar una formulación distinta a la que ofrecen la ideología hegemónica y el sentido común de la época”. Si leemos la obra de Gopegui a la luz de esa pregunta, podríamos concluir que concibe la escritura como un ejercicio de compromiso cívico, y no como una vía para satisfacer la demanda del mercado editorial, perseguir objetivos comerciales o explotar el narcisismo personal. Para ella, escribir pasa por asumir la responsabilidad de convertirse en una voz que enuncia algo de interés general para el bien común. 

Para ella, escribir pasa por asumir la responsabilidad de convertirse en una voz que enuncia algo de interés general para el bien común

En su conferencia Ella pisó la luna (Random House, 2019), donde rescata la figura de su madre, Gopegui razona así sobre qué historias escribir: “Hay cientos de miles de vidas de mujeres que no solo merecen ser contadas, sino por las que hemos de luchar para que se cuenten, porque ganarle la pelea a las estructuras depende también de las historias que tengamos. A ver, no es que sería bonito o interesante que se contaran, es que las necesitamos para entender lo que nos está pasando”.

Gopegui, que fue siempre reacia a lo autobiográfico, escribe sobre su madre no por el vínculo familiar o sentimental, sino porque que considera que contar su historia –con toda su complejidad– puede romper algún engranaje, por mínimo que sea, en alguna de las mastodónticas estructuras que impiden variar siquiera un ápice el rumbo hacia el desastre. Ese mismo razonamiento valdría también para su ficción: novelas como Existiríamos el mar, El comité de la noche o Quédate este día y esta noche conmigo intentan comprender qué nos pasa como sociedad.

En definitiva, hay en Gopegui una voluntad de asumirse, parafraseando al sujeto colectivo que narra Desesperación silenciosa de la vida diaria –el manual de socioyuda que cierra El murmullo–, como una voz más dentro de “una suma de voces” cuya presencia “se parece a la neblina”. Hay voluntad también de ser, continuando con la metáfora atmosférica, una gota más entre las muchas que constituyen esa nube baja y poco densa, pero que humedece aquello que toca. Lo importante no es distinguir las gotas, sino saber “que están ahí”, su compañía. La humedad es un trabajo colectivo.

Una literatura performativa

Suele decir Gopegui que lo imposible es solo una provincia lejana de lo posible. Como buena seguidora del pensamiento científico, sus novelas suelen ser expediciones que parten de los últimos territorios conocidos y viajan rumbo hacia eso que los cartógrafos antiguos llamaban terra incognita. Lo que ocurre es que ella, en vez de buscar el nacimiento de un río o el estrecho que comunica dos océanos, formula hipótesis sociales. En La conquista del aire, por ejemplo, plantea la posibilidad de que el dinero anide “hoy en la conciencia moral del sujeto” y de qué modo eso condiciona las amistades.

En El murmullo, encontramos un pasaje esclarecedor sobre este asunto a raíz de una conversación entre el filósofo Günther Anders y el escritor Bertolt Brecht. En ese encuentro, el primero le dice al segundo que ve su literatura como una suerte de experimento científico donde poner a prueba hipótesis sociales y sacar conclusiones sobre su factibilidad. Para Gopegui, como para Anders o para Brecht, lo importante no es interpretar el mundo, sino transformarlo; de ahí que su literatura no vaya de plantearle preguntas sofisticadas al lector ni de romper corsés formales, sino que va de ensayar respuestas imaginativas ante el desaliento y la enorme cantidad de dolor inmerecido que produce la actual organización social. Gopegui considera la literatura como un laboratorio donde hacer experimentos –pero sin necesidad de que nada ni nadie se rompa– y, al mismo tiempo, como un jardín donde cultivar la capacidad de acción.

Para Gopegui, como para Anders o para Brecht, lo importante no es interpretar el mundo, sino transformarlo

Al respecto, resulta significativo este fragmento del novelista Víctor Sombra en una entrevista concedida a El Ministerio: “En Gopegui hay una vertiente casi performativa muy singular. La novela no es solo un espejo o una cámara en la que examinar conductas sociales e individuales, sino un artefacto diseñado para provocar determinadas reacciones. Gopegui contempla lo que pasará cuando cerremos el libro, quiere anticipar e influir en nuestros siguientes pasos. Diseña espacios imaginarios para acercar y hacer viable la solidaridad y la contestación. En este sentido, la lectura llama a buscar la complicidad, a pasar la mirada de la página a quienes nos rodean”.

Parte de esa complicidad emana del tipo de vínculo que ella establece con la literatura. Así, en El murmullo, defiende que no debe ser tan nítida la frontera “entre el yo y la comunidad, entre la casa y el afuera, entre los recursos y los objetivos”. No es que les reclame a quienes escriben ficciones que pierdan su individualidad, sino que las escriban sin olvidar la intersección “de otros muchos proyectos, vidas, colectividades críticas” que son. Solo así, acota Gopegui citando a Ursula K. Leguin, es posible construir voces narrativas que no hablen en beneficio del ego del autor o autora, sino en favor de la comunidad. Y ahí reside el meollo del discurso gopeguiano: menos convertir los nombres en marcas personales y más construir comunidad desde el anonimato. Quizá así seamos capaces de soñar alternativas transformadoras.

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