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Seguir de cerca la masacre en Palestina, como la que pueda estar sucediendo en tantos otros lugares, es una experiencia difícil por muchos motivos; uno de ellos es que nos sitúa ante una contradicción. Por una parte, absorbemos una infinidad de imágenes repletas de dolor, sangre y sufrimiento, no podemos entender el nivel de sadismo, algo se rompe dentro y aparece un malestar profundo. Pero por otra parte, mucha de la gente movida por ese malestar nos encontramos con que los actos que podemos realizar son muy limitados: acudir a las manifestaciones, dejar de comprar productos de empresas israelíes en el supermercado o poner dinero para que llegue ayuda humanitaria nos deja con una sensación de insuficiencia. La magnitud de la masacre es tan grande y nuestros actos tan pequeños, que no llegan a hacernos sentir partícipes, ni que estemos a la altura de las circunstancias.
En épocas anteriores habríamos dejado pasar este malestar, sin darle demasiadas vueltas. Sin embargo, estamos en un momento histórico protagonizado, por una parte, por la visibilidad de todo lo relacionado con el sufrimiento psíquico y emocional, y por otra, por cambios en las formas de participación social y política. En el punto en el que ambas líneas se cruzan es necesaria una reflexión. De entre las muchas preguntas que pueden articular este debate, me gustaría centrarme en unas pocas: ¿qué pasa con ese malestar cuando ya no podemos hacer nada más de lo que ya hacemos?, ¿es suficiente sentirse mal?, ¿el hecho de que yo sufra tiene consecuencias sobre la realidad?, ¿es relevante para las cuestiones sociales y políticas, incluidas las de gran envergadura? Al contestar, hay que evitar las habituales respuestas dicotómicas del tipo “no, tu sufrimiento no es relevante para cambiar las cosas” o “sí, tu sufrimiento es suficiente y no tienes que hacer nada más”. Por supuesto, estoy excluyendo deliberadamente una tercera opción: “No deberías sentirte mal porque no va contigo y no puedes hacer nada”. No la planteo porque justamente este texto va dirigido a las personas que rechazan una posición indiferente. Creo que son necesarias respuestas matizadas y extensas, y que merecen un debate amplio y sosegado. No obstante, aquí me limitaré a dar mi punto de vista con brevedad.
La cuestión central es decidir qué es relevante para un proceso social, qué es decisivo, qué es participar. Y sus contrapartidas: qué no es relevante, qué no es decisivo y qué no es participar. Hay actuaciones sobre las que podríamos responder de manera clara, como por ejemplo organizar manifestaciones, denunciar públicamente, recaudar dinero para algún proyecto o formar parte de algún colectivo. Sin embargo, hay otras que se sitúan en una zona gris: opinar en una comida familiar, reflexionar en soledad, escribir un poema que solo leerán mis amistades, compartir en redes sociales con pocos seguidores, etc. Se trata de acciones cuya relevancia no queda clara a primera vista y padecer se sitúa entre ellas. Nadie podría afirmar de manera rotunda que sufrir no es participar de ninguna manera, porque eso implicaría asumir como cierta la afirmación de que es indiferente para los procesos sociales y políticos que la gente sufra o no sufra, y claramente no lo es. No obstante, tampoco podríamos afirmar que sentirse mal es participar de manera activa y que el hecho de padecer es equivalente a intervenir.
Desde mi punto de vista, entre otras cosas, sufrir por cuestiones políticas, éticas y sociales implica posicionarse. Cuando pensamos en tomar partido, pensamos en que lo hacemos de dos maneras: con nuestros actos o con nuestras palabras, y es completamente cierto, pero también lo hacemos con nuestro malestar. De hecho, podemos comparar estas tres maneras entre sí. Si oponemos el posicionamiento producido por el sufrimiento al producido por los actos concretos, es evidente que ganan estos últimos. Si no me lleva a ninguna acción consecuente, el mero sufrir por una injusticia no disminuye las probabilidades de que siga sucediendo, no implica un cambio fáctico, como sí podría hacerlo ciertas acciones, por ejemplo, presionar a mi gobierno para que tome cartas en el asunto, sumarme a las acampadas para que las instituciones universitarias corten lazos con empresas israelíes o contribuir a que llegue ayuda humanitaria. Por otra parte, si comparamos el posicionamiento del malestar al que es meramente de palabra, aquí gana el primero. Cuando emitimos discursos que no vienen respaldados por un cierto nivel de padecimiento, estos pueden parecer fruto del cálculo y el interés estratégico. El malestar a solas no tiene por qué ser más efectivo, pero nos involucra de una manera más real.
Lo ideal es que los tres componentes –actos, discursos y malestar– estén presentes para que haya un posicionamiento completo, pero en muchas ocasiones, la parte de los actos no puede darse, o ya no dan más de sí, mientras que las palabras ya se han dicho muchas veces y la veracidad de los argumentos no está implicando una disminución de la injusticia. Evidentemente, siempre podemos hacer o decir algo, sin embargo, vamos a exagerar y suponer que no, que solo nos queda padecer.
Pasarlo mal es una postura intermedia, que va más allá de las palabras, pero que no ha podido materializarse en actos
En este tipo de circunstancias, pasarlo mal es una postura intermedia, que va más allá de las palabras, pero que no ha podido materializarse en actos. El malestar juega muchos papeles en estas situaciones además del posicionamiento, pero, incluso cuando “solo” consiste en un posicionamiento, ese “solo” es ya muy grande. Dejarse afectar implica cierto nivel de implicación en los problemas, sufrir es participar sin hacer. ¿Es esto posible? Creo que sí. El malestar nos pone en conflicto con lo que está sucediendo de una manera más vívida que las palabras. Permite que los acontecimientos políticos –especialmente los más terribles, como es el caso de las masacres en Palestina o en otros lugares– hagan saltar nuestros resortes afectivos, pongan nuestra vida en crisis y, aunque sea por unos momentos, nos hagan dudar de nuestra posición en el mundo. Se trata de un mínimo: “como mínimo” deberíamos sentirnos mal, menos es nada.
Por otra parte, es la condición de posibilidad de actos concretos: si no nos sintiéramos mal, no habría habido ningún cambio social en ningún momento de la historia, nadie habría visto la necesidad, y cuando estos cambios no son posibles, padecer mantiene activo el deseo de iniciarlos en un momento más propicio. El malestar nos une a las filas de sufrientes que, si llegan a ser bastantes, pueden llegar a dar un vuelco a la situación. Un mundo en el que no fuésemos capaces de pasarlo mal debido a las injusticias sería un mundo insoportable. De alguna manera, sufrir es alejar este mundo.
Una función no menos importante de este tipo de malestar es evitar que las personas que sufren una injusticia queden expulsadas de la humanidad, por cuanto hay un conjunto de otros seres humanos que siguen sufriendo por ellas, y con ello reconociendo su derecho a la justicia, a ser vistas, a recibir solidaridad efectiva y a tener una vida digna. Hay que desdoblar la idea: no solo me siento mal porque se está produciendo un atentado contra la dignidad de cientos de miles, sino que si no me sintiese mal, es como si la dignidad de esos cientos de miles no importara. Es lo que quieren los que perpetran injusticias, que se quede ahí, que no rompa el cerco, que no nos sintamos mal por ello. La humanidad utiliza el malestar para moverse, sentirse mal por una cosa o por otra es una decisión que tiene una dimensión política y ética, en tanto contribuye –aunque sea en una medida minúscula– a decidir la dirección de dicho movimiento.
Una función no menos importante de este tipo de malestar es evitar que las personas que sufren una injusticia queden expulsadas de la humanidad
Con todo esto no quiero decir que con sentirnos mal ya podemos tranquilizarnos, ni que el mundo cambia solo porque lo padecemos, ni que el principal problema de la masacre en Palestina es que hace sufrir a quienes habitamos países lejanos al conflicto. No es este un llamado a la inacción, ni mucho menos; las protestas, acampadas, charlas y ayuda humanitaria deben continuar, y si es posible, intensificarse. No hay que perder de vista que el mundo se cambia con acciones concretas, generalmente colectivas y hay poco más que decir al respecto. No obstante, en ocasiones este cambio es muy lento, o no llega, o las acciones colectivas no son suficientes, o no se dan las condiciones históricas. En estas situaciones no podemos eludir el malestar. Aunque suene extraño decirlo así, hay que seguir sufriendo… no como una penitencia, ni como una culpa paralizante, ni como un obsesivo consumo de imágenes sangrientas, sino como un posicionamiento preocupado y horrorizado, como una tensión entre el mundo que queremos y el que tenemos, como un acto político consciente tanto de su insuficiencia como de su necesidad.
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Javier Erro (Valencia, 1988), es un psicólogo interesado en el activismo en salud mental y en reflexionar sobre el malestar más allá de lo profesional. Ha publicado Saldremos de esta. Guía de salud mental para el entorno de la persona en crisis (BS Hermanos Quero, 2016) y Pájaros en la cabeza. Activismo en salud mental desde España y Chile (Virus Editorial, 2021), así como diferentes reflexiones en webs como primeravocal.org o madinspain.org.
Seguir de cerca la masacre en Palestina, como la que pueda estar sucediendo en tantos otros lugares, es una experiencia difícil por muchos motivos; uno de ellos es que nos sitúa ante una contradicción. Por una parte, absorbemos una infinidad de imágenes repletas de dolor, sangre y sufrimiento, no podemos entender...
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Javier Erro
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