desde sus voces
“Conseguimos que no fuera un cuento de cuatro curas y una monja”
La religiosa mexicana Leticia Gutiérrez Valderrama narra su trabajo con migrantes en las fronteras de su país y el intento de documentar las violaciones de los derechos humanos, cosa que no gustó en la iglesia
María González Reyes 27/05/2024
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Habíamos quedado en una estación de metro que, a esa hora, estaba llena de gente que volvía del trabajo. Aún así, no nos costó encontrarnos.
En poco más de cinco minutos llegamos a una cafetería. Elegimos una de las mesas del fondo donde sólo había que elevar levemente la voz cuando, una de las dos camareras que atendían el establecimiento, ponía en marcha la máquina de calentar agua. Café capuchino y té negro.
Sólo le hice una pregunta: ¿de dónde te salió el impulso para dedicar tu vida a luchar por los derechos de las personas migrantes?
Después habló durante un tiempo que, aunque fue mucho, se me quedó escaso. Es una excelente narradora. Se llama Leticia Gutiérrez Valderrama. Todo su entorno la llama Lety.
Desde pequeña supo lo que era ser migrante. Ella nació en Guadalajara, México. Es la octava de nueve hermanos y hermanas
Cuenta que, desde pequeña, supo lo que era ser migrante. Toda su familia lo era. Ella también lo fue. Su padre trabajaba en la construcción de grandes obras así que sus hermanos nacieron en distintos lugares. Eran una familia itinerante. Ella nació en Guadalajara, México. Es la octava de nueve hermanos y hermanas.
“A veces ocurren en la vida algunas cosas que hacen que todo cambie, mi padre murió en un accidente en la construcción a los 42 años, mi madre tuvo que empezar a trabajar en un negocio familiar. Mis hermanos mayores también dejaron los estudios porque hacía falta dinero para comer. El tercero y el cuarto de los varones se fueron como migrantes a Estados Unidos. Migraron como menores no acompañados. Un tiempo después se fueron el sexto y el séptimo, con la misma edad. Finalmente migró mi hermana menor, también de adolescente. Todos sin papeles. Todos menores”.
Dice que así comenzaron sus vivencias con las migraciones, con un dolor que se guardó en silencio. En su familia no se habló del desgarro de la separación. Sus hermanos y su hermana nunca contaron todo lo que pasaron hasta llegar a Estados Unidos, aunque, años después, ella pudo imaginarlo con bastante nitidez. Mandaban dinero siempre desde allí.
Su madre no fue nunca a la escuela. Aprendió a leer y escribir con más de 60 años. “Pero se puede ser mujer analfabeta y tener un liderazgo fuerte”. Cuando murió su padre reunió a todas las hermanas y hermanos y les dijo: “Si se comprometen a estudiar podrán vivir en esta casa, esta es la herencia que tienen, decidan si la usan o no”. Estudiaron tres de los nueve. Lety fue una de ellas.
Su madre no fue nunca a la escuela. Aprendió a leer y escribir con más de 60 años. “Pero se puede ser mujer analfabeta y tener un liderazgo fuerte”
Eligió la carrera de Comercio Internacional. Quería tener casa, coche e independizarse. “Los mismos sueños que te empujan a tener siempre”. Trabajó un tiempo en la aduana sin pensar lo que supondría después para ella conocer esos lugares de frontera.
“Mi familia era católica pero no practicante. Un día una amiga de la universidad me invitó a un encuentro espiritual. Conocí a gente diferente que creía en un dios distinto al que yo había conocido hasta entonces”. Poco después de ese encuentro ocurrió otra de esas cosas que hacen que todo lo que parecía inmutable cambie. “A mi madre le dio un ictus, nunca antes se había dado el permiso de enfermarse”. Mientras la cuidaba fue a las fiestas de un barrio, uno de los barrios complicados donde viven chavales con vidas muy difíciles, muchos eran adictos a distintas sustancias. “La excusa era juntarse por la Virgen de Guadalupe, pero lo que hacían las personas que estaban con ellos era buscar una manera de que se reintegrasen en la comunidad”. Cuenta que escuchar a esos chicos le puso un espejo, que se dio cuenta de que ella también era clasista, que también los consideraba, de alguna manera, seres humanos de una categoría diferente a la del resto. “Después de escucharlos pensé que tenía que hacer algo, no era un tema de fe sino de dignificación para ellos y para mí misma”. Comenzó a trabajar en ese barrio, a reconocer a las personas independientemente de lo que hubieran vivido, a trabajar con la gente que “no vale”, a escuchar la voz de los chicos que pertenecían a bandas en los barrios periféricos.
Dejó el trabajo y se fue a vivir con un grupo de unos veinte chavales que estaban en proceso de desintoxicación e integración. A su barrio
“Me habían tocado tanto las vidas de estos chicos que tuve que tomar algunas decisiones”. Dejó el trabajo y se fue a vivir con un grupo de unos veinte chavales que estaban en proceso de desintoxicación e integración. A su barrio. Dice que no tenía miedo, que no se hizo esa pregunta. “Ahí tuve la oportunidad de conocer a las personas que vivían esas realidades”, comenta. “Un día un chico con una adicción fuerte a drogas muy baratas me dijo que me había traído algo, era un plato de comida. Yo sabía lo que significaba un plato de comida en ese lugar, no podía irme”.
Pero hubo un momento en que la situación se puso peligrosa para ella. Era la única mujer en esa casa de acogida. Pasó a participar en otros lugares y, un día, una amiga le invitó a un encuentro en Tijuana, era una casa para migrantes llevada por religiosas. “Ahí me di cuenta que mi camino estaba por ahí”. Cuenta que, en ese lugar, se hicieron pasar por migrantes que querían cruzar la frontera “Para poder actuar teníamos que conocer primero la realidad de ese lugar”. Así supieron qué redes se movían, dónde iban a prostituir a las mujeres, en qué taxistas podían confiar y en quiénes no. “La persona que más información nos dio fue una mujer que vendía estampitas delante de la catedral, nos enseñó cómo funcionaba toda la red criminal contra las personas migrantes”. Así fue cómo conoció los sitios por los que se cruzaba a Estados Unidos. Así conoció la frontera.
“Estuve en esa casa para migrantes donde se acogían a mujeres con niños y niñas. En ese lugar fue donde me di cuenta de lo que habían pasado mis hermanos”
“Estuve en esa casa para migrantes donde se acogían a mujeres con niños y niñas. En ese lugar fue donde me di cuenta de lo que habían pasado mis hermanos y mi hermana cuando migraron a Estados Unidos. Todas las cosas que vivieron y no contaron. Las preguntas no hechas. El silencio de la familia”. Cuenta que también conoció a una parte de la iglesia que no se conoce apenas. “Y menos en Europa”, puntualiza. Que ahí decidió hacerse hermana. “Era una forma de permanecer en un lugar donde podía escuchar y hablar con todas esas mujeres”.
Dice que conocer a todas esas personas en tránsito fue lo que le hizo convertirse en defensora, que quería denunciar abusos e injusticias. Los chicos de los barrios de Guadalajara, las personas presas en cárceles con las que también trabajó, las personas migrantes.
Ya como hermana tuvo la opción de hacer algo que no hubiera conseguido de otro modo: viajar a Roma y estudiar filosofía en ese país. Allí entró en contacto con otra realidad de las migraciones. Mujeres de muchos países que estaban en tránsito. “Cuando volví a México tenía claro que era necesario que las y los migrantes contaran sus historias con voz propia”.
Recorrió su país de un lado a otro conociendo las vidas de muchas personas en tránsito. “La realidad es compleja en todos los sentidos. Recuerdo un día que me llamó Alejandro Solalinde, un cura defensor de los migrantes. Me contó que había un grupo de pobladores que, con tanques de gasolina, querían quemar el albergue donde había muchas personas migrantes. Después de eso tuve la convicción clara de que teníamos que buscar más espacios para hacer públicas y visibilizar las violaciones, las muertes y las masacres a los migrantes”, y añade, “las denuncias siempre fueron mal recibidas, dentro y fuera de la iglesia. Nos tachaban de rojos y a mí, por ser mujer, todavía me violentaban más. Teníamos presiones del gobierno, de los obispos y de los grupos criminales. Todos querían que callásemos, pero cuando has aprendido que las personas no son mercancías no hay nada que te tape la boca”.
“Las denuncias siempre fueron mal recibidas, dentro y fuera de la iglesia. Nos tachaban de rojos y a mí, por ser mujer, todavía me violentaban más”
Ella y Alejandro tuvieron un juicio, los acusaban de narcotraficantes. “Además de ese juicio había otro, el juicio popular de toda la gente que nos esperaba fuera del juzgado llenos de ira porque no querían que hubiese migrantes en ese lugar”. Fue la primera vez de muchas posteriores. “Ahí pensé, todavía con más fuerza, la importancia de que fueran las personas migrantes quienes contasen desde su voz y de que esa voz fuera escuchada”.
Lety sabe que yo conozco parte de su historia. Que sé que tuvo que venir a España no sólo por todas las amenazas de muerte que tenía. Que hubo un momento en el que se rompió, como se rompen incluso los troncos de los árboles más fuertes cuando los zarandean desde todos los lados con mucha virulencia. Que tuvo que alejarse de la violencia que veía cada día.
Mira el reloj, queda poco tiempo. Sé que va a contar algo que para ella es difícil.
“En ese momento estaba en la zona por donde pasa el tren que llaman la bestia. Secuestraron a dos chicos que eran hermanos, el mayor antes de cruzar llamó a su madre y le dijo que iban a tomar ese tren, por eso nos enteramos. Ese hermano mayor negoció con los secuestradores que le hicieran a él todo, que dejaran a su hermano pequeño, pero les hicieron de todo a los dos, aunque al mayor más”. Hace una pausa. “Les hicieron de todo”, repite. Yo dejo de escribir y escucho lo que significa “de todo”. Luego me cuenta que los dejaron en las vías del tren pensando que estaban muertos, “para que el tren los arrollase”, pero el mayor seguía con vida y alguien los encontró. Eran de Honduras. “Vi muchas personas asesinadas, también defensoras, pero el caso de estos dos hermanos me dejó una herida profunda”.
“En esa época, los migrantes no podían poner una denuncia fuera de su país si no tenían papeles. Nosotras recogíamos los testimonios pero no podíamos hacer mucho más. Con el hermano mayor no pudimos hablar, lo repatriaron aunque era peligroso para su estado de salud. El cuerpo del pequeño no lo pudieron llevar a su país. Si estás muerto no tienes derecho a que te devuelvan al sitio que te vio nacer aunque tu familia lo suplique”, continúa. “Hablamos con el padre de los chicos y nos contó que hasta él había llegado a pensar que sus hijos debieron hacer algo malo para que les pasara todo eso, como si fuera válida la violencia por entrar de manera irregular en un país. Ahí pensé que teníamos que movilizar mucho más para conseguir algo más que llevar un registro de todas las violaciones de los derechos humanos, que había que conseguir meter todos esos casos por vía judicial”.
Esto no gustó en la iglesia. “Llegó un momento que conseguimos que no fuera un cuento de cuatro curas y una monja, llegamos a hacer incidencia política y que se reconociera el delito de secuestro y denuncia en espacios internacionales, obviamente no sólo nosotros, hubo más apoyo de más gente para lograrlo, fueron fundamentales todos los testimonios vivos de las personas migrantes testigos de muertes y secuestros”.
“Habíamos conseguido algunas cosas pero cuando fue la masacre de los 72, ya no pude más”. Se refiere al asesinato masivo de personas migrantes en San Fernando, cerca de la frontera con Estados Unidos. “No podía parar de escuchar las noticias. Llegué muy temprano a la oficina ese día, el abogado me preguntó si ya me había enterado. No pude contestar. Me desplomé. No podía parar de llorar. Cuando pude hablar le dije al abogado que quería ir allí, que es allí donde teníamos que estar, que el gobierno mexicano iba a tapar esto igual que otras cosas, que no podíamos decirle a los familiares de las víctimas que no podíamos hacer nada. Y no podía parar de llorar”.
“No puede regresar todavía”, le explicaron los médicos cuando les dijo que quería volver
Después se vino a España, “ya no era capaz de gestionarme, si pasaba una mosca lloraba”. Tuvo que alejarse temporalmente de los obispos que le llevaron a no estar ligada a la conferencia episcopal, que le decían monja roja y arrojaban contra ella toda su misoginia. Alejarse de los grupos criminales que la amenazaban de muerte, de las comunidades locales que no querían a los migrantes cerca, del gobierno mexicano. “No puede regresar todavía”, le explicaron los médicos cuando les dijo que quería volver.
Ese “todavía” duró bastante tiempo pero, ahora, en pocas semanas, va a volver. Va a regresar a otro lugar de frontera en América después de haber recorrido otras fronteras en Europa y África. Va a El Paso, en Estados Unidos. “Yo no hago cosas para las personas migrantes, yo camino y aprendo con ellas en un mundo en el que, poco a poco, van conquistando un espacio para que se escuchen sus historias, sus vidas, contadas desde sus voces”.
Nos levantamos para despedirnos. “Espero que vaya muy bien el regreso”, le digo. “Es ahí donde quiero estar”, responde. Nos abrazamos.
Habíamos quedado en una estación de metro que, a esa hora, estaba llena de gente que volvía del trabajo. Aún así, no nos costó encontrarnos.
En poco más de cinco minutos...
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María González Reyes
Es escritora, activista de Ecologistas en Acción y profesora de Educación Secundaria.
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