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Recuerda la escena como si la hubiera visto en una foto. Ella, con nueve años, en el balcón de su casa desde el que se veía parte del barrio. La cara apoyada sobre la barandilla de hierro. “Estaba esperando a mi padre”. No tenía ningún recuerdo previo de él, aunque habían ido a Francia juntos. “Con mi madre ya sabía cómo eran las cosas, pero me preguntaba cómo sería tratar a un padre”. Era mayo de 1944.
Tampoco tiene recuerdos de Francia. Ellas dos volvieron y él se quedó. “Chocolate. Pan. Tren. Esas tres palabras me vienen a la cabeza. Supongo que alguien me daría chocolate. Recuerdo un viaje largo en tren. El chocolate me gusta mucho todavía. En aquella época era un lujo. De mi padre no recordaba nada”.
Alma lleva un vestido con flores del mismo tono que el resto de la tela. El bastón está apoyado en la pared. Mientras charlamos hay silencios que dejan que las palabras reposen lo necesario, como la masa para hacer pan. “Cuando lo vi me pareció alto y fuerte, como lo describía mi madre, pero también desvalido. Me parece que en ese momento me di cuenta de que yo, aunque era pequeña, tendría que ayudarle. Murió cuando yo tenía 14 años, no viví con él mucho tiempo”.
Dice que su madre siempre le contó la verdad. Que su padre no podía volver a España. Vivieron con una hermana de su madre cuyo marido era militar. Cuenta que se sentía en medio de dos lados. “Mi madre era muy enérgica y efectiva. Lo había pasado muy mal en la guerra y después, cuando ya terminó, eso se notaba en su manera de afrontar los problemas. No me hablaba de política, pero yo sabía lo que pensaba”.
No sabe por qué, pero su madre, Berta, guardó en una cartera de cuero las cartas que Antonio, su padre, le fue mandando durante todo ese tiempo que estuvieron separados. Él en Francia. Ella en la España franquista. No sabe si su madre las releyó alguna vez o si estuvieron metidas en esa cartera sin abrir durante décadas. Lo que sí recuerda es que su madre se las entregó a su hijo. Las cartas pasaron de la abuela al nieto. “Te pareces mucho al Toni”, le decía. “Quizás, de alguna manera, mi madre quería que esa memoria sobre lo que le pasó a tanta gente que se tuvo que marchar no se perdiera”. En la cartera de cuero había 24 cartas.
Es muy importante recuperar la memoria, la gente no recuerda esa época y eso es un problema
Cuando ya estuvieron entregadas, la cartera aún permaneció cerrada durante mucho tiempo. “Hay palabras que cuesta leer, no fue un proceso nada fácil, es como abrir una ventana al pasado”. Pero cuando por fin salieron las letras de una grafía cuidada, colocadas en líneas rectas unas sobre otras, a Alma y a su hijo Carlos les pareció que esas cartas recogían no sólo la historia de su familia, sino la historia de una época cuya memoria hay que recuperar. Por eso escribieron un libro, Cartas de Antonio. Memoria de un republicano atrapado en la Francia de Vichy. Dentro del libro está la transcripción de las cartas que salieron de esa cartera de cuero.
“Con esas cartas no sólo recuperé a mi padre, sino que entendí parte de mi infancia”, dice, “hay cosas curiosas. Yo tengo dos nombres. Berta, como mi madre, y Alma. En realidad, a mí me llamaron Alma, así estaba en el Registro Civil, pero cuando quisieron que comenzara a ir al colegio resulta que si no estabas bautizada no podías, y al cura Alma le pareció un nombre que no podía ser, así que me pusieron Berta. Tengo dos nombres, pero reivindico más el de Alma. Del día de mi bautizo lo que recuerdo es un pastel de milhojas que me compraron”.
Dice que ni en la escuela ni fuera de ella, en esa época las niñas no preguntaban nada. Tampoco cuando fue un poco mayor. “Ahora ya sí que pregunto todo lo que quiero. Aquella época de infancia y juventud no fue gris sino gris oscuro. No tenías la verdad de nada. Todo lo que te contaban no era así en realidad. Tenías, sobre todo, que disimular, como si no te enteraras de lo que estaba pasando. Yo era una niña muy lista y me daba cuenta. Aprendes todo lo que tienes que callar”.
Dice que el proceso de escribir el libro ha sido difícil. “La memoria a veces duele”. Hace una pausa. “Pero es muy importante recuperarla, la gente no recuerda esa época y eso es un problema. Creo que habrá mucha gente que se identifique con la historia que contamos a través de las cartas. Es importante poner palabras a los recuerdos, aunque sean tristes. Es importante no olvidarlos”.
Hace otra pausa, inspira despacio el aire. Su hijo Carlos le preguntó antes de empezar a charlar si quería que le quitase el oxígeno que ayuda a sus pulmones a respirar. Tiene 88 años. “En Madrid la vida era subsistir, yo no pasé hambre, pero siempre me sentí así, como tratando de sobrevivir. Aunque tuvieras comida había otras muchas necesidades que no tenías cubiertas, vivíamos en una dictadura. Por eso también lo de escribir el libro. Cuando lo vi por primera vez ya impreso tuve la sensación de un deber cumplido. De hacer realidad unos recuerdos. Unas cartas que todas juntas forman una historia, por eso no tengo ninguna preferida. Mi padre nunca me habló de su existencia”.
“Tengo muchos recuerdos. Algunos son buenos y otros no tanto”. Se queda un rato callada, como si estuviese escudriñando en su memoria para elegir cuál contar. “Cuando volvió de Francia una vez vino la policía a detenerlo a la casa. Fue al poco tiempo de su regreso a España. Mi madre cogió el teléfono y llamó a un amigo militar. Ponte todos tus galones, le dijo, hay que ir a sacar al Toni. Debe haber un montón de historias como esta. Muchas mujeres con coraje para sacar a sus maridos, a sus hijos, sin desfallecer”.
La memoria genera lo que somos. Nuestra identidad
Luego continúa. “También pasó otra cosa que hizo recordar a mi padre que era del bando de los vencidos. Había conseguido un trabajo en el Hotel Avenida de la Gran Vía, como conserje, y resulta que un día fue al hotel Millán Astray. Consideró que mi padre no le había atendido bien y, para no perder el trabajo, tuvo que pedirle perdón de rodillas en el hall del hotel. Yo oí a mi madre contarle esta historia a mi tía. Escuché cómo se angustiaba por la humillación que suponía para mi padre, como una manera de decirle que en esa España no tenían cabida sus ideas. Ese día, cuando mi padre volvió del trabajo, fui corriendo hacia él y le di un gran abrazo”.
Durante la conversación Alma mira muchas veces hacia delante, en silencio, como si su memoria estuviera ahí, a un golpe de vista. Hay cosas que traduce en palabras. Otras se las guarda para ella.
“Una vez, cuando mi padre ya había vuelto, sonó un tango en la radio, La Cumparsita. Mi padre y mi madre se pusieron a bailar. Nunca les había visto bailar. Recuerdo ese instante nítidamente. Como un momento en el que me di cuenta de que ambos tuvieron un pasado en el que sí se podía bailar y celebrar”.
La memoria genera lo que somos. Nuestra identidad. Una memoria que a veces se queda vacía de vidas como la de Alma. Vidas contadas por quienes no ganaron.
Vidas que reivindican no ser olvidadas porque saben que el futuro depende, también, de que no olvidemos esa parte del pasado.
Vidas que, a pesar de todo, supieron que bailar era una forma de tejer prendas contra el frío.
Recuerda la escena como si la hubiera visto en una foto. Ella, con nueve años, en el balcón de su casa desde el que se veía parte del barrio. La cara apoyada sobre la barandilla de hierro. “Estaba esperando a mi padre”. No tenía ningún recuerdo previo de él, aunque habían ido a Francia juntos. “Con mi madre ya...
Autora >
María González Reyes
Es escritora, activista de Ecologistas en Acción y profesora de Educación Secundaria.
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