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TIRANDO DEL HILO, XXII

El amor en la literatura y en la vida

Una defensa apasionada de los clubes de lectura

Carmen G. de la Cueva 14/06/2024

<p><em>La lectora de novelas románticas</em> (1888).</p>

La lectora de novelas románticas (1888).

Vincent van Gogh

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Son las siete menos cinco de la tarde, es un martes cualquiera –o un miércoles o un jueves–, al otro lado de la ventana, llueve, o puede que las nubes corran por el cielo como ovejillas por el prado al ritmo de la brisa primaveral, o un sol inclemente de verano atraviesa los cristales e ilumina con fulgor mi rostro en la pantalla. Poco importa el tiempo atmosférico, este club de lectura se reúne todos los meses desde hace años. Las veo, una a una, las lectoras comienzan a conectarse y sus caritas me parecen hermosas visiones. Las hay más novatas, lectoras que llevan apenas unos meses y que nunca habían estado en un club de lectura, las hay veteranas, lectoras que llevan conmigo años, sí, años, leyendo juntas, conversando, aprendiendo, creciendo y conociéndonos cada vez más. Lectoras de veinte o veintipico años, lectoras de treinta, de cuarenta, de cincuenta, de sesenta, hasta alguna lectora de más de ochenta, de aquí y del otro lado del charco, expatriadas en Francia o Australia, en Bélgica o Alemania, en Estados Unidos, en México y Costa Rica y Chile y Argentina. Muchas se sorprenden cuando, en la primera o segunda sesión a la que vienen, reconozco sus rostros y me sé sus nombres de memoria, a qué se dedican, recuerdo cualquier cosa que en sus mails –correos electrónicos que son como cartas íntimas, misivas lanzadas al mar de bytes en una botella de cristal– me cuentan quiénes son, por qué dejaron de leer un día, algo que las hacía felices, que las conectaba consigo mismas, “quizá”, me dicen con frecuencia en sus cartas, “si me apunto al club vuelva a leer con amor, con pasión, como cuando era niña, como al principio de todo, cuando no iba de un lado para otro, corriendo, siempre corriendo y podía pararme a leer un libro entero de principio a fin solo porque me apetecía”. En esas horas que dura la sesión, lo dejamos todo atrás, no somos alumnas ni madres ni profesoras ni esposas ni abuelas ni trabajadoras entregadas y explotadas, somos, simplemente, lectoras apasionadas. Escribo en femenino, cómo no hacerlo, el 99,99% de las personas que están en el club de lectura de La tribu que dinamizo desde 2016 son mujeres. Ha habido algún lector, este curso, por ejemplo, solo hay uno entre las 150 lectoras. No quiero, no me apetece detenerme en por qué no hay apenas lectores hombres en los clubes de lectura. Hoy no. Prefiero hablar del amor y de los libros y de la conexión mágica, casi mística, que se produce en un club de lectura cuando hay verdadera sintonía entre las lectoras y el libro. 

Le he cogido prestado el título de este artículo a Carmen Martín Gaite porque ella siempre tiene un buen título, una palabra, una frase genial para todo. “El amor en la literatura y en la vida” es el nombre de una conferencia incluida en su libro Pido la palabra (Anagrama, 2002) donde da una definición perfecta de cómo la literatura, los libros, nos remueven y conmueven desde que comenzamos a leer: “La literatura se introduce en nuestras vidas de una forma insensible y progresiva y no solo nos va conformando el pensamiento sino también prestándonos sus propios ojos, es decir, proporcionándonos patrones con arreglo a los cuales mirar lo que pasa, escuchar lo que nos cuentan, adornar nuestros sueños e interpretar los hechos de la propia novela vivida como tal”. Me gusta la imagen de esos ojos prestados por los libros, ojos a través de los que mirar el mundo desde otro sitio, sin ser nosotras mismas exactamente, pero sin dejar de serlo. Algo así sucede también en un club de lectura. De repente, una compañera comienza a hablar emocionada de Léxico familiar de Natalia Ginzburg, muy emocionada, como si las palabras no pudieran quedarse quietas en la boca esperando su turno y tuvieran que salir todas juntas, a la vez, alterando el discurso planeado en la cabeza, en las notas del cuadernito que tiene en las manos y haciéndolo más fresco, espontáneo y contagioso. Y así, sin saberlo ella siquiera, esa lectora nos ha prestado sus propios ojos para volver a mirar la novela de Ginzburg y emocionarnos con ella. Eso sucede mucho en las sesiones, constantemente, siempre, siempre. Una puede llegar con su esquema bien armadito, “La campana de cristalde Sylvia Plath no me ha gustado nada, la protagonista es muy frívola, he tenido que dejarla a la mitad”, y salir amando locamente a Esther Greenwood, queriendo apagar la pantalla para entregarse de lleno a la lectura y acabar la novela esa misma noche. 

Diría que todas o casi todas las lectoras de un club de lectura tenemos, como dice Gaite, la tendencia a vivir la vida como si fuera una novela, desde niñas, y esa vocación de personaje crece paralelamente con todas las historias que nos cuentan y las historias que luego comenzamos a leer y que nos sacan “de la obligatoria cronología que en esta se desarrolla, arrebatándonos a un tiempo ficticio cuyos límites no nos oprimen”. Un club de lectura no es solo un lugar de encuentro o de aprendizaje, es un lugar de liberación, de auténtico gozo. Hubo un tiempo en que las sesiones de este club fueron presenciales, nos reuníamos en una librería, había vinito, bizcocho o galletas caseras, nos abrazábamos y besábamos al llegar y, al acabar, casi siempre, prolongábamos la conversación en un bar. Así hice buenas amigas, amigas que todavía hoy conservo, amigas de los libros, primero, y amigas de la vida, después. Porque si alguien piensa, alguien que nunca haya pisado un club de lectura como lector o lectora, que es un espacio donde solo se habla de libros, se equivoca. Se empieza hablando de un libro, no sé, por ejemplo, de La mala costumbre de Alana S. Portero o de Annie John de Jamaica Kincaid o de La plaza del diamante de Mercé Rodoreda o de No he salido de mi noche de Annie Ernaux y se termina hablando de la propia vida de una, compartiendo una intimidad que solo es posible con extrañas que te escuchan y no te juzgan. Y eso es importante, no es una cuestión baladí. En un mundo donde estamos solas, luchando individualmente batallas que son colectivas y sociales, donde el capitalismo nos engulle como si fuéramos las presas de un dragón de hambre voraz, en un mundo hiperconectado donde no tenemos, muchas veces, ni siquiera alguien con quien tomar un café, con quien compartir una lectura –sí, cuando leemos, cuando leemos algo que nos gusta, que nos emociona, que nos rechifla, necesitamos hablar de ello, compartirlo–, un club de lectura es un espacio de resistencia. En el caso de La tribu, un club de lectura feminista, pero en nuestro país hay miles de clubes que se juntan en torno a mesas largas, a anaqueles de bibliotecas de barrios y distritos, a mesitas de mármol en bares, incluso en cocheras, un año entero nos reunimos en la cochera de la casa de una lectora en un club que monté en mi propio pueblo, con libros prestados, con dulces caseros, un club gratuito para mujeres del pueblo que era, para casi todas ellas, la única posibilidad de salir de sus casas y mantener una conversación más allá de las vicisitudes cotidianas. La soledad solo es gozosa si se desea y se busca. Un club de lectura no anula la posibilidad de leer en soledad, sino que la completa. Primero, lees el libro en tu casa, en el autobús o en el metro, en la pausa del café, en la cama con los ojos a punto de cerrarse, lees sola, como puedes, y más tarde, prestas tus ojos a las lectoras, compartes tu mirada, y te prestan otro par de decenas de ojos con los que ampliar tu capacidad de ver, tu punto de vista. ¿No sería bueno en estos tiempos que saliéramos de nuestras casas y de las pantallas de nuestros móviles y nos juntáramos con gente que lo único que tiene en común con nosotras es que ama leer?  

Cuando llegué a Madrid en 2016 y monté mi primer club de lectura, acababa de leer Mi vida en la carretera (Alpha Decay, 2016) de Gloria Steinem, aquel libro me removió muchísimo, tenía yo el anhelo entusiasta de reproducir, a mi manera, los círculos de discusión que Steinem armó por todo Estados Unidos en los años 70 en la parte de atrás de las pequeñas librerías independientes. Me conmovió su entrega, su dedicación, no importaba cuánta gente fuera, lo que contaba era ofrecer ese espacio para hablar. Allí ella se dio cuenta de que la gente descubría que no estaba loca ni sola en sus esfuerzos por mantener su identidad individual y, al mismo tiempo, encontrar una comunidad. Yo he encontrado esa comunidad en las lectoras de La tribu. Sin ellas estos últimos años de precariedad y crianza hubieran sido más difíciles y, sobre todo, mucho más solitarios. 

Cuando pensé en escribir esta pieza, quería contar las voces de las lectoras. Ellas son las que de verdad cuentan, pocas personas defenderán más apasionadamente la importancia y la necesidad de un club de lectura como sus lectoras. La potencia de los clubes de lectura reside en su colectividad.  

*

Isa: “Leer en un club es ensanchar la lectura, es diluir los bordes de lo privado. Se parte de un lugar distinto cuando la lectura va a ser compartida. Se lee con la expectación de la tertulia futura, con la intención de exponer impresiones, de ahondar en los propios juicios, porque la mejor manera de procesar nuestras ideas es confrontarlas. Y es que si de algo va un club de lectura es de compartir y cuando llega la tertulia, el libro no termina, se convierte en otra cosa y ya no es un libro, son 20 o 30 o 40, va creciendo y creciendo, se ahonda en sus temas, en sus referencias, en las asociaciones de ideas a las que llegan otras y ya no es un libro, sino un universo y te vas de una sesión con una lista de series, de cuadros, de películas, de podcasts y otros libros que conversan con ese libro y la conversación no termina nunca porque el mes que viene se inaugura otro universo”.

Ari: “Veo más que nunca los clubes de lectura como espacios de resistencia. De resistencia a la hiperproductividad, de resistencia a las lecturas hegemónicas que muchas veces se nos plantean desde las instituciones, de resistencia a la competitividad, a mantener nuestra atención en donde el algoritmo nos dice. Espacios para el goce y el disfrute, en los que compartir con las otras algo más que tiempo y lecturas. Espacios en los que se ponen sobre la mesa deseos, anhelos y muchas ganas de quemar cosas, porque como diría Irantzu Varela, poco quemamos. Solo mediante el diálogo colectivo se impulsan los cambios”.

Virginia: “Leer en un club de lectura es rendir homenaje a la palabra del otro. Es salir de la zona de confort de los gustos personales, es aceptar la multiplicidad de visiones, es comprender que mi yo vive en sociedad. Leer en un club de lectura es sentirse arropada en un espacio seguro donde tus ideas y percepciones son tan válidas como las del resto y se suman a la inteligencia de lo colectivo. Para mí es la democratización real del pensamiento”.

Jesús: “Los clubes de lectura me obligan a leer con atención, me fuerzan a verbalizar lo que pienso, me llevan a libros desconocidos, me abren a otras interpretaciones, conozco a gente con la que comparto algo que me importa y hacemos grupo, tribu; y me ha hecho consciente de que no hay libros para todos y que siempre hay alguien para un libro”.

Laura: “La lectura es necesariamente una actividad social (por mucho que el acto de leer se haga en soledad) la experiencia solo puede verse mejorada a través de compartir ideas al respecto. Así es como se aprende acerca de la literatura, a ser mejores lectoras o incluso escritoras, descubriendo mejor lo que se disfruta o se busca en el acto de leer. Esa socialización es algo que muchos clubs de lectura fomentan de forma accesible y natural. Además, los descubrimientos que se hacen a través de las lecturas seleccionadas por un club pueden servir para sacarnos de nuestra zona de confort y hasta como excusa para leer libros que tenemos pendientes desde hace años”.

Irene: “Un club de lectura (no sé si todos, pero el de Carmen sí) es como una tribu. Ya no es solo que lea con más atención, pensando qué compartiré con las compañeras, ni que luego, cuando las escucho, se arme un puzle del libro en mi cabeza –todo un mosaico–, sino sobre todo que me emociono escuchándolas, porque las lecturas siempre nos llevan a la vida, y la vida, a las lecturas. Lo más bonito es la conexión, cómo nos vamos conociendo a través de lo que compartimos, y esa sensación que se expande en el pecho al cerrar la ventanita del Zoom: el impulso, el chute de energía, las ganas inmensas de seguir”. 

Mónica: “Para mí el club de lectura es una red de apoyo compartida, es describirse y conocerse a una misma a través de los ojos, las reflexiones y las palabras de un grupo de mujeres que acaban convirtiéndose en amigas, en tribu. El club de lectura es el refugio que llevaba mucho tiempo buscando”.

Ana: “Me parece un error pensar en los clubs de lectura como un simple grupo de personas que se reúnen para hablar de un libro o para leer aquello que nos obligan a leer. Como si por pertenecer a un club de lectura perdieras tu voz y dependieras únicamente de los gustos de otros. Lo que me enriquece de un club de lectura es entender otras realidades, comprender, por ejemplo, por qué ese personaje que me parece incómodo puede resultarle tan cercano y atractivo a otras personas. Escuchar a una compañera mayor, o mucho más joven, emocionarse con un libro y descubrir lo diferente que resultan algunas lecturas en las distintas fases de la vida. La lectura es un placer tanto solitario como colectivo. Pero rodearte de personas que disfrutan tanto como tú de los libros, que te abren los ojos a nuevos mundos, a otras opiniones y que te acercan a nuevas perspectivas de las que poder enriquecerte, esa es la magia que surge de la experiencia colectiva de un club de lectura”.  

Matilde: “‘Lo que puede tener algún interés es dejar algo que tenga la suficiente densidad como para ayudarle a alguien a reflexionar’. Esta frase, leída esta mañana en Diarios. A ratos perdidos 3 y 4 de Rafael Chirbes, me sirve como argumento de defensa de los clubes de lectura porque, independientemente de que defiendo que cada uno lea como le plazca, creo que el comentario y el análisis compartido por varios lectores aporta nuevas ideas y enriquece esa reflexión que nos induce a una buena lectura. Ayuda, por tanto, a reflexionar y a ampliar nuestras miradas, añadiendo nuevos puntos de vista que, incluso, pueden contradecir los nuestros. Lo importante es leer y, si tengo con quienes comentar una lectura, más profundizaré en ella, más me hará reflexionar, más me enriquecerá. Y, por cierto, ¿desde cuándo un acto solitario e íntimo puede considerarse revolucionario si está alejado de un componente social?”.

*

Son las diez menos cuarto de la noche. El cielo se ha vuelto de un azul más oscuro y profundo, no es de noche todavía, pero la luna gibosa se vislumbra al otro lado del cristal. Me despido de las chicas, les lanzo besos con la mano, todas sonreímos con las mejillas arreboladas de la emoción por la discusión. Léxico familiar ha decepcionado a algunas lectoras y hemos mantenido una pequeña lucha encarnecida sobre Ginzburg. Les he leído otros fragmentos de sus libros, uno de A propósito de las mujeres, uno del relato “Verano”, de Las pequeñas virtudes, con la intención de reengancharlas, de que salieran con ganas de leerla más allá de la novela. “Adiós, adiós, hasta el mes que viene, feliz junio, queridas, besos, besos, besos a miles”. Cierro la sesión y me levanto con las piernas entumecidas y la boca seca después de casi tres horas de conversación. La energía eléctrica, las chispillas, me durarán todavía un par de horas, me costará dormirme, frenar el flujo de ideas, de pensamientos arremolinados como hojas secas por el viento, las frases de las lectoras, sus palabras, se quedarán conmigo algunos días más, quizá hasta el mes que viene cuando volvamos a juntarnos frente a la pantalla y charlemos sin parar sobre el siguiente libro. Con ellas, los libros no se acaban nunca, el amor tampoco. 

Son las siete menos cinco de la tarde, es un martes cualquiera –o un miércoles o un jueves–, al otro lado de la ventana, llueve, o puede que las nubes corran por el cielo como ovejillas por el prado al ritmo de la brisa primaveral, o un sol inclemente de verano atraviesa los cristales e ilumina con...

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Autora >

Carmen G. de la Cueva

Periodista, escritora y editora. Ha publicado varios libros y fue directora de la editorial feminista La señora Dalloway.

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