EL LOBO ESTEPARIO
La joya de la Corona
El “rey de todos los españoles” resultó no sólo ser mortal, sino mortífero
Miguel Ángel Ortega Lucas 13/06/2024
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Uno de los grandes desengaños infantiles, en nuestras avanzadísimas sociedades occidentales, consiste en la revelación de que no eran los Reyes Magos, o el tal Papá Noel, quienes te dejaban los regalos en las noches en vilo del invierno. Pero “nunca es triste la verdad; / lo que no tiene es remedio”, cantaba otro mago llamado Joan Manuel Serrat. Quería decir, supongo, que hay lo que hay, y luego ya depende de cada cual tomárselo de una forma u otra. Así en la infancia como en la eterna adolescencia del mundo. Porque, una vez crecidos, lo que toca es ir haciendo el luto de infinitos desengaños, del desvanecimiento súbito de tantos mitos invencibles, de dolorosísimas caídas del caballo para ver al fin la luz. Desilusionarse, en fin, no es más que romper un espejismo. Tan necesario como para un insecto romper la crisálida y echar a volar; o sea, madurar al fin.
Es bien jodido. Y aún más con la edad. De ahí que tanta gente no pudiera dar crédito cuando empezaron a asistir, día sí y día también, al inevitable descalabro de otro rey que tantos consideraron mago y santo y héroe griego durante décadas en España. El Paladín de la Transición, el “campeón de la democracia” –como le llamó otro que tal: Ronald Reagan–, “el rey de todos los españoles”, resultó no sólo ser mortal, sino mortífero. Aquella foto del prócer junto a un elefante abatido que asaltó las portadas en 2012, presuntamente de una cacería en Botsuana, hizo añicos muchas cosas (es fascinante cómo a los seres humanos nos parece un crimen matar a ciertos animales mientras a otros se los puede aniquilar de la faz de la Tierra). El mosqueo con Juan Carlos I de Borbón ya venía de lejos, pero casi nadie quería mirar de frente, así como muchos niños que ya se huelen la farsa prefieren convencerse un rato más de que los Reyes siguen ahí. Ayudó decisivamente a ello que durante décadas la prensa sistémica meciera esa cuna, silenciando todas las tropelías del borbónico y contando cuentos de hadas sobre niños muy rubios y matrimonios hechos de mermelada; siempre por el interés mayor de “todos los españoles”. Ésos que se reunían puntuales y obedientes en Nochebuena para ver en televisión el mensaje de Dios Padre a sus criaturas.
No hubo ya manera de seguir en la ilusión cuando otra princesa Disney reventó la placidez del cuento: una llamativa señora alemana de nombre Corinna Larsen, “amiga especial” del rey. Alguien que había estado con él en Botsuana, pero que le había conocido en realidad ocho años antes: en otra cacería, esta vez en España, en la que el emérito compartió entrañables jornadas con gentes de “la más alta oligarquía británica”. Larsen organizaba esos eventos, propicios para el negocio de todas las partes, incluida la suya. Sucedió que, en algún momento, el monarca español tuvo un problema con su escopeta de caza, y allí fue Larsen a solucionárselo; el problema técnico de la escopeta. A él le hizo mucha gracia que ella supiera más que él de esas cosas: “Era muy seductor, y en algún momento caí rendida a sus encantos”. (El cazador, la escopeta, el hada madrina y el bosque shakespeariano de los polvos mágicos).
Eso es lo que la propia Corinna Larsen relata en la serie documental Juan Carlos: la caída del rey, producción internacional emitida en varias plataformas de streaming y estrenada hace poco. Diez años después de la abdicación de Juan Carlos I, y de tantas cosas ignoradas o sabidas a medias por la plebe, Larsen se explaya con ímpetu, abarcando su vida íntima con el rey, el “generosísimo regalo” de 65 millones de euros que provocaría la ruptura final, el acoso sufrido por los servicios secretos y su evasión a lo George Clooney con un montón de documentos que acabó birlando en las narices al CNI. Cuenta muchas cosas Corinna en esa serie, básicamente para argumentar que Juan Carlos la utilizó para ocultar su fortuna, y como chivo expiatorio que exculpara a la infanta Cristina en el caso Nóos de corrupción. También cuenta cosas el exmarido de Corinna, Philip Adkins, que resulta ser amigo intimísimo de Juan Carlos. Por ejemplo, que Corinna prometió a éste ayudarle a custodiar esos 65 millones, “regalo del rey de Arabia Saudí”, “ingeniando una estructura que protegiera el capital como legado para futuros gastos… pero se acabó quedando toda la pasta”; en teoría por miedo a que la acusaran de blanqueo de capitales, lo cual acabó sucediendo. Consiguió quedársela; a pesar de los servicios secretos españoles, de un fiscal suizo, de una investigación en Estados Unidos y de que hasta los saudíes la tuvieran en el punto de mira, quizás literalmente. (Esta mujer también tiene unas cuantas cabezas de ciervo colgando de su mansión a las afueras de Londres).
El serial es francamente recomendable tanto por el contenido como por el pulso narrativo, con un reparto de lujo que incluye al juez José Castro, al exbanquero estrella Mario Conde y al expolicía José Manuel Villarejo; hasta tres horas del mejor cine noir. Y, como en las mejores obras, bordea el contorno de un enigma, dibujándolo sin que lleguemos nunca a descifrarlo: ¿quién es en realidad el hombre que toda España creyó conocer durante casi medio siglo?
Según el historiador británico Paul Preston, “una dictadura secuestró a un niño de 10 años”, y “después de ese espantoso trauma vive una adolescencia rígida y desagradable”, plegado al “deber” familiar para tener contento al dictador Francisco Franco. Esto explicaría, para algunos, que se diera a la rapiña de toda laya, como cobrándose una deuda material y emocional, en cuanto vio el camino expedito para el trinque. Empezando por los saudíes, cuando Franco le mandó en 1973 a asegurar el suministro de petróleo durante la crisis de ese año. Desde entonces no dejó de recibir “regalos”. Cosa mucho más habitual de lo que se piensa en Arabia Saudí, donde 65 millones de euros son –me lo dice alguien que conoce el paño muy de cerca– “el chocolate del loro”; lo que llevan suelto para los niños. La pregunta es cuántas veces hizo de loro Juan Carlos I entre los saudíes y otros interlocutores (europeos, americanos…), mediando convenientemente en negocios opacos, cuando se suponía que actuaba noblemente “en nombre de todos los españoles”. También Nazarbáyev, expresidente de Kazajistán, figuraba en su agenda de compadres que le surtían de todo a cambio de no sabemos qué. Corinna Larsen habla en ese documental de la “habitación secreta” del rey en el palacio de la Zarzuela: una sala forrada de billetes; “porque si te regalan cinco millones de euros [sueltos] en algún sitio los tendrás que guardar”. (Larsen, por cierto, no se ahorra añadir que todo el mundo cogía dinero de esa habitación cuando les hacía falta, reina e infantes de España incluidos.) Una obsesión por el dinero que hasta el cortesano Jaime Peñafiel describe como “digna de un psiquiatra”.
Hay otras obsesiones. Primordialmente la caza mayor de señoras y no tan señoras, de mujeres y de jovencitas que apenas llegaban a la mayoría de edad. Amadeo Martínez Inglés, coronel retirado del ejército, escribió un volumen titulado Juan Carlos I. El rey de las cinco mil amantes. Este hombre aseguraba –en esta entrevista con El Plural– que “Juanito siempre ha sido un bocazas, un macho alfa de medio pelo al que le ha gustado trasladar a todo bicho viviente que le rodeara sus aventuras sexuales”. Y siempre, invariablemente, estuvieron los servicios secretos y la mano que mece la prensa para protegerle de cualquier contingencia. Especialmente macabro resulta el caso de la jovencísima actriz Alexandra Mozarowski, muerta en agosto de 1977, con sólo 18 años, tras precipitarse desde el balcón de su casa. Estaba embarazada de cinco meses y resuelta a tener al niño. Varios investigadores (Clara Lusón; Javier Belda) aseguran que estaba embarazada de Juan Carlos I. Murió oportunamente, con un relato oficial muy poco verosímil, y con la autopsia desaparecida en el éter.
Es posible, sí, que Juan Carlos I no tuviera en su infancia ni una sola noche de Reyes en condiciones. Pero conviene llevar cuidado con las desilusiones más tempranas: puede uno acabar queriéndolo todo después, al precio que sea, caiga quien caiga en el capricho.
Uno de los grandes desengaños infantiles, en nuestras avanzadísimas sociedades occidentales, consiste en la revelación de que no eran los Reyes Magos, o el tal Papá Noel, quienes te dejaban los regalos en las noches en vilo del invierno. Pero “nunca es triste la verdad; / lo que no tiene es remedio”, cantaba otro...
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Miguel Ángel Ortega Lucas
Escriba. Nómada. Experto aprendiz. Si no le gustan mis prejuicios, tengo otros en La vela y el vendaval (diario impúdico) y Pocavergüenza.
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