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Era común que los emperadores sufrieran una visión, un mensaje de los dioses, para confirmar que habían sido elegidos por la divinidad, y no por el azar. Podía suceder antes o después de acceder al cargo. Esa dinámica empezó ya con el primer emperador, Octavio, a quién los dioses dieron su conformidad a partir de un extraño fenómeno: tras abandonar la casa de su madre, nadie, ya fuera hombre, mujer o esclavo, pudo dormir en la habitación infantil de Octavio, pues todos eran expulsados del habitáculo por una fuerza indescriptible, si bien inapelable. Sin duda, el mensaje de los dioses más aparatoso, aterrador, casi, fue el que recibió Claudio. Recién proclamado emperador, en el foro, ante toda Roma, el propio Júpiter envió su símbolo, un águila gigantesca, que posó sus garras sobre el hombro de Claudio. En la Tetrarquía, cuando el Imperio estaba dividido en dos, y gobernado, en cada mitad, por dos figuras, el César y el Augusto, algunos soberanos se declararon Jovius, esto es, protegidos por Jove, o Júpiter, mientras que otros se declararon Herculius, o amparados por Hércules. La elección dependía de qué visión habían tenido, de qué dios les había visitado. Ese fue el caso de Constantino, protegido inicialmente por Hércules, si bien, en el futuro, sería el emperador que uniría los dos imperios y la tetrarquía en una sola persona y, posteriormente, en una sola religión monoteísta, el cristianismo. Como se sabe, su conversión se inició en octubre del año 312, cuando, según relata su biógrafo, el Obispo de Cesárea, en la víspera a la batalla con Majencio, tras la cual sería el único emperador de Occidente, el propio Constantino, “en horas meridianas del sol, vio superpuesto al sol un trofeo en forma de cruz, construido con luz, y al que estaba unida una inscripción, que rezaba, in hoc signo vinces, en este signo vencerás”. No era una cruz cristiana, sino que se trataba del crismón, un anagrama en forma de aspa casi solar, formado por la superposición de las dos primeras letras del nombre de Cristo en griego. Al día siguiente, los soldados de Constantino acudieron a la batalla, todos con un crismón torpe, urgente, pintado sobre el escudo. Contra todo pronóstico, ganaron. Un año después, en el 313, y en el famoso Edicto de Milán, Constantino proclamaba el cristianismo como la religión oficial del Estado.
¿Qué había pasado? Nada que no hubiera pasado antes. Un dios se comunicaba con un emperador, para indicarle que había sido visto y señalado por los dioses. Lo raro, lo extraño en esta ocasión, era el dios que se verbalizaba. No solo era un dios nuevo, sino que su mensaje era una novedad absoluta, hasta cierto punto imprevista y sin lógica alguna, pues dos años antes, en el 310, Constantino había abandonado el patrocinio de Hércules y había abrazado el de Sol Invictus, Apolo, tras una visión del propio Apolo. Lo relató el rétor de la Galia –un cargo oficial, vinculado al uso de la retórica y, por lo mismo, a la emisión de discursos oficiales, aprobados por el emperador–. El discurso y el portento acaeció dos años antes de la visión del crismón, un día, en el que Constantino, al frente de su ejército, y tras haberse desviado de su ruta para visitar un templo, precisamente de Apolo, vio al propio Febo acompañado de Victoria, ambos ofreciéndole sendas coronas de laurel, “siendo esto augurio de treinta años de vida, o de 30 años de gobernación”. Pero, para complicarlo todo, aún hubo una tercera aparición. Fue comunicada en el año 321, casi diez años después de la batalla contra Majencio, si bien en realidad sucedió apenas 24 horas después de la aparición del crismón en el cielo. La relató otro rétor, frente a Constantino, en otro discurso oficial. Según ese discurso, en pleno y sangriento combate contra Majencio, tanto Constantino como sus soldados pudieron ver cómo del cielo –del Sol; otra vez Apolo– descendía “un ejército celestial, encabezado por Constancio Cloro”, el padre fallecido de Constantino y, en aquel momento, ya proclamado dios.
Si las analizamos, esas tres apariciones y mensajes de los dioses a Constantino no cuadran ni prefiguran equilibrio, como sería de esperar en una obra divina y, por lo tanto, perfecta. La aparición del año 310 es apolínea, la segunda aparición, en el año 312, es cristiana, y la tercera, al día siguiente de la segunda, ese mismo 312, si bien comunicada en 321, vuelve a ser pagana. La única manera de comprender esa secuencia de apariciones pasa por reinterpretar la aparición ajena y extraña a toda la secuencia, que no es otra que la cristiana. Como se hizo en su momento, cuando se llegó a suponer que lo que Constantino vio no fue un crismón, “un trofeo en forma de cruz, construido con luz”, sino algo muy similar: “un halo solar”. Rayos de sol, aspas solares. Es decir, un mensaje del Sol. Otro mensaje de Apolo a su favorito y protegido.
Es posible que así fuera. Es posible que Apolo, que realizó la proeza increíble de dos prodigios para Constantino, realizara un tercero. Y no pudiera ya con un cuarto milagro, el que hubiera supuesto, paradójicamente, su inmortalidad, su prolongación y vida frente a las nuevas divinidades. Si eso es así, la única explicación es que, para entonces, Apolo estaba ya agotado, algo común en las divinidades cada cierto tiempo. Como saben, los dioses antiguos, extenuados, dejaron de visitarnos por entonces. Un siglo después ya no eran recordados. Las divinidades que les sucedieron, nuevas, jóvenes, redoblaron su presencia con una energía nunca vista. Pero también empezaron a olvidar visitarnos con cotidianidad más tarde, en el siglo XVIII, cuando, se supone, empezaron a sentirse exhaustos, como ya antes Apolo.
La muerte de lo intangible, de lo que no existe, es más lenta y prolongada y severa que la muerte de los mortales, esas anécdotas. Lo intangible, cuando accede a su final de época, de pronto carece de fuerza para extender sus brazos inexistentes, para avanzar sus pies invisibles, o para hablar con su voz que nunca fue, de manera que desaparece, y es suplantado, sin apenas esfuerzo, por otros objetos intangibles similares, pero que son observados por los mortales como poseedores del fuego de la vida patentemente vivo y ardiente. Sucede continuamente y de forma periódica, si bien a la velocidad de los dioses, que no es otra que la velocidad de los vegetales. He escrito todo esto porque creo que todo esto está sucediendo con la Democracia.
Era común que los emperadores sufrieran una visión, un mensaje de los dioses, para confirmar que habían sido elegidos por la divinidad, y no por el azar. Podía suceder antes o después de acceder al cargo. Esa dinámica empezó ya con el primer emperador, Octavio, a quién los dioses dieron su conformidad a partir de...
Autor >
Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
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