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Para los Antiguos el buitre era un símbolo de la pureza. La razón: habían observado como, en el vacío del cielo, aparecía un buitre y, de pronto, de ningún sitio, aparecía otro. Y otro, y otro, hasta el grupo o la infinitud. Esa constatación les hizo colegir que los buitres se reproducían en suspensión, volando, sin contacto alguno con su propia especie. Lo hacían por sí mismos, tan solo a través de su roce, puro e inevitable, con el mismísimo aire de las alturas, donde debe de ser aún más liviano, fresco y transparente. Ausias March tiene versos en los que compara a su amada con un buitre, puro hasta en el trance de multiplicarse. Leonardo, en su fabulosa pintura de Santa Ana, dibuja, entre los pliegues de ropa formados de María, su hija, la figura de un buitre, que las une y les da sentido. Hoy se sabe, no obstante, que los buitres, simplemente, aparecen en el horizonte, lentamente, provenientes de cualquier otro punto, atraídos unos por otros y, a su vez, por cadáveres, cuerpos sin vida, impuros, en incipiente corrupción. El delfín era un animal de Apolo, como atestiguaba el parecido entre el propio sonido con el que fue designado y el sonido de la palabra Delfos, el gran santuario del dios sol. El delfín era, además, un símbolo de la inteligencia, pero más aún de la amistad, de la entrega cabal y abnegada. Se había observado, de hecho, que no eran pocos los náufragos que habían salvado su vida gracias a un delfín, que los había rescatado del vacío del mar, y los había llevado a la costa y lo sólido, sin razón ni contrapartidas. Lo que es absolutamente cierto y frecuente todavía hoy. Tanto como que el delfín, sin razón ni contrapartidas, ataque también a los náufragos o, simplemente, a los nadadores. Que les golpee con el hocico, que les muerda y los arrastre al fondo del mar, hasta que sus pulmones desesperen y colapsen. La lechuza, el animal de Atenea, sigue siendo el símbolo de la sabiduría y de la especulación intelectual. Tal vez por su expresión inteligente, por sus ojos abiertos, por su insomnio constante. Inteligencia, ojos e insomnio que permiten, a ese animal, su especialización: la caza nocturna –y sanguinaria; los animales desconocen ninguna otra– de otros animales. En el instante de segar sus vidas, esos animales suelen gritar de una forma característica y aguda y desesperada, que parece condensar lo contrario a lo que la lechuza simboliza: el dolor y la desesperación más irracional.
Buitres, delfines, lechuzas, nunca fueron tal y como los observábamos, pues los observábamos con el rasgo más inocente que aún poseemos: nuestra propia inteligencia. Esa inteligencia con la que vemos, por ejemplo, la política, lo público, regalando a lo observado lo que en ningún momento ha poseído. Bondad, esa característica de, precisamente, la inteligencia. Nuestra inteligencia es la propia del único animal que no supo ver, tan siquiera, al buitre, al delfín, a la lechuza. Somos, quizás, el animal más fiero, poseedor, al menos, de la inteligencia, la garra más dura y afilada y rápida. Pero, en contrapartida, somos el único animal cándido, incapaz de ver las garras.
Para los Antiguos el buitre era un símbolo de la pureza. La razón: habían observado como, en el vacío del cielo, aparecía un buitre y, de pronto, de ningún sitio, aparecía otro. Y otro, y otro, hasta el grupo o la infinitud. Esa constatación les hizo colegir que los buitres se reproducían en suspensión, volando,...
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Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
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