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La prueba de que los sueños son atrozmente inquietantes es que todas las culturas han intentado darles una explicación, de manera que hay más explicaciones a los sueños que, pongamos, a las armas, lo que puede orientar sobre el hecho violento, incómodo y temido de los sueños. De entre todas las explicaciones a los sueños, que intentan canalizarlos, detener su velocidad y ponerles orden, quizás la más fascinante es la del pueblo yagán. Lo es, justamente, porque no pone orden ni canaliza el asunto en absoluto. Para los yaganes los sueños no son nuestros, sino que son, simplemente, los recuerdos de un muerto, que intenta recordar, ese ejercicio difícil y sin sentido una vez se carece de vida. Ese muerto no es otro que la persona que sueña, una vez muerta, que intenta recordar su vida desde el futuro, y explicársela a su yo del pasado, aún vivo. En ese trance trascendental, el yo muerto –sin familiaridad con la vida, al cabo– solo consigue recordar vivencias oníricas, absurdas, inconexas. Para los yaganes los sueños son –eran, pues la última yagán murió hace apenas unos años– un momento de contacto, tan deslumbrante como inútil, entre dos seres condenados a no entenderse: el yo vivo y el yo ya muerto.
Ayer tuve un sueño extraño hasta la emoción, cuyo impacto, una vez soñado, me desveló por horas. En el sueño, apacible, de pronto se formó una imagen que lo copaba todo y lo dotaba de un interés magnético, placentero y, a la vez, triste hasta lo absoluto. Se trataba de mi hijo, sumamente pequeño, cuando apenas hablaba, que caminaba conmigo, ambos agarrados de la mano, por un paisaje difícil de identificar. En el sueño nos veía avanzando desde cierta distancia y cierta altura, como deben de mirar todo, o recordarlo todo, los muertos. Mi hijo y yo nos sonreíamos. Él caminaba con decisión, de manera que, en cierto modo, caminábamos por decisión suya, lo que me conmovía. Fue eso lo que soñé. No es mucho. No es algo muy profundo ni articulado. Es, quizás, tan solo el eco del eco del recuerdo de un muerto, que esa madrugada pensó en decirme algo. El muerto, así, me explicó el recuerdo de un momento de intimidad con mi hijo. Pero la densa emoción que me provocó ese recuerdo deformado hacía evidente que lo que me desasosegaba era algo que no se veía a simple vista, sino que el muerto, en su desinterés absoluto por todo y por todos, había olvidado comunicarme. Tras mucho pensarlo, creí que lo que me emocionaba era la absoluta fragilidad de mi hijo, su decisión de caminar y sonreír, una decisión hercúlea y fabulosa cuando se es tan pequeño y se pesa tan poco. Me emocionaba, por lo tanto, no mi hijo, sino mi hijo veinte años atrás, desvalido. Pero esa interpretación no rimaba con la agitación que aún revivía al recordar el sueño. Había algo frágil en lo que recordaba, pero no era mi hijo, entonces un niño estrenando sus decisiones, y hoy un hombre fuerte, decidiendo. Caí entonces en que la emoción húmeda del sueño debía de nacer, precisamente, de mí, y reflejar, por ello, algo nunca calculado antes: mi propia fragilidad. El sueño, el recuerdo del muerto, consistía en verme veinte años atrás y constatar, como lo estaba haciendo, que esos veinte años, para el recuerdo de un muerto, no significaban otra cosa que fragilidad, el único material que desprende, precisamente, el paso del tiempo. La fragilidad era, es, el único recuerdo del muerto, cuando piensa en esos veinte años, cuando piensa, fugazmente, en lo que ya no posee. El tiempo. El paso del tiempo, ese paso, eso peso.
La prueba de que los sueños son atrozmente inquietantes es que todas las culturas han intentado darles una explicación, de manera que hay más explicaciones a los sueños que, pongamos, a las armas, lo que puede orientar sobre el hecho violento, incómodo y temido de los sueños. De entre todas las explicaciones a...
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Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
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