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La alegría y la abundancia, esas dos desmesuras, forman parte de mis primeros recuerdos. El ruido de la euforia era perceptible, incluso para un recién venido al mundo, que observaba, también con asombro, una novedad, jamás vista en el planeta con anterioridad en ninguna de sus épocas: tantas y tantas personas por la calle, venidas desde lejos a la ciudad, bien alimentadas y sin más objetivo que la ruptura con su pasado y el alborozo. Ese espectáculo humano único, esa primera vez de tantas personas, de tantas edades, viviendo una aventura prolongada y sin final, impedían comprender, al menos a un niño, el punto del que partía todo aquel gozo, el sitio, el agujero por el que tanto júbilo había subido y salido a copar todas las calles de Europa, huyendo, desparramado, y llenándolo todo de luz y de colores. Ese lugar era un sitio oscuro: el fin de dos guerras, salvajes, consecutivas, acaecido hacía poco más de veinte años. Lo que suponía muy poco tiempo, ninguno, al punto que ambas guerras eran absolutamente apreciables en todo momento. Estaban ahí, presentes, constantes. Y olvidadas, con tanta fuerza que podías ver, precisamente, esa fuerza en todas partes. Eso mismo permitía, incluso a un niño, observar el paisaje de la guerra con cierta facilidad. Lo vislumbrabas a partir del propio humo de la guerra, hoy desaparecido. Os hablaré de ese humo. Se podía ver en la calle o en una habitación. Los domingos, ese humo comía con nosotros. Era silencioso, y estaba en los rostros de hombres y mujeres que habían estado en el infierno. Nunca hablaban de ello, pero sabías –te lo habían dicho otros adultos y, en ocasiones, otros niños– detalles turbadores de sus ocho años de guerra, o de sus años de internamiento, eternos y sin final, en campos inimaginables, de los que jamás hablaba nadie, salvo para explicarte un par de pinceladas, tal vez las menos brutales. Yo siempre observaba a aquellos hombres y mujeres, sus rostros. Distantes, siempre al borde de la alegría, nunca accedían a ella. Pero el prodigio es que, también nunca jamás, cedían a la tristeza. Habían invertido su juventud en el borrado y la deformación dolorosa de su propia juventud. Y nunca hablaban de ese dolor. Jamás un quejido o un lamento se formaba en sus labios. Se decía que sus noches eran terribles, vívidas regresiones hacia el país de la piel ardiente, y que eso solo lo sabían sus parejas, también juramentadas en el secreto. Pero nada más. A mí me impresionaba aquella generación que se sacrificó más que ninguna otra. Ahora rememoro algunos de aquellos rostros que conocí, alrededor de una mesa, y sus cuerpos vuelven a la vida, a la vez que el dolor inaudito de la vida vuelve a sus cuerpos, y no puedo dejar de pensar que, en su vastedad, aquel dolor, insólito, careció en todo momento de la posibilidad de ser traducido y explicado, por fuerza, a las generaciones siguientes. Ese dolor no comunicado, ni comunicable, suponía para mí un mensaje indescifrable, que hablaba de la guerra. Era, incluso y propiamente, la guerra. Por eso me sorprende que generaciones posteriores a la mía, que no llegaron a conocer a aquellas personas –dueñas de lo único que pudieron poseer: su tormento y su silencio–, rompan el silencio para hablarte de su propio dolor, de su padecimiento, de su pena inapelable e invalidante, que les impide vivir en su plenitud. En un principio creí que todo ello era una sobreactuación, una exhibición obscena. Y lo es, a menos que esas personas –como aquellas que vi, seriamente heridas, en mi infancia– hubieran vivido, en verdad, una guerra. Sería otra guerra que yo no he visto ni vivido, pero que todo lo toca con su humo, constante y fácil de ver. Está debajo, o detrás de todo. Está en el punto del nacimiento de la alegría que puebla las calles y las masas constantemente. ¿No lo ves? Ese humo vuelve a indicar que está ocurriendo una guerra, constante, inapelable e invisible. Indica que estamos en guerra. Una guerra tan brutal que todo el mundo, en esta ocasión, habla ya de su dolor.
La alegría y la abundancia, esas dos desmesuras, forman parte de mis primeros recuerdos. El ruido de la euforia era perceptible, incluso para un recién venido al mundo, que observaba, también con asombro, una novedad, jamás vista en el planeta con anterioridad en ninguna de sus épocas: tantas y tantas...
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Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
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