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La Chiesa del Sacro Nome di Gesù, o Chiesa di Gesù, en la Piazza del Gesù, en Roma, es un edificio singular. Es la primera gran iglesia construida en Roma tras el saqueo de las tropas del emperador, en 1527. Pero esa es solo una de sus singularidades, tal vez la más anecdótica. Es la gran iglesia –Iglesia Madre, le dicen– de los Jesuitas. Su sede. Y la primera gran construcción barroca, una lógica nueva. Frente al estilo Humanista del Renacimiento, preocupado por la frescura de lo constante, por detener el tiempo en un instante sereno de belleza, en el Barroco pasan cosas. No cesan de pasar cosas. Es un persistente devenir de cosas, una secuencia sincrónica y continua de algo confuso, dinámico, que impresiona tanto, y que, por lo mismo, amedrenta tanto, que ese algo podría ser el mismísimo miedo. La iglesia fue empezada a proyectar por el mismísimo San Ignacio, que le hizo el encargo a Nanni di Baccio Bigio, en 1551. En 1554 participa en el proyecto el propio Miguel Ángel. Pero todo se detiene tras la muerte de Ignacio, en 1556, por lo que la construcción de la iglesia fue liderada por Francisco de Borja, el tercer prepósito de la orden. En 1568 asume el encargo Jacopo Barrozi de Vignola. Tras su muerte, en 1573, se elige a Giacomo della Porta para modificar, absolutamente, toda la fachada, hasta ser lo que es aún hoy: la primera fachada barroca del mundo, un antes y un después. La iglesia se finalizó en 1584. Pero no fue así con su decoración interior, que se empezó ya en el siglo XVII y se prolongó hasta el XVIII, prolongando así la vida del barroco, un estilo longevo. El resultado es inenarrable. Se trata de una catarata de mensajes. No existe ninguna transición en el templo: nada más entrar, el templo cae encima del visitante, a través de los frescos del techo. En la decoración, en la que participaron varios artistas, no es anecdótico el hecho de que todo el templo esté forrado de mármoles extraños, repletos de aguas simétricas e incomprensibles. Se trata de obras sobrenaturales, diseñadas por una mente no humana, a través de la naturaleza, de la presión, del calor, del tiempo de miles y miles de años. Pero, sin duda, la obra maestra del templo, su lógica, su razón, es una capilla, la primera a la izquierda del altar. Se trata de la Capella di San Ignazio, diseñada por Pozzo. De hecho, he empezado a escribir simplemente para hablar de esta capilla.
Construida en lapislázuli, la capilla está formada por un grupo escultórico aterrador, de Pierre Legrós el Joven –La Religión Flagelando a la Herejía–, y de Jean-Baptiste Théodin –Triunfo de la Fe sobre la Idolatría–. Entre esas esculturas, justo en su mitad, presidiendo las miradas, hay una gran pintura al óleo sobre madera, en la que se ve a San Ignacio siendo recibido en el paraíso por el propio Jesús. El compendio es arrollador. Pero carece de su sentido absoluto, que solo es completo durante unos minutos diarios, cada día, a las 17.30 horas. En esa hora precisa, suena una cantata –por un sistema de sonido digital; antes, hasta el siglo XX, esa música surgía de un coro y de una orquesta de músicos, lo que era aún más impresionante–. De pronto, el cuadro de San Ignacio tiembla, vacila, y desciende y desaparece en el suelo, gracias a un mecanismo dieciochesco. Es entonces cuando se deja ver una urna de bronce, donde están los restos del santo. Y, he aquí el prodigio, su mismísima alma inmortal. Una estatua de plata y oro, resplandeciente, cegadora, del santo. No se trata de la estatua original –de Legrós el Joven–, sino de una copa del XIX –de Adamo Tadolini–, pues en 1797 el Papa hizo fundir esa estatua, para pagar a Napoleon las compensaciones de la guerra del Tratado de Letrán. Pero la estatua, impresionante, cumple su función, tal vez más y mejor que la original: que el óleo cobre vida, y que esa vida sea metálica e incomprensible y reluciente. La estatua está así, visible, tan solo unos minutos, mientras la música adquiere su clímax. Después, vuelve a ser ocultada, lentamente, por el óleo.
Visto ahora, todo ese juego de mecanismos, un tanto estático, inactivo, parece ingenuo. No nos roza. A penas nos permite entender el terror, la emoción, los sentimientos al rojo vivo de los espectadores primigenios que vieron toda esta máquina de imponer sentidos. Pero se entiende mejor cuando salimos del templo, y vemos lo que aquella máquina difundió por el mundo. Su obra. La ves a partir de la moda, del vestido de las personas, de sus pantallas en la mano, de los carteles electorales aún frescos en las paredes. Se trata de un mundo sometido, constantemente, a impresiones, a mensajes, a propaganda. Al miedo. Al terror de estar solos, con puntos de vista solitarios. Ver la ceremonia diaria e infantil del Gesù, permite ver el punto de partida de una locura que nunca fue infantil, al punto que nunca podremos ver la magnitud del acceso actual al que aquella máquina nos ha conducido. Como aquellos mecanismos del XVIII, hoy cándidos, los nuestros, que resultarán candorosos en el futuro, nos son imposibles de ver e identificar.
La Chiesa del Sacro Nome di Gesù, o Chiesa di Gesù, en la Piazza del Gesù, en Roma, es un edificio singular. Es la primera gran iglesia construida en Roma tras el saqueo de las tropas del emperador, en 1527. Pero esa es solo una de sus singularidades, tal vez la más anecdótica. Es la gran iglesia –Iglesia Madre,...
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Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
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