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Mi padre nos dijo que nos había tocado la lotería y que, ese mismo sábado, iríamos a cobrar nuestro premio. Fuimos esa tarde, agarrados de la mano. Yo era pequeño, de manera que sabía y no sabía hacia donde íbamos, pues conocía mi pueblo, pero más aún lo ignoraba. Recuerdo que fuimos por la masía en la que comprábamos las patatas, luego por la granja que nos proveía de huevos. Pasamos por varias fábricas, y por la gran fábrica Aiscondel, donde trabajaban muchas personas que conocía. Era una fábrica grande, emblemática, la más grande y emblemática tras Uralita. Nunca supe muy bien qué fabricaba Aiscondel. Fabricaban aironfix, un plástico autoadhesivo, para forrar cajones, pero más aún para forrar los libros del colegio, si bien en el colegio nadie los llevaba forrados con aironfix pues era carísimo. Sé que también fabricaban hule. Hacia el final de sus días, cuando la guerra entre Irán e Irak, la fábrica aplazó unos años su muerte elaborando pedidos descomunales de hule estampado de camuflaje. Por lo visto, lo utilizaban para esconder los cañones iraquíes, no lo sé. Hoy en día, me dicen, aquella fábrica es un descampado. Para evitar problemas de seguridad, una vez cerró, fue arrasada, como Cartago. No se plantó sal en su solar, pues era innecesario. Todo el pueblo, para entonces, era pura sal, y no conservaba ninguna fábrica abierta. ¿Qué se hizo de todas aquellas personas que iban y volvían del trabajo, con una bolsa de mano azul, con el anagrama de unos juegos olímpicos muy anteriores, oliendo a fábrica? ¿Qué comían, cuando todo fue sal? Finalmente, avanzamos por un camino verde, fresco, húmedo y angosto. Con los años, ese camino fue urbanizado y asfaltado, y desapareció. Ahora que lo pienso, hace años que no veo caminos con musgo, que conserven el frío, el recuerdo del invierno, incluso en verano. Tal vez aquel era el último camino de ese tipo. Y ya no volverá a haber otro tan al Sur. Aquel camino nos llevó hasta un bloque de pisos gigantesco, que nunca había visto antes. Era descomunal. Más ancho que largo. Había sido levantado por una de las fábricas, y el edificio llevaba su nombre, que hoy no recuerdo. Frente a él había un descampado, sucio, con basura industrial, esos restos, imprecisos y defectuosos y divertidos, que no pueden estar en una fábrica, por lo que alguien los llevaba a un descampado. Con esos restos –numerosos; las fábricas fabricaban tanto o más esos desperdicios que lo que fuera que en verdad fabricaran– hacíamos, usualmente, casas, fortalezas, castillos. En el descampado jugaban niños de diversas edades. Hacía días habían construido un castillo, ahora en desuso y olvidado. Algunos de los niños eran de nuestra edad. Vestían levemente diferente a nosotros, con otros colores y costumbres, lo que indicaba que eran recién llegados. Éramos una novedad para ellos, por lo que algunos niños y niñas vinieron a buscarnos para jugar. Pero les dijimos que no, que íbamos a cobrar un premio de lotería. Se corrió la voz al respecto. Por lo que, en breve, todo el grupo de niños nos miró con admiración y en silencio, como quien mira la aventura de otro, mientras avanzábamos hacia el bloque. La puerta al bloque carecía de puerta. Era, simplemente, una entrada, casi un boquete. No había balcones. Y, conforme entramos, todo era oscuro. No había bombillas o interruptores, y el suelo estaba sucísimo, como si el edificio estuviera deshabitado desde hacía siglos. Finalmente llegamos a una puerta. Nos abrió una mujer bellísima, que despreciaba su belleza, al punto de que vestía con especial interés en demostrar que su belleza le importaba. Mi padre le explicó nuestro caso. Ella se alegró de que nos hubiera tocado la lotería, y nos hizo pasar al interior de su piso. Era oscuro. Nos salió al paso el esposo de la mujer, simpatiquísimo, con los ojos sin pupilas, y que exhibía la sonrisa de los ciegos, que yo no había visto nunca antes. Era espectacular. Franca, innata, jamás copiada de nadie, jamás formada para nadie, esa sonrisa demuestra, por sí sola, que somos naturalmente buenos, naturalmente afortunados. Por lo visto, y por lo que entendí, mi padre y ese hombre coincidían, cada madrugada, unos breves minutos, en un bar, donde mi padre, antes de ir al trabajo, tomaba a toda velocidad un cortado, y el ciego vendía lotería. El ciego nos explicó que nos esperaba. Bueno, que esperaba a medio pueblo, pues la fortuna nos había tocado a muchos, a todos, de pleno. Que le hacía mucha ilusión. Más aún, premiar a mi padre, que se lo merecía más que nadie, dijo. Mi padre le dio su boleto premiado. Y el ciego, en ese preciso momento, le dio su premio. Dejó de sonreír, para demostrar que nos aproximábamos a un acto solemne. Sacó su monedero de su bolsillo y, al tacto, seleccionó unas cuantas monedas, que posteriormente dio a mi padre. Yo ignoraba el valor del dinero, su precio, el valor de aquellas monedas. Imaginé que valían mucho. Varios rollos de aironfix. También ignoraba que una niña que se nos aproximó, en el solar, para pedirnos jugar, era la hija del ciego y de la mujer bellísima. Ignoraba que, en unos años, su belleza haría palidecer a la de su madre. Que, juntos, por primera vez, formaríamos en nuestros labios la sonrisa de los invidentes, aquel sello de que todo es bueno y todo está bien, la prueba de que somos afortunados. Que haríamos el amor, de noche, en pleno verano, en un camino que conservaba aún el frío del invierno. Que en realidad, aquel día, fuimos a buscar un premio. Un gran premio. Una fortuna.
Mi padre nos dijo que nos había tocado la lotería y que, ese mismo sábado, iríamos a cobrar nuestro premio. Fuimos esa tarde, agarrados de la mano. Yo era pequeño, de manera que sabía y no sabía hacia donde íbamos, pues conocía mi pueblo, pero más aún lo ignoraba. Recuerdo que fuimos por la masía en la que...
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Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
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