COMO LOS GRIEGOS
Fegato alla veneziana
La casquería fue el gran aporte de proteínas para las zonas de la humanidad más humildes, millones y millones y millones de personas que vivieron y murieron, por los siglos de los siglos, sin probar un filete
Guillem Martínez 4/08/2024
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-AHÍ VIENE LA PLAGA. La Venecia que tenía en la cabeza en mi primera juventud era, como siempre sucede, una imagen de la generación anterior, formada a través de las palabras que la generación que te precede va dejando, como quien no quiere la cosa, en tu oreja, en su lóbulo, ese punto en el que las palabras pueden caer al suelo o penetrar hasta el cerebro. En mi cabeza, así, Venecia era un sitio sucio, divertido, desordenado, pop, bullicioso y camp –esa palabra olvidada, que, en los 70, lo fue todo; no confíen en el lenguaje; cambia, muta; es imposible perseguirlo porque es inalcanzable–. En mi cabeza había, incluso, detalles narrados sobre Venecia por los mayores, que se habían ido solidificando y adquiriendo la forma y la importancia de cosas certeras que nunca había visto, ni vería, como decenas de chicos y chicas hippies, de todos los países del mundo, sentados en el suelo con sus manuscritos sobre el regazo, a las puertas de la casa de Ezra Pound, esperando para ser recibidos, escuchados, mirados, leídos por el poeta, algo que nunca jamás pasaría, pues Pound, desde 1945, permanecía hermético, derrotado, redimiendo sus pecados. De alguna forma, creo que empecé a leer a Pound, unos años después, para ser recibido por él, cuando Pound y Venecia ya, definitivamente, no existían. No existían al punto de que, tanto Pound como Venecia, para entonces, ya habían cambiado de significado. Pound, aquel majara inoperante que a) defendió ante el Duce, que alucinaba, su plan para emitir dinero de colores que caducaría al mes, lo que acabaría con la usura. Que, en plena guerra, b) lanzaba arengas en la radio, en modo Rosa de Tokio/amelicanos, ¿pol qué lucháis?, para desanimar a los marines. Que c) cuando finalmente fue detenido por los partisanos, fue declarado en un periquete como “carente de interés”, hoy, definitivamente separado de su fantástica obra poética, ha pasado a ser el símbolo fascista, al punto que fascistas, que nunca jamás leerán a Pound, le dedican un importante local suyo en Roma. Y Venecia, a su vez, ha pasado a ser, no el símbolo de una época, sino la primera contribución explícita de una época, una época en la que el turismo es una industria que se erige por encima de las personas, de manera que acaba, arrasa, sustituye ciudades como Venecia. Aquella ciudad hace años que carece de los servicios que permiten a una ciudad llamarse así y, por lo mismo, que permiten la vida de los venecianos –panaderías, tiendas de comestibles, de zapatos, de calzoncillos, de bragas, papelerías–, por lo que ya no alberga venecianos, las únicas personas en Venecia que no pueden pagarse la pernocta. Hola, bienvenidos a ‘Como los griegos’, una sección que habla de comer lo que hacemos con las manos. Hoy les presento una receta sencillísima, baratísima y antaño muy propia de una ciudad fantasma, actualmente sin habitantes, llamada Venecia. En su elaboración han participado generaciones y generaciones de mamás venecianas, depurando una receta singular. Se trata del Fegato alla Veneziana, o Figà àea Venessiana en veneciano, esa lengua a la que Giacomo Casanova –veneciano, y un gran ideólogo en lo suyo; lo suyo era la sensualidad, que no deja de tener algo que ver con esta sección– tradujo La Ilíada.
-LA CASQUERÍA COMO PARAÍSO. El hígado es una región de la casquería, ese género que de vez en cuando aparece en esta sección. Cuando aparece lo hace en forma de la sombra de un cuerpo poderoso, que ya no vemos, pues la casquería fue, hasta el XX, un cuerpo, en efecto, descomunal, tanto que su sombra aún nos es visible. La casquería, en fin, fue el gran aporte de proteínas para las zonas de la humanidad más humildes, millones y millones y millones de personas que vivieron y murieron, por los siglos de los siglos, sin probar un filete. La casquería sigue siendo eso, un sinónimo del placer y de mamá en grandes porciones de África, Asia y Sudamérica, al punto que, al menos en BCN, la inmigración sudamericana ha salvado los puestos de casquería de los mercados, aportando, en ese trance, nuevos tipos y conceptos y diversiones de casquería, que nunca se habían comido en Europa. El hígado, a su vez, es el límite de la casquería, el paso previo al filete. Yo le tengo mucho cariño pues, de pequeño, fue lo primero que me vi capaz de cortar, yo solito, con un cuchillo. Recuerdo aquel momento como un subidón de euforia, una primera ocasión en la que me sentí útil. Recuerdo también que insistí en llamar a mi padre por teléfono, para explicarle la epopeya. Lo hice, con lo que descubrí que cortar un cacho de hígado carece de epopeya alguna, y que los hombres de la generación de mi padre eran unos tipos duros, incapaces de afligirse por triunfos relativos. Como, snif, cortar un cacho de hígado con un cuchillo de los que no cortan. El hígado, a su vez, fue el gran llenapistas de Venecia y del Véneto, su gran seña de identidad culinaria. En las islas –Venecia no es una isla, pero no deja de serlo– suele suceder eso: cierto desprecio hacia el mar –el símbolo del caos y de la muerte, no te digo más– y sus productos. En Balears, en Sicilia, en Sardegna –en las islas griegas, incluso–, la carne no solo es lo deseable, sino la normalidad, mientras que las pescaderías suelen ser muy aburridas, y el pescado se limita a una gama mínima, monótona, y que en tiempos, supongo, cumplía con facilitar la función religiosa del ayuno, hoy definitivamente olvidada. Pero volvamos al hígado, ese producto humilde, de los pobres, aquellos seres que, según Pound, tienen amigos, y no mayordomos.
El hígado fue el gran llenapistas de Venecia y del Véneto, su gran seña de identidad culinaria
-“COME, MY FRIEND, AMB REMEMBER / THAT THE RICH HAVE BUTLERS AND NO FRIENDS”. El hígado suele no gustar por, precisamente, su gusto a hígado. Y eso es lo que solventa esta gran receta veneciana, que mata y soluciona el posible gusto a cobre del hígado –el gusto de la sangre; cuando en la edad del cobre alguien lamió la primera hacha tuvo que alucinar con ese mensaje indescifrable de los dioses, aún hoy turbador–. Y eso se hace con un golpe de genio, el uso de un ácido: limón, vinagre o vino. Pero vayamos por partes. Primero deben comprar el hígado. Debe ser de ternera. Es importante que, cuando lo adquieran, socialicen con el/la vendedor/a, al punto de pedirle que, antes de practicar los cortes sobre el hígado, retire la membrana propia del hígado. Eso se hace, con salero y efectividad, y de manera muy divertida, con los dedos. Cuando se lo hagan, no se lo pierdan, que da gustirri. Posteriormente, pidan 500 gramos –para cuatro personas, vamos; la cosa saldrá por menos de 5€–, cortados a filetes de un centímetro. Si ve que ha conectado, pídale al vendedor/a que también corte esos filetes a tiras, de unos dos centímetros. Si ve que han conectado más de lo indicado por la OMS, envíe el hígado a tomar por XXXX, e invite al vendedor/a a un coco-loco. En casa, pele cebollas blancas –unos 600 gramos; lo suyo sería utilizar cipolla bianca di chioggia, lo que es altamente improbable fuera del Véneto; yo utilizo cebolla dulce; mola–. Córtelas en juliana. En una sartén, agregar aceite –que ocupe toda su base–, una hoja de laurel y la cebolla. Dejar la cosa unos 15 minutos, que se poche, pero sin llegar a perder el color. Y aquí –ojo, no se la pierdan– sucede la genialidad, lo que siempre ocurre de manera rápida y casi invisible. Agregar el hígado a la sartén –recuerden: sin su membrana y cortado a tiras–. Mezclar durante uno o dos minutos, a lo sumo. Y echar, zas, el ácido –limón, vinagre o vino–. Yo, como la mayoría de venecianos en el exilio, le echo vino blanco seco. Subir el fuego, para que el alcohol se vaya pitando. Echar sal y pimienta –es importante lo de la pimienta: es un potenciador del sabor; además, es un producto históricamente veneciano, lo que resulta conmovedor–. Dejar el compendio unos minutos en el fuego, que la cosa no sangre. A mí, el hígado sangrante, me da mal rollo. Apagar el fuego. E, importante –mucho–, agregar mantequilla –unos 30 gramos–. Remover para que la mantequilla se funda y se distribuya. Llegados a este punto, algunos le echan cachitos de salvia y de perejil, lo que no está nada mal. Yo no, en homenaje a los tipos duros, como papá. Y, ojo, se emplata todo eso sobre polenta bianca. Lo que nos obliga a hablar de la polenta bianca.
-HISTORIA UNIVERSAL DE LA POLENTA. La polenta es un hecho divisorio italiano. Históricamente, el norte come polenta, y el sur la ignora e, incluso, se cachondea de ello mientras come pasta. Lo que no acaba de ser cierto, pues en Sicilia y Sardegna hay accesos propios a la polenta. Como en Roma, donde se hace una cosa que se llama semolino y, con ella, los gnocchi alla romana. Eso me lo explica Paola Lo Cascio, historiadora sexy y romana, afincada en BCN, que me confirma que, en todo caso, y a pesar de las excepciones aludidas, la pasta y la polenta fueron una frontera física hasta los años 50 o 60 del siglo XX. Se dice rápido. “Mi madre vivió en la Lombardía, durante la guerra. Y te puedo asegurar que desconocían absolutamente la pasta. En sitios como Arezzo –Toscana– me consta que desconocían la mozzarella en los años 60”. “Mi madre me explicaba cómo comían la polenta en el norte. Ponían una gran tabla de madera en la mesa, y sobre ella se servía la polenta, aplanada y, encima, un ragú, por ejemplo. Toda la familia comía directamente de esa tabla de madera, sin platos, lo que resultaba muy tierno”. La polenta es un alimento infalible en Argentina. Pero no por aquí abajo, donde no se le comprende. Lo que es injusto: la polenta no es más que un soporte sosainas para cosas más gustosas, lo que, a su vez, también es la descripción, si se fijan, de la pasta. La polenta, por lo demás, es un alimento milenario, un descendiente de las gachas, los harinados, las farinetes que comían, cada día a la misma hora, las clases populares romanas e itálicas. Se trata del gran plato neolítico, invariable en la dieta del sur de Europa durante miles de años. Se da el caso de que un legionario itálico, que se apuntara al ejército tan solo para dejar de comer proto-polenta, y fuera destinado a la Hispania, se encontraría, de morros, con que en Hispania comían, como posesos, algo muy parecido: gachas –hummm: un día tengo que hacer un articulete sobre gachas; a ver este invierno–. Hay diversos tipos de polenta. Pero Venecia, y el Véneto, siempre han apostado por la polenta bianca, una rareza autóctona, un venecianismo. Sigue siendo de maíz, pero no es amarilla, sino, como su nombre indica, blanca. Es más fina, con un sabor más discreto, por lo que va muy bien para utilizarla con el pescado. Por ejemplo, en la polenta bianca con seppie/sepia, plato mixed-emotions en el que predomina el sabor de la tinta de la sepia. Para hacer polenta bianca necesitarán polenta bianca. Es baratísima, si bien también es algo inencontrable por aquí abajo. La que tengo me la ha traído mi hijito de Italia. Si se animan, háganla con la amarilla, de toda la vida, que también mola. Deben hervir una parte de polenta en cuatro de agua, e ir removiendo hasta enloquecer, momento en el que ya está hecho. Emplatar en molde. Y, encima, o al lado, disponer el fegato alla veneziana, de manera que se impregne de la higadidad y de la veneciedad, cosa que hará en segundos. La polenta es, al cabo, como un niño. Se impregna al vuelo de todas las cosas que le dice la generación anterior. Venecia, Pound, etc.
-“NOR HAS LIFE IN IT AUGHT BETTER / THAT HIS HOUR OF CLEAR COOLNESS, / THE HOUR OF WAKING TOGETHER”. Coman este plato en conmemoración de Venecia, esa ciudad desaparecida. Disfruten del verano como posesos. Esto es una sección veraniega, por cierto. Hasta la próxima semana.
-AHÍ VIENE LA PLAGA. La Venecia que tenía en la cabeza en mi primera juventud era, como siempre sucede, una imagen de la generación anterior, formada a través de las palabras que la generación que te precede va dejando, como quien no quiere la cosa, en tu oreja, en su lóbulo, ese punto en el que...
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Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
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