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COMO LOS GRIEGOS

Filete Stroganov

El plato triunfa en la alta sociedad rusa hasta que en Rusia desaparecen la alta sociedad y los filetes y, con la caída del zarismo, alguien sale por piernas del eximperio ruso, por su frontera china, con la receta en la cabeza

Guillem Martínez 1/06/2024

<p>Filete Stroganov, ese dulce extremismo. / <strong>G.M.</strong></p>

Filete Stroganov, ese dulce extremismo. / G.M.

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LA BUSCA. El plato de hoy se tarda menos en hacerlo que en pronunciarlo. De hecho, no está claro cómo se pronuncia. Si salen a la calle y gritan Strogonoff, Stroganoff, o Stroganov, ese filete, en todo caso, se sentirá aludido, se girará y dirá, dos puntos, mande, con acento de San Petersburgo, que es donde nació. En estas líneas he optado por la variante Stroganov porque ese es el nombre artístico del asunto en la Larousse Gastronomique, y en casa somos muy de la Larousse Gastronomique, libro fundamental y voluminoso, al punto que hemos falcado un armario cojo con él, de manera que, cada vez que lo consulto, la ropa de verano desplaza a la de invierno, y al revés, por lo que voy todo el año de entretiempo. Tengo especial y sincero cariño al filete Stroganov –a partir de ahora, FS–. La razón: fue el primer plato sexi que supe hacer con las manos. Es decir, fue una suerte de punto y aparte, el inicio de algo. Me enseñó la receta una compañera del primer piso compartido. Teresa, una valenciana, que cocinaba como los angelitos –valencianos–. ¿Qué habrá sido de ella?  Llamábamos a la cosa pollo a la cerveza, sin saber que lo de meterle cerveza era una ocurrencia. De hecho, también era una ocurrencia meterle pollo. Lo hacíamos con pollo porque, después de las uñas, era el objeto más sensible de ser ingerido que teníamos más a mano, supongo. Ignorábamos, por lo demás, todo de la vida. Incluso todo sobre aquel plato. Cosas como que a) tenía un nombre ruso –o varios, visto lo visto–, que b) poseía una biografía apasionante, al punto que, por una carambola histórica –no se la pierdan, que la explico más abajo–, no solo es c) un plato de la Rusia europea formulado en el XVIII, sino que d) salió por piernas de Rusia, exiliándose en e) China, desde donde viajó a todo el mundo antes de inventarse la prestigiosa firma AliExpress, por lo que también es f) un plato de –la alta cocina– china. Aquel plato era, para nosotros, en todo caso, un lujazo. Una fiesta. Un momento de suspensión del juicio, esa cosa que tanto anhelaba Kant y, en general, cualquier delincuente. Era lo más suculento que comíamos, si exceptuamos lo que pillábamos en las presentaciones de Anagrama, en las que solo me sé recordar a mí mismo hablando con Jorge Herralde con la boca llena como para una semana. A Herralde no solo le estoy muy agradecido por haberme publicado, en el tiempo, sino que le estoy aún más agradecido, si cabe, por haberme alimentado con croquetas, en una edad que aún era la de crecer. Por lo demás, no recuerdo qué comíamos los nativos de aquel piso en el resto de ocasiones. En términos generales, de lo comido, uno solo recuerda las excepciones –lo muy bueno, lo muy malo; lo muy alegre, lo muy triste–, y olvida la gama de grises, que es donde se desarrolla, se celebra incluso, la vida. Por mi parte, gasto un buen recuerdo culinario de mi vida. Me es fácil recordar los extremos de lo comido, pues, básicamente, me he alimentado únicamente de extremos. Coloridos u oscuros, el cuerno de la abundancia, o la cornada, pues solo se comen extremos cuando has solido habitar en la precariedad, esa carta del tarot en la que las torres se derrumban o crecen con la rapidez del chiste. Porque, ahora que lo pienso, mi originalidad como periodista no es un estilo o una baraja de temas y de puntos de vista que he ido planteando, sino el punto en el que emití todo eso. Un punto alto, fresco y en el que hacía solete, pero, por lo mismo, un punto muy a la intemperie e inestable. Lo que puede explicar estilo y temas. Y, más aún, su coste. Su crimen. Su castigo. Y, por todo ello, la excepcionalidad española, ese país siempre a punto de ser normal, esa cultura extraña y furiosa, aterrorizada ante lo que considera raro, donde la libertad, usualmente penalizada, nace antes de la astucia que de los árboles. La libertad, por aquí abajo, en fin, te la pagas tú. Sobre todo, y más aún, te la cobran. Sobre el comer extremos, sobre el ser y el estar en los –también– extremos de la precariedad: recuerdo la primera vez que expliqué una suerte de receta en un artículo. Lo recuerdo porque, en el trance de hacerlo, era absolutamente feliz, absolutamente libre y, en otro orden de cosas, tenía hambre. Hola. Bienvenidos a Como los griegos, una sección que explica una biografía a través de mensajes en una botella y que habla de cocinar cosas sencillas y épicas. Lo que, ahora que lo pienso, también es una biografía. Hoy, lo dicho, el FS.

El FS es una orgía de crema agria. Un plato en el que, contradiciendo lo que a Moisés le explicó una zarza, se mezcla la carne con el lácteo, sin decoro alguno

BIOGRAFÍA DEL FS. El FS es fruto de su época. Una época estúpida –como todas desde la primera, en la que, verbigracia, no podíamos comer manzanas; imagínate–, en la que el conde Pàvel Aleksandrovich Stroganov/Stroganoff/Strogonoff –no sale en Guerra y Paz, pero debería, en tanto era el general adjunto de Alejandro I– decidió, con otros nobles, establecer un concurso de cocina doméstico, para a) pasar la tarde y b) poner de los nervios a sus respectivos cocineros. El concurso lo ganó por KO André Dupont, el cocinero del conde –de ese cocinero no se sabe nada más–, con una ejecución del FS que, se supone, quitaría el hipo –ruso–. Por lo que el FS debería haberse llamado, en un mundo feliz, Filete Dupont. El FS, y no el FD, en todo caso, triunfa en la alta sociedad rusa hasta que en Rusia desaparecen la alta sociedad y los filetes y, con la caída del zarismo, alguien sale por piernas del eximperio ruso, por su frontera china, y con una mano delante, y otra detrás, pero con la receta del FS en la cabeza. El caso es que, gracias a ese anónimo ruso blanco anónimo, el FS triunfa, a partir de ese momento en China, donde pasa a ser un plato de restaurante de hotel chino millonetis, en el que Indiana Jones negocia con un maleante el pago de una escultura antigua mangada, mientras se ponen hasta el XXXX de FS. De ahí el plato se propaga a Europa, pero más aún y con más fuerza a Estados Unidos, donde vive una Edad de Oro en aquella Edad de Oro que fue la postguerra en Estados Unidos. Fue muy popular en América el FS en aquel momento, en el que se servía acompañado de arroz blanco y huevo. Lo que nos lleva a la pregunta, ¿qué diablos es un FS y dónde puedo conseguir uno?

GRATITUD A LA ACRITUD. Ya les explicaré en breve el secreto. Pero, ahora mismo, lo que les explicaré es el secreto del secreto. El FS se hace –shhhh– con crema agria. Que, a su vez, es un invento repleto de matices y pliegues, esas cosas que son tan apreciables en el paladar. Y en las manos. El FS es, de hecho, una orgía de crema agria. Un plato en el que, con cierta desmesura, y contradiciendo lo que a Moisés le explicó una zarza, se mezcla la carne con el lácteo, sin decoro alguno. Por ello, es un plato sorprendente en la Península, ese punto en el que, como explicaba Américo Castro, no se suelen contravenir, tradicionalmente, las normas culinarias especificadas en el Deuteronomio –con cierta belleza, por cierto: “No cocinarás el cabrito en la leche de su madre”–. Es quizás por todo ello por lo que, por aquí abajo, la crema agria no es un objeto muy popular ni difundido. Lo es, no obstante, en Rusia, donde, si no hay crema agria, se van. En Centroeuropa es un ingrediente también muy frecuente. Como en algunos países de Sudamérica. Y en África, donde es aún más común. De hecho, la mejor leche agria que he tomado en mi vida, fue en el Sáhara. Se trataba de leche agria de camella, cuya fermentación al solano no es más que un sistema para conservarla. Dejada reposar a la sombra, ese bien tan escaso en el desierto, la leche agria obtiene una sensación climática fresca y sorprendente. Es una de las mejores chuches que he tomado en mi vida. Normandía es, a su vez, el núcleo irradiador de la crême fraîche, el objeto más parecido a la crema agria rusa del que disponemos los peninsulares que estamos geográficamente más cerca de la vaca normanda que de la camella africana. Empieza a ser común ver crême fraîche en el súper. De hecho, hay una marca peninsular que ya está haciendo crême fraîche –la he pillado, para hacer este plato–, y le sale muy bien calculada. En caso de que tengan un apretón de FS, y no dispongan o no puedan disponer a corto plazo de crême fraîche, pueden hacerla ustedes mismos. Pillen 1/4 de litro de nata líquida para cocinar, agréguenle un par de cucharadas de mantequilla. Dejen que la mantequilla se deshaga. Mezclen con cariño o, al menos, sin odio. Dejar reposar a 20-25 grados, por 12 horas. Posteriormente guarden la manufactura en la nevera –no se pasen; una semana a los sumo, que los fermentados los carga el diablo–. Me dice un chico listo que se puede dopar aún más ese proceso, de manera que todo curse y salga más rápido. A saber: mezclar con la nata el zumo de medio limón y dejar reposar la cosa 15 minutos. Lo que, como reposo, es una XXXXXX pinchada en un palo. Bueno, el FS. Al tajo.

LA RECETA. Hacer un FS es como tocar la campana. Algo sencillo, casi instintivo. El FS, por otra parte, es una suerte de fast food de cuando Tolstoi. Necesitarán medio kilo de añojo o, en su defecto, filete. Vigilen, que si la carne es dura, el invento pierde lucimiento. Deben cortar el añojo, o el filete, a tiras. También necesitarán una cebolla grande, cortada en juliana, y 200-250 gramos de champiñones, cortados en láminas. Vamos que nos vamos. Sofrían la cebolla en un max-mix de aceite y mantequilla –si no hacen esa mezcla, el asunto no sale tan redondo–. Cuando la cebolla ya esté insinuante, en modo transparencias, añadir los champiñones. Mientras están rompiendo el hielo y conociéndose, enharinar –sin mucho fanatismo– la carne, y pasarla por otra sartén, en la que, otra vez, han recurrido al aceite + mantequilla. Una vez doradita, echar la carne donde la cebolla + champiñones. Y, aquí, se abren dos posibilidades. Echen una copa de cognac. O echen una copa de vino blanco –yo lo hago con cognac, pero puede quedar bien con el vino, pues a esta operación, simplemente, se le llama desengrasar, y consiste en eso. Una vez evaporado el alcohol del cognac o del vino, se produce el golpe de genio mujik del plato. Se echa la crême fraîche y, al momento, se añade una cucharada de mostaza de Dijon –tengan siempre un pote en casa; no es cara y da mucha vidilla; en vinagretas, por ejemplo; además, ese pote suele evitar, con su mera presencia, que el medio limón que siempre vive en la nevera, se abra las venas–. Se remueve el conjunto hasta que mostaza y crême sean carne de su propia carne. Se deja un poco al fuego, pero no mucho, que los lácteos no pueden hervir, o no a lo bestia. Y ya está. El sabor de este plato es una aventura. Extrema. Para ser recordada. Como todo lo extremo vivido en la vida, esa pista americana. En términos estadísticos, divertida. Hasta la próxima.

LA BUSCA. El plato de hoy se tarda menos en hacerlo que en pronunciarlo. De hecho, no está claro cómo se pronuncia. Si salen a la calle y gritan Strogonoff, Stroganoff, o Stroganov, ese filete, en todo caso, se sentirá aludido, se girará y dirá, dos puntos, mande, con acento de San Petersburgo,...

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Guillem Martínez

Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).

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