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COMO LOS GRIEGOS

La crema cremada / crema catalana

Mi mamá era una experta en hacer crema con tan solo leche, mucho plástico y un sobre de una marca que se llamaba –y se llama, que la he buscado– Potax, lo que parece antes el nombre de un arma biológica que de un postre del futuro

Guillem Martínez 9/04/2024

<p>Crema, así como el hierro que le imprime el carácter, llamado, en catalán normativo, <em>tomahawk</em>. /<strong> G.M. </strong></p>

Crema, así como el hierro que le imprime el carácter, llamado, en catalán normativo, tomahawk. / G.M. 

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FIVE HUNDRED, TWENTY FIVE THOUSAND, SIX HUNDRED MINUTES / HOW DO YOU MEASURE A YEAR? La unidad de la gastronomía sigue siendo la unidad de casi todo lo vital. Es la unidad con la que Sinatra hablaba del sentido de la vida en la acongojante canción It was a very good year, es la unidad con la que en la perpleja Seasons of love, en el musical Rent, se alude al carácter trascendente del amor. Se trata de esa unidad que los científicos denominan año. Que, en gastronomía ya no es un año, sino tan solo lo que queda de un año, esa unidad en la que antaño transcurrían, o escaseaban –Camba: “En la falta de recursos es donde empieza el apetito, base de la gastronomía”–, los distintos alimentos que el año iba creando, a través de sus estados de ánimo/estaciones. Nuestro año ya no es, en ese sentido, el año nítido que organizaba la cultura popular, cuando la cultura popular no era cultura pop/de masas, sino algo –en ocasiones sencillo y hermoso, en ocasiones cruel y repelente– relacionado con la agricultura, con el ciclo natural anual de las cosechas, y con su primo, el ciclo religioso, muy estricto para las cosas del comer, ya sean alimentos, u otros objetos que también entran primero por los ojos: bocas, apéndices, pliegues. Frente a ese exaño, el año gastronómico postmodern es el residuo, lo que queda de un ciclo de cosechas y de crecimiento animal –poco en un mundo que posee tomates todo el año–, y lo que queda de las fiestas religiosas –poco, lo que ha subsistido del calendario religioso en las ofertas de los grandes almacenes–. El año gastronómico es, así, laico, tal vez incluso aculturalizado –no lo sé–, si bien muy sensible a lo poco que queda del poder, antaño absoluto, de las fiestas y de las estaciones, esas variables temporales que están en pleno ERE. El plato del que les hablo hoy tiene que ver, de hecho, con lo que antes era el año, con sus jalones, con sus estaciones. Se trata de un postre –ya les dije en su día que por aquí aparecerían los cuatro mejores y más sencillos postres europeos– que en su día se tomaba, en exclusiva, en primavera, cuando las gallinas se volvían majaras y lo dejaban todo perdido de huevos, si bien ahora se toma todo el año, esa nueva vieja unidad. Hola, bienvenidos a Como los griegos, una sección de gastronomía, aunque –y eso lo cambia todo, como sabía Musil– sin atributos, sencilla, básica. Hoy featuring la crema cremada/quemada, en catalán –bueno en catalán y en mi infancia se le llamaba crema, a secas; como en Bengala se llama a los tigres, tigres, y no tigres de Bengala–, o crema catalana, en castellano, o –y aquí ya se lía la cosa– crème brûlée/quemada, en francés, lo que, a su vez, no es otra cosa que el nombre artístico de uno de los grandes y canónicos y altos y espectaculares postres franceses. Lo que nos lleva, a su vez, a la pregunta dramática, dos puntos, ¿la crema cremada es crème brûlée? ¿Es una genialidad ibérica? ¿Es una genialidad gala? ¿Importa?

LA GENIALIDAD ES DE QUIEN LA TRABAJA. Si bien no es pertinente nunca el origen de las personas, sí que es divertido establecer el origen de sus inventos. La crème brûlée es, así, un postre francés formulado en 1691 por François Massialot, que lo inventarió en su libro Le cuisinier roïal et bourgeois: qui apprend à ordonner toute sorte de repas et en maigre –y aquí lo dejo, que el título dura varias líneas másZzzz; curiosidad: es el primer libro de cocina del mundo mundial en el que las recetas aparecen por orden alfabético; a pesar de título, fue un bestseller de la época, y un libro I+D en la cocina francesa que, apenas un siglo después, y finalizada, definitivamente, la influencia de la corte española, irá a tutiplén–. Massialot, como su nombre indica, proviene de la Francia de Oc, que no de la de Oui, por lo que tanto él como su época suelen, a la hora de comer, mirar al sur, hacia la Provence, esa Disneylandia francesa, al punto que sus recetas más prolongadas en el tiempo fueron/son a) una pularda en aceitunas verdes, y un ragú con, entre otros ingredientes, alcaparras. Por eso mismo, es posible que su crème brûlée –un plato ya común en Francia y en Inglaterra en ese momento del XVII– fuera una cita de otro objeto sudista, una crema cremada, un postre catalán –idioma del que se traduciría el nombre–, esto es, de un territorio próximo a Francia o, incluso, y desde la anexión traumática de una parte de Catalunya a Francia, en 1659, una zona de Francia, que integraba –se dice rápido– la por entonces segunda ciudad de Catalunya. En todo caso, la crème brûlée es hoy otro acceso al pack crema más complicado y aparatoso que la crema cremada. La crema francesa –nata, yemas, azúcar, vainilla– difiere en sus ingredientes de la catalana –leche, yemas, piel de limón, canela, almidón–, pero también difiere en el modo de ser elaborada. Rayos, llegado a este punto, mejor explicar la receta de la crème brûlée, y aquí paz y después gloria.

PAZ Y GLORIA DE LA CRÈME BRÛLÉE. Se quitan las semillas de una vaina de vainilla, y se hierve la vaina en medio litro de nata, a partir de ahora a). Mientras la cosa a) está que hierve o no hierve, batir seis yemas, mezcladas con 100 gramos de azúcar y las semillas de la vainilla, hasta que el compendio –a partir de ahora, b)– no pueda ser reconocido por su madre. Esperar que a) se enfríe un poco. Tras esa espera, verter b) en a). Mezclar en modo francés, arrastrando la erre. Y disponer la mezcla resultante en unos seis moldes –el Francia, la crème brûlée va, oui o oui, en unos moldes de porcelana, cilíndricos, simpáticos, con rayitas labradas a sus lados, denominados ramekin; molan mucho; incluso su nombre–. Disponer los ramekin ya repletos de crème en una bandeja del horno, repleta, hasta su mitad, de agua. Someter la cosa al baño maría, a 160 grados, por 35 minutos franceses –son parecidos al minuto español o, incluso, al bosquimano–. Sacar. Enfriar. Disponer, sobre cada uno de los ramekin, una cucharada de azúcar moreno. Y aplicar sobre ese azúcar un soplete de cocina. Para quemar y caramelizar el azúcar, en Francia no usan el cacharro de hierro –antiguo, aparatoso, catalán, muy divertido; los niños lo disfrutábamos mucho, como ya verán más abajo–, sino que lo hacen con soplete. En defensa de ellos, se ha de decir que se trata de los sopletes más rápidos al este del Mississippi. Et voilà. No, no está nada mal. Pero, como viene diciendo la Humanidad desde hace millones de años, mi mamá la hace mejor.

“VIVA LA MAMMA / LA SORRIDENTE MISS DEL DOPOGUERRA”. Me complace saber –y más aún haberlo vivido; vivirlo aún ahora, pues lo vivido en la infancia sigue existiendo en tu frente y tu nuca para el resto de tus días– que pertenezco a la primera generación de niños mimados de por aquí abajo. Nuestros progenitores, que habían vivido una guerra o/y una postguerra extra large, estuvieron pensando mucho cuando no podían hablar y, llegado el momento, hicieron cosas novedosas y sin precedentes: no tuvieron muchos hijos –nuestra generación es, tal vez, la primera generación planificada de alguna manera; manera que nunca sabremos, por otra parte–, y a los pocos que tuvieron les dieron cosas que ellos nunca había visto: estudios, caricias, besos, juguetes y –tachán tachán– comida en abundancia, chachi y más allá del deber. En ese pack de comida + más allá del deber, hicieron lo que pudieron, pero muchas veces, y con los objetos más modernos del mundo, que por entonces eran, como ya sabrán, a) el plástico –el amor de nuestras mamás eran tan grande que, gracias al plástico, se remontaba a cuando los dinosaurios; la cocina de nuestra infancia estaba repleta, así, de cacharros de plástico a unos niveles que hoy llamarían la atención de la OMS, si no de fiscalía–, y b) los sobres. En una cocina de los setenta había, como en el PP, sobres para todo. En aquel caso, para hacer flan, para hacer natillas, para hacer crema. Mi mamá era una experta en hacer crema con tan solo leche, mucho plástico y un sobre de una marca que se llamaba –y se llama, que la he buscado– Potax, lo que parece antes el nombre de un arma biológica que de un postre del futuro. Con eso y un hierro circular, con un mango rarísimo, calentado en un fogón de la cocina, y con el que se quemaba el azúcar sobre la crema, se hacía la crema. Si quieren hacer crema à la mode de maman, vayan a un anticuario, compren un recipiente de plástico, añádanle Potax y la cantidad de leche estipulada, y luego, quemen azúcar en su superficie. Pero también pueden hacerlo sin sobre. Ahí va la receta de la crema sin sobre, esa maravillosa criatura.

“MERAVIGLIOSA CREATURA, SEI SOLA AL MONDO / MERAVIGLIOSA PAURA, DI AVERTI ACCANTO”. Necesitarán un hierro para darle para el pelo al azúcar. Si no lo tienen vayan a cualquier ferretería catalana. Si no les viene de paso, pueden recurrir al soplete, ese cacharro que, como la masa madre y el segundo aviso de la factura del gas, ya está en todos los hogares. También, si bien es más secundario, necesitarán un litro de leche, ramita de canela, trozo hermoso de la piel del limón –si bien sin el albedo, claro–, 200 gramos de azúcar, ocho yemas y un par de cucharadas de almidón de maíz –en catalán normativo, maizena–. Se pone en el fuego la leche con la canela y el limón. Se le agregan los huevos y el azúcar batidos juntitos, para que vayan haciéndose una idea de su futuro en común. Y echa al compendio –zas, rapidito–, la maizena, momento en el que, con un cucharón de madera, se debe empezar a mover la cosa, sin parar, hasta que hierva, momento en el que se debe actuar con rapidez y genio: saquen, pero ya, la olla del fuego, y viertan su contenido en cazuelitas –que es lo suyo–, o en los potes que consideren. Se dejan enfriar. Luego van a la nevera. Y, después, cuando ha llegado su hora, se sacan las unidades de crema que se precisen servir. Se vierte en cada una de ellas una cucharada de azúcar, que se distribuye muy bien por toda la superficie de la crema. Y, como si fuera una vaca tejana, se marca todo ello con el hierro, que previamente se habrá calentado, mucho, en el fogón. Apliquen en ello más fuerza de la que creen, pero sin pasarse, que la crema es turgente, si bien delicada como todo lo turgente. No hagan como mi mamá y quemen todas las unidades de crema disponibles –ese era su estilo; mi mamá fue el único caso conocido de estajanovismo cremil–, que al otro día está como fofilla. 

LA CRÈME DE LA CRÈME. Volviendo a la datación de la crema, creo que, siendo anterior al XVII, como se atestigua por la presencia de cacharros parecidos en los libros fundacionales de la cocina catalana, como lo son el Sent Soví –siglo XIV– y el Llibre de lo coch –siglo XVI–, su lógica desmesurada y sensual es barroca, por lo que François Massialot hizo muy bien en dejarse seducir por la época y por esta receta, en el XVII. Otra prueba del barroquismo de este plato es que aparece mucho en Calaix de Sastre, el fabuloso dietario que hizo Rafael de Amat i Cortada, el Baró de Maldà –un aristócrata del antiguo régimen, alejado de la ilustración a toda velocidad–, en 52 volúmenes escritos desde el 1769 al 1819. Se trata de uno de los textos narrativos más importantes de la literatura catalana en el período denominado Decadència –del XV al XIX–. Se trata de textos que explican vida privada, que no íntima, costumbres, fiestas y gastronomía, y en los que, cada año –esa medida– en primavera –esa otra medida– aparecía, como un reloj, esa aventura voluptuosa, ya rococó, denominada crema. Sin duda, uno de los mejores postres posibles.

FIVE HUNDRED, TWENTY FIVE THOUSAND, SIX HUNDRED MINUTES / HOW DO YOU MEASURE A YEAR? La unidad de la gastronomía sigue siendo la unidad de casi todo lo vital. Es la unidad con la que Sinatra hablaba del sentido de la vida en la acongojante canción It was a very good year, es la unidad...

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Autor >

Guillem Martínez

Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).

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