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COMO LOS GRIEGOS

Poulet marengo

Es un plato para después de una batalla particularmente dura. Es decir, es para días laborables, es sencillo y se hace rápido. Y recuerda a Napoleón

Guillem Martínez 13/07/2024

<p>El Poulet Marengo. No es un mar i muntanya, sino fleuve et montagne/río y montaña. / <strong>G.M.</strong></p>

El Poulet Marengo. No es un mar i muntanya, sino fleuve et montagne/río y montaña. / G.M.

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VOILÀ UN POULET. El plato que hoy pretendo endiñarles lo tiene todo para ser considerado como un ser raro y con carácter. Es a) la única receta –lo que es un aproximativo, pues lo único suele no existir– de la alta cocina francesa que se cocina con aceite de oliva. Es b) uno de los escasos mar y montaña franceses –lo que, a su vez, tampoco es tan rotundo, pues, como les dije un día que me sentí particularmente extrovertido, todas las culturas tienen platos escondidos en su propia rutina y, por ello, invisibles de tanto verlos, que mezclan la carne y el pescado–. Es c), y esto puede ser su definición más acertada, un plato de la cocina popular de la Provence y del Piemonte, reformulado en varias ocasiones y que ha recibido, por ello, diversas actualizaciones, siendo la última la estilización que, en su día, le propinó Auguste Escoffier, uno de los grandes de la alta cocina francesa, y un viejo conocido en esta sección –les animo a leer a los clásicos e, incluso, como sería el caso de Escoffier, a comerlos, pues solo los clásicos nos impiden ser cursis y tontos, si bien, a veces, ni eso–. Pero, y por si a), b), y c) no lo son todo, también disponemos de d), donde la cosa d) sería la siguiente: se trata de un plato sencillo, ocurrente y sorprendente, creado, según una teoría muy difundida, en el siglo XVIII, por François Claude Guignet, aka Dunan, cocinero del entonces Premier Consul de la République, Napoleón Bonaparte, ese tipo ocurrente que, cuando conoció a Goethe –presidente honorario de esta sección–, exclamó: “Voilà un homme”. Concretamente, este pollo fue formulado por Dunan en la noche del 14 de junio de 1800, tras la decisiva batalla de Marengo, en el Piemonte, durante la Segunda Campaña de Italia de 1799-1800. Hola. Bienvenidos a Como los griegos, una sección que opta por cocinar cosas sencillas con las manos y, lo dicho, leer a los clásicos, que sería lo más parecido a cocinar con las manos. Hoy les presento un plato napoleónico. O no. Y aquí comienza, propiamente, el pitote. No se lo pierdan. 

NAPOLEÓN, ESE HOMBRE. Napoleón fue un hombre preocupado por su leyenda desde muy pronto, cuando era estadísticamente más probable que se hiciera pipí en la cama que no que fuera leyenda. A todo ese compendio de artesanía, autopromoción y, posteriormente, propaganda de Estado sofisticada –y en ocasiones, todo lo contrario: burda y brutal–, se le denomina la légende napoléonienne. Y arranca oficialmente en la Première Campagne d’Italie, en 1797, tres años antes de nuestro pollo, a través de una seria meditación –lean a los clásicos, ¿lo he dicho ya?– de Los comentarios de la guerra de las Galias, de Julio César –uno de los mejores arranques de un libro escrito nunca jamás: “La Galia está dividida en tres partes”; si te has creído esa descripción de un país que nadie había visto, te tienes que creer ya todo lo demás; existe una edición de César anotada por Napoleón; no se la pierdan–. 

Si César escribió ese libro por capítulos, y pagó a pregoneros para que leyeran por las calles de Roma toda esa sarta de mentiras enviadas desde la Galia, en las que César era responsable de las genialidades e inocente de los fracasos, Napoleón hizo algo parecido: imprimir boletines, para que sus soldados leyeran los éxitos de su general, por si no los tenían claros. Y, más importante aún, para que los leyera la población de París, entremezclando las hazañas bélicas con comentarios políticos, la génesis de una carrera política. En la creación del mito participaron, a los pinceles, David, o Antoine-Jean Gros, o Jean-Léon Gérôme, o François Gérard, que retrataron a Napoleón sobre su caballo Marengo –Napoleón no solo dio nombre a un pollo, sino a un caballo–, o cruzando los Alpes, o frente a la Esfinge, o en la Batalla de Marengo, o en la de Austerlitz, o coronándose a sí mismo. Músicos como Beethoven, Berlioz, por la patilla, como el grueso de artistas comprometidos, románticos y europeos –nunca jamás había existido ese colectivo, que duró hasta el siglo XX, me temo–, le dedicaron sus obras. Pero –y aquí viene ya lo incomprensible–, esa leyenda continuó tras su muerte, cuando ya no había un Estado detrás ni su capacidad de censura y de represión, de la mano de autores como Balzac. Y, muy importante, también de la mano del arte popular, como las Imágines de Épinal, que llenaron los hogares obreros y campesinos de Francia con grabados en madera, de colores fabulosos, divertidos, que explicaban la biografía y la leyenda de Napoleón. En casa tengo un par de esos grabados. En verdad bellísimos, parecen hechos por un niño divertido que, como Stendhal, añoraba el rojo en un mundo ya negro. En uno de esos grabados se ve a Napoleón rodeado de egipcios con turbante, en el interior de una pirámide, cuando nadie sabía cómo diablos sería el interior de una pirámide. En otro se ve al fantasma de Napoleón, ya muerto e inmortal, mirando desde la costa las olas de Santa Helena. Sea como sea, Napoleón tenía que ser un tipo curioso. Hizo algo que una persona culta del siglo XVIII nunca jamás habría hecho: enamorarse de su esposa, una mujer del siglo XVIII, que nunca hubiera cometido ese error. Su correspondencia con ella está repleta de una pasión desmedida, perpleja, sexual, y contiene lo que tal vez es la más grande y más sobrecogedora declaración de amor jamás formulada. Ahí va, aparten a los niños y pónganse gafas de soldador: “Llego en dos semanas, mi amor –Napoleón estaba, precisamente, en Italia, en lo de Marengo–: ni se te ocurra bañarte”. Y, sean falsas o ciertas, llenó Europa de genio del lenguaje –lo mejor que puede ofrecer una persona con su cuerpo–, a través de frases como –ahí van un par–: “en la guerra, como en la prostitución, a veces son mejores los aficionados”, “en la guerra, como en el amor, para acabar es necesario verse de cerca”. O la que nos legó, tal vez forever: “La historia es un conjunto de mentiras acordadas”. 

VIDA DE UN POLLO. El pollo Marengo, todo apunta a ello, es una región de esa ciencia-ficción denominada légende napoléonienne. Y, según esa leyenda, la cosa fue así de niquelada. En aquella batalla, en la que Napoleón se enfrentaba a una tropa austriaca muy superior, etc., el jaleo llegó, en un momento dado, hasta la retaguardia francesa, de manera que quedó destrozado el campamento francés.  Y, dentro de él, la cocina. Al finalizar la batalla, el bueno de Dunan cayó que los austriacos se lo habían pelado todo, que no tenía alimentos ni, casi, cocina, por lo que ordenó a unos soldados que fueran por ahí a hacer una requisa para elaborar el cenorrio del Cónsul. Y lo que mangó la Grande Armée –llamar a un ejército así era ya ganar la mitad de una guerra; lo dicho, Napoleón fue un genio del lenguaje– fue, literalmente, un pollo, unos tomates, unos huevos, unos champiñones, aceite de oliva, vino blanco, pan y –ojo, que esto es lo que convierte este plato en un mar y montaña; bueno, en un río y montaña– des écrevisses, esto es, cangrejos de río. Con el tiempo, la leyenda napoleónica ha ido aumentando, hasta el punto de señalar que el cognac utilizado en la receta fue el de la mismísima cantimplora de Napoleón, y que, a falta de cuchillos, mangados por los austriacos, Dunan utilizó el sable del Cónsul. A este paso, dentro de uno o dos siglos, el huevo –frito– que adorna el plato será del propio Premier Consul de la République. Hay que poner en cuestión, por tanto, toda la historia de este pollo, del cual lo único cierto que sabemos es que fue adoptado por Napoleón como plato talismán. Se lo hacía preparar antes de cada batalla. Por eso mismo, fue muy popular en París, desde donde se difundió por toda Francia, con lo que se facilitó la introducción en todo el territorio de un fenómeno exterior a la gastronomía francesa y europea, y que vino, por aquel preciso momento y a través de ese plato, a quedarse. Se trataba del tomate, ese fruto raro que, en un principio, sustituía a la naranja en la cocina. La receta que propiciaba todo eso era, además, muy sencilla. No se la pierdan. A los niños, por otra parte, les enloquece comer el plato que comía Napoleón, ese dibujo animado.

LA RECETA. El Pollo Marengo es un plato para después de una batalla particularmente dura. Es decir, es para días laborables, es sencillo y se hace rápido. La cosa funciona así. Enharinar el pollo –yo utilizo muslos, la parte del pollo más divertida, con la que corren cuando les persiguen los niños–, y dorarlo en una cazuela, en la que se ha vertido aceite –de oliva, no de motores diesel– y –ojo, esto es importante– algo de mantequilla. La mantequilla siempre da un color muy bonito a todos los asuntos que toca. Retirar, escurrir sobre un papel de cocina. O, si disponen de ello, sobre la Biblia de Gutenberg o sobre cualquier otro incunable. Agregar a la cazuela una cebolla gansa, cortada a trozos pequeñitos. Cuando esté transparente, añadir un par de ajos picados, un bouquet/ hatillo de hierbas/el Sur, sal, pimienta y los tomates. Sobre los tomates: parece cosa de guasa, pero mola mucho utilizar tomates de lata, enteros. Su sola presencia cambia el plato y le da un color rojo sumamente atractivo y perplejo. Luego, verter por encima el vino blanco que se haya mangado a un campesino piamontés mientras miraba hacia otro lado. Algunos, como yo, pasan del vino blanco y echan un chorro de cognac. Cuando el alcohol se haya volatilizado, introducir el pollo, y olvidarse de todo ese asunto durante 45 minutos. Aproveche ese rato para a) llamarla/le por teléfono y decir: vuelve, cambiaré. Si sigue sin colar, b) saltear, en otra sartén, unos champiñones laminados, utilizando, otra vez, esa mezcla de aceite y mantequilla. En Francia, curiosamente, y a diferencia de la península, no se suelen cocinar los champiñones con los guisos, para proteger su sabor independiente. Cuando los champiñones estén próximos a su estadio final, verter en ellos los cangrejos de río. O, en su defecto, unas cigalas. Yo utilizo de aquellas pequeñitas y simpáticas, cutresalchicheras. Echar los champiñones y los cangrejos/cigalas donde el pollo. Que rompan el hielo y se conozcan. Y, luego, emplatar. Freír un huevo frito por bigote, y emplatar sobre lo emplatado. Freír también unas rebanadas de pan de molde, cortadas de manera sexi. Emplatar en lo requetemplatado. Emplatarse encima de todo eso. Y a ser feliz.

LO INNOMBRABLE. Les he descrito a Napoléon, a su leyenda y a su pollo como un campo magnético, divertido, apasionante. Puede serlo. Pero, dentro de ese campo, se esconden también más de seis millones de cadáveres, exterminados en Europa y África, de manera violenta y vana. Pensé en esta receta, en volverla a hacer, y en explicársela a ustedes, hace unas semanas, precisamente por ello, después de las elecciones europeas, cuando asomaron el hocico opciones políticas sustentadas en el olvido de la masacre. ¿Cuánto tarda en olvidarse una masacre? ¿Cuándo se trivializa? El Pollo Marengo, un plato excepcional, objetivamente bueno, explica que muy poco. 

VOILÀ UN POULET. El plato que hoy pretendo endiñarles lo tiene todo para ser considerado como un ser raro y con carácter. Es a) la única receta –lo que es un aproximativo, pues lo único suele no existir– de la alta cocina francesa que se cocina con aceite de oliva. Es b) uno de los...

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Guillem Martínez

Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).

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