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El insomnio americano

Desapariciones & Capitalismo

Hilario J. Rodríguez 21/08/2024

<p>Muchos de los retratos que antaño encontraban sus narrativas en álbumes familiares, con nombres y apellidos, una cronología y una lógica en el montaje, hoy se venden en mercadillos donde pierden su identidad.</p>

Muchos de los retratos que antaño encontraban sus narrativas en álbumes familiares, con nombres y apellidos, una cronología y una lógica en el montaje, hoy se venden en mercadillos donde pierden su identidad.

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Francis Scott Fitzgerald

Jeremy Collins, Andrew Halter, Yael Mayer, Earnestine Hollis, Jason Smith, Cynthia Taylor, Michael Cortes, Jessica Carroll... “Have you seen us?” (‘¿Nos has visto?’), preguntaba cada uno de estos nombres. Nombres anónimos, escritos bajo una fotografía de tamaño carné junto a la fecha de nacimiento, el color del pelo y de los ojos, el peso, la altura, el día y el lugar de su desaparición… Cada uno de ellos se había convertido en un espacio vacío para sus familiares y en un enigma para quienes veíamos su rostro en un cartón de leche o en la propaganda que la compañía ADVO Shopwise metía en los buzones de todo el país con bastante frecuencia cuando me fui a vivir a Los Ángeles (California) en 1996. Las agencias especializadas en personas desaparecidas decían y siguen diciendo que a veces es posible encontrarlas, siempre y cuando se acuda a solicitar sus servicios enseguida. Aun así, lo primero que les dice la policía a los familiares de un desaparecido es que en el mejor de los casos deben estar preparados para lo peor. Pero lo peor nunca es la muerte, lo peor es la incertidumbre, carecer de información, esperar en silencio pendiente del teléfono, hasta que todo el mundo parece perder interés en un caso, incluso las agencias de investigadores privados, que después de unos meses prefieren renunciar a toda búsqueda infructuosa. Y entonces mucha gente se acuesta sin haber apagado sus televisores, dejándolos parpadear con la pantalla en blanco durante la noche entera. 

Recordé todo esto hace unos años, cuando me concedieron una plaza como profesor en Virginia Occidental y mientras veía uno de los retratos de The Interview Project (2009). El entrevistado en cuestión era un tal Danny Bloxton de Oak Hill, el lugar adonde iba a dar clase en el condado de Fayette. Aquel hombre tenía 77 años en el momento de la filmación aunque parecía mucho mayor. Estaba sentado en el porche de su casa prefabricada, con un jardín en el que podían verse un vehículo y una roulotte en desuso. Tal como relataba su vida, muy alejado de cualquier dramatismo, había crecido sin padre y con su madre agobiada por las facturas. Una hermana suya murió bastante joven, y él y el resto de sus hermanos lo máximo a lo que podían aspirar era a ir al cine de vez en cuando si conseguían once centavos. Se graduó ya mayor, y poco más. La vida en adelante se le había pasado aprisa, carente de los sueños de otra gente. No sabemos si alguna vez llegó a escaparse lejos aunque solo fuese temporalmente o si vivió atrapado en el mismo sitio durante toda su vida, pero intuimos que quizás fue más bien lo segundo que lo primero.

En mis paseos exploratorios por Oak Hill busqué su casa de manera infructuosa. Podía estar en cualquier parte y cualquier parte en una ciudad e incluso en un pueblo de Virginia Occidental supone cubrir larguísimas distancias porque entre casa y casa pueden abrirse interminables descampados donde en otra época hubo negocios y donde hoy ya solo quedan naves abandonadas o la nada. Además, habían pasado seis años desde la filmación de aquella pieza para The Interview Project y Danny Bloxton podía estar muerto y enterrado. Nadie lo conocía. Si bien su nombre les sonaba a unas cuantas personas a quienes les pregunté, su descripción no se ajustaba a nadie que hubiesen tratado alguna vez. Ni en los supermercados, ni en las gasolineras, ni en las licorerías, ni en la farmacia del Rite Aid. Podría haber preguntado también en las iglesias pero me rendí al comprobar que había más de treinta, muy distantes unas de otras. Estaba claro que yo no estaba hecho para tareas detectivescas, al menos a la antigua usanza. Y, por desgracia, internet me sirvió de poco. En la pantalla, al utilizar diferentes buscadores, siempre aparecían otros Danny Bloxton, multiplicándose uno tras otro y llevándome a un enorme número de posibilidades, ninguna lo bastante fiable para hacerme creer que iba por el buen camino. Su nombre debía de ser muy común en el condado de Fayette, sin embargo no se abría camino entre las 120 piezas de The Interview Project, al que nunca aparecía asociado en mis búsquedas a través de internet. 

Una de las tarjetas que la compañía Shopwise metía en los buzones de todo Estados Unidos hasta hace apenas diez años, haciendo campañas comerciales por un lado y proporcionando la fotografía y los datos personales de uno o varios desaparecidos por el otro, con el reclamo de "Have You Seen Us?" (¿Nos has visto?)

Como en el cerebro siempre se producen intersecciones imprevisibles, mi fracaso en aquella búsqueda me llevó a pensar en Robert Walser. No solo en su obra, también en su vida. Me vinieron a la mente todos sus personajes dispuestos a servir sin rechistar, a no aspirar a nada, disolviéndose poco a poco entre los pliegues de una de las prosas más admirables del siglo XX. Gente viviendo en una distancia perpetua pese a tener cerca la posibilidad del amor o de la amistad. Fantasmas voluntarios en un mundo de guerras y exterminios, y capitalismo redundante en el que todos somos piezas sustituibles. Seres casi intrascendentes si no fuese por su determinación a anticiparse al final de sus propias historias. Ahí es donde radica su enigma. Creo que por ese motivo han generado tantos lectores, personas dispuestas a desentrañar el misterio, detectives para quienes resolver el problema de una identidad elusiva como la del autor de Jakob von Gunten equivale a desentrañar la verdad, una verdad íntima que en el fondo nos afecta a nosotros mismos. Lo que está claro es que Walser nos despistó a todos. Desapareció antes de desaparecer. Escribió sus últimas piezas con una letra minúscula, usando lápices porque no impregnan el papel como una pluma y porque así los textos coqueteaban con una desaparición más rápida. Luego pasó los 23 últimos años de su vida en el manicomio suizo de Herisau, enloqueciendo y dando paseos hasta que el 25 de diciembre de 1956 dos estudiantes encontraron su cuerpo sobre la nieve.

A estas alturas Walser continúa intrigándonos, por eso leemos su biografía e indagamos en su misteriosa obra, como si buscásemos en ella una solución a las desapariciones que nos rodean y de las cuales nadie parece darse cuenta. ¿Queremos de ese modo evitar nuestra propia desaparición? ¿Fue ese el motivo que me hizo interesarme por Danny Bloxton? Es posible. Aun así, era consciente de las radicales diferencias entre Walser y Bloxton, un escritor frente a un trabajador. Víctimas de batallas muy diferentes, uno de la literatura, otro del capitalismo. La diferencia es obvia: la literatura puede silenciar pero nunca olvida por completo (a no ser que se quemen sus evidencias), mientras que el capitalismo borra sin titubeos a quienes le resultan prescindibles. A Walser lo salvaron los libros que había escrito antes de pedir ser internado en un manicomio y que un escritor “activo” como Carl Seelig, que entendía la literatura como algo mucho más allá de su propia (e ingente) obra, se convirtiese en el amanuense que fijó con minuciosa paciencia los Microgramas en un formato legible para futuros lectores. Bloxton, por su parte, no había escrito nada y solo parecía condenado a “contemplar su vida con paciencia, como si fuera un momento largo que tuviera que aguantar”1, pese a sus tres minutos de gloria en The Interview Project, y por supuesto pese a mis nulas dotes como detective privado para encontrar sus huellas y hacer luego algo al respecto.

Sentí interés hacia The Interview Project cuando vi el nombre de David Lynch asociado a él. De hecho, por un momento pensé que lo había realizado él mismo al dejarme llevar por la pereza de las redes sociales y muchos blogs donde se daba por hecho que era su último trabajo como director. Pero no. En realidad, era un proyecto conjunto de su hijo Austin y Jason S., dos jóvenes que recorrieron 20.000 millas a lo largo de siete meses, filmando entrevistas de entre una y dos horas con gente común en las localidades más remotas de Estados Unidos. Aunque no tenían un plan concreto, querían saber dónde habían desembocado los sueños de los norteamericanos y cuándo se había producido su primer contacto con la muerte. Tres minutos de montaje sintetizan las respuestas de cada uno de los entrevistados, de edades, razas y estatus diferentes, cuyo rasgo común es la falta de dimensiones épicas de sus vidas. Unos no tuvieron suerte o la desaprovecharon, otros ni siquiera desean recordar; los más afortunados nos revelan algunas de sus virtudes (como hornear buenos pasteles) o piden ser recordados por haber intentado contagiar alegría a su alrededor. La mayoría le habla a la cámara desde la entrada de sus casas, sentados en el porche viendo pasar las horas o los coches por una carretera adyacente; algunos están en tránsito, caminando o al lado de sus vehículos. No parecen productos de las enormes posibilidades que promete el capitalismo sino sus epitafios. Son gente a la que las grandes narraciones de Philip Roth o Don DeLillo les están vedadas y cuya máxima aspiración podría ser un poema de Edgar Lee Master para la Antología de Spoon River o un cuento de Raymond Carver. Viven en las periferias, envueltos en el anonimato. Sin embargo, juntos producen un fresco de grandes y desasosegantes proporciones, como el de las víctimas de Ciudad Juárez en 2666 de Roberto Bolaño. Las leves variantes de sus imágenes y las extrañas rimas entre sus existencias dan forma a un proyecto de aliento poético pero también político. 

Efecto que tuvo una fotografía del archivo del campo de concentración de Terezin (en la República Checa), que primero utilizó W. G. Sebald en su novela Austerlitz, luego empujó al portugués Daniel Blaufuks a ir al campo y hacer sus propias fotografías para el libro Terezin, y que a mí me sirvió como juego de espejos en uno de los capítulos de Nostalgia del futuro. Contra la historia del cine

El cine convencional habría transformado The Interview Project seguramente en un poema homérico en el cual morir o haber sufrido encontrasen una compensación, en forma de indignada denuncia o de canto a los soldados caídos en una batalla. Tal como los vemos en su página web, no nos parecen las conclusiones de una investigación, tan solo sus pruebas. David Lynch introduce cada retrato con un comentario leve: “Brenda siempre soñó con ser bailarina”, “Kirstin trabaja en una tienda de bagels”, “Jason monta en bicicleta”... Sus palabras rechazan los heroísmos y los dramas. A veces podrían recordarnos al corrosivo humor de Alfred Hitchcock presentando los episodios de la serie a la que dio nombre entre 1955 y 1965. La diferencia entre ambos consiste en el tipo de bisturí que cada uno utiliza para hacer su particular lección de anatomía de una imagen: Hitchcock la ironía y Lynch el surrealismo. 

The Interview Project rechaza el lado mítico, y por lo tanto mercantil, del cine. Utiliza 121 retratos a modo de variaciones sobre un mismo hecho que en su multiplicidad y en su reiteración produce un perturbador efecto, muy cercano al de ciertas noticias en la sección de sucesos de los periódicos o a las novelas en tres líneas de Félix Fénéon. Si en estas últimas observamos la posibilidad de sintetizar una novela en un párrafo, una frase o unas pocas palabras (un nombre), en las piezas de The Interview Project observamos la posibilidad de sintetizar un largometraje en un cortometraje, una secuencia o un plano. Por supuesto, el tempo fílmico no es el mismo en un cine que en internet. En un cine el espacio nos priva de experiencias simultáneas, en internet es todo lo contrario. 

W.G. Sebald decía en El paseante solitario que sin la intervención de Carl Seeling en la vida de Robert Walser, posiblemente nunca lo habríamos recuperado como escritor y nos habríamos perdido una de las obras literarias más importantes del siglo XX. Al recuperarlo como escritor, no obstante, le hemos negado una vida real y en lugar de eso hemos deformado los hechos y los hemos simplificado, convirtiendo su estancia en un manicomio o la redacción de los Microgramas en parques de atracciones para nuestra imaginación consumista, para fabricar un héroe allí donde hubo un enfermo que no escribió una línea los últimos 23 años de su vida y que murió solo. Calculo que esas simplificaciones nos ayudan a negar el drama y la tragedia, ofreciéndonos ejemplos que no nos reduzcan a la categoría de seres humanos. Quizás por eso hay tanta gente que atribuye The Interview Project a David Lynch, concediéndole así un prestigio que en otro caso le negarían y transformando sus incompletos retratos reales en posibilidades narrativas que los hacen menos incómodos.

Con sus revoluciones, guerras, golpes de Estado, dictaduras y exterminios, el siglo XX se proyecta sobre nosotros como un siglo de imágenes de desaparecidos, de personajes de una novela de Patrick Modiano en la que la identidad es un territorio frágil e inestable. Con las catastróficas consecuencias del capitalismo indiscriminado, que ha continuado la tarea de borrarnos a todos sin apenas trámites, el siglo XXI será el de los detectives salvajes con quienes soñó Roberto Bolaño, o no será. 

El borrado de las imágenes es tan dañino como su indiscriminada proliferación porque reduce las evidencias que afianzan nuestras identidades. No hace mucho, viendo el álbum familiar de un amigo, me sorprendió que él apenas apareciese en las fotografías y que de una parte significativa de su vida, entre los quince y los treinta años, no  quedasen rastros, como si durante ese periodo no hubiera existido o como si hubiese querido borrar las huellas de un delito. Cuando cerré aquel álbum, me sentí bastante incómodo. Mi amigo lo notó pero no dijo nada. En adelante ya nunca he podido evitar cierto estremecimiento al coincidir con él, porque me persigue la sensación de que cada palabra que sale de su boca arrastra un silencio, cada parpadeo de luz viene precedido por un segundo de tinieblas. Al mirarle a la cara, noto una especie de abismo y me imagino a mí mismo precipitándome en él, sin que llegue jamás al fondo. He dejado de saber quién es, si de verdad soy su amigo o si él es amigo mío. A su lado, las cosas se han vuelto relativas, las conversaciones han perdido fluidez, la sinceridad se ha transformado en cautela.

En la sala de lectura de los marineros de Southwold, el escritor W.G. Sebald hizo un descubrimiento mientras leía las entradas del registro de los barcos que habían atracado o pasado por allí en 1914: “Siempre que descifro uno de esos nombres me sorprendo al comprobar que la pista de algo que ha desaparecido en el agua hace tiempo todavía permanece visible en el papel”. Se refiere a todo tipo de embarcaciones: de vela, recreo, pesca, remo, guerra, mercantes… Ante su mirada, poco importan las dimensiones más modestas en el velamen o la eslora, tampoco importan el rango, la tripulación o las misiones a llevar a cabo por un navío. Son los nombres, las descripciones, la escritura esquiva pero firme que poco a poco se convierte en una corriente marina, lo que lo sorprende mientras lee, medita, toma notas o simplemente mira desde una ventana cómo las olas a veces rompen con ímpetu contra el paseo. Imagino un efecto semejante en Patrick Modiano cuando visita hemerotecas y archivos en busca de nombres que ya no aparecen en el listín telefónico de París ni se amalgaman en las intrincadas redes de internet.

Retrato de una dama de origen ruso, de quien hoy seguramente ya nadie se acuerda, en su tumba sin flores en la isla de San Michele, en Venecia.

Ambos escritores, de mirada científica y aliento poético, minuciosos y reiterativos, incapaces de dar ninguna búsqueda por acabada, entienden que la Historia con mayúsculas puede empezar con minúsculas y transformarse a continuación en otra cosa. Eso explica que un extraño comportamiento en el mundo animal acabe transformándose en un reflejo del Holocausto, como sucede en Los anillos de Saturno, o que la elusiva historia de una judía de quince años desaparecida en 1941 y de cuya existencia da cuenta una pequeña nota en un periódico fuera de circulación hace tiempo se transforme en una batalla de la literatura para dar forma a la realidad, como sucede en Dora Bruder.

Hace poco murió la cineasta Chantal Akerman, en quien he pensado a menudo mientras veía los retratos de The Interview Project. Su batalla contra la depresión y a favor de encontrar huellas de su identidad en los lugares más remotos, en la gente más diversa, siempre me ha parecido una característica muy propia de nuestra época, un época de colapso para las instituciones sociales, una época sin continuidad para los movimientos cinematográficos o para las generaciones literarias, en la que cada cual reclama su individualismo. Akerman no buscaba su identidad a costa de los demás sino a través de ellos, un poco como hace The Interview Project al permitirnos a los espectadores que sumemos algunos de nuestros rasgos a los retratos incompletos que nos presenta, para completarlos. Si para pintar buenos retratos es preciso haber practicado antes con el autorretrato, tal como aconsejaba John Berger, supongo que para conseguir una imagen cabal de nosotros mismos es preciso haber contemplado antes imágenes de los demás. 

En De l’autre côté (2002), Chantal Akerman sigue las huellas de una mexicana que ha conseguido cruzar la frontera con Estados Unidos. Durante un tiempo le envía cartas a su hijo y de vez en cuando dinero. Un día, no obstante, las cartas y el dinero dejan de llegar. Después de seguir su rastro a través de varias habitaciones de alquiler en diferentes localidades donde ya nadie recuerda a la mujer, en su último domicilio conocido la casera todavía se acuerda de ella y se extraña cuando piensa en su repentina desaparición, dejando tras de sí el dinero del último mes de alquiler y una gabardina. Desde entonces no volvió a verla aunque una vez, durante una celebración en un barrio hispano, creyó distinguirla entre la multitud, pero pudo ser –como añade Chantal Akerman– solo un efecto de la necesidad de imaginar que tenemos en nuestro mundo tan real.

1. WILLIAMS, John, Stoner, Baile del Sol, Madrid, 2014.

 “No hay segundos actos en la historia norteamericana”.

 

Francis Scott Fitzgerald

Jeremy Collins, Andrew Halter, Yael Mayer, Earnestine Hollis, Jason Smith, Cynthia Taylor, Michael Cortes, Jessica Carroll......

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Autor >

Hilario J. Rodríguez

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