TIRANDO DEL HILO, XXV
Verano al desnudo
“Siempre recordaré este primer verano de soledad intermitente después de la maternidad”
Carmen G. de la Cueva 30/08/2024
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Vuelvo a casa tarde. Es una tórrida noche de agosto al sur. Siempre he querido escribir eso de “tórrida noche”. Me suena a cine de verano, a libro leído al borde de la piscina, a aburrimiento y desasosiego juvenil, también a deseo y a la erótica del cuerpo húmedo y despojado de toda máscara. Regreso al pueblo en autobús y el adjetivo “tórrido” se vuelve pegajoso y sucio cuando mi brazo se roza con el brazo del extraño que se sienta a mi lado. El aire acondicionado no funciona o funciona mal, el termómetro de la Macarena marca treinta y cuatro grados a las once y cuarto de la noche. La erótica se volatiliza, si acaso, se queda dando vueltas en mi cabeza como una fantasía peliculera, pero la realidad se impone. Hace demasiado calor, el autobús nocturno para en cada pueblo antes de llegar al mío y solo me apetece comerme un helado. Tomo notas en mi cuaderno como puedo. Mi brazo roza una y otra vez el brazo del extraño que va concentrado en su móvil y no se inmuta ante las sacudidas de mi bolígrafo. Cuando él se baja, ocupo todo el espacio posible, abro las piernas, estiro los brazos, suelto el bolso y los libros que llevaba en el regazo en el asiento ahora vacío y escribo con urgencia porque no quiero que las imágenes salgan de mí, atraviesen los cristales y vuelen hacia esta tórrida noche de agosto para perderse en el cielo nocturno.
El verano se acaba. Qué tristeza, qué honda pena me embarga. Se me ha hecho corto, cortísimo, breve, apenas un suspiro. Debo encerrarme a escribir como una posesa los pocos días que me quedan sin hijo hasta que mi ex lo traiga de vuelta. Revisar la novela, revisar la novela, revisar la novela. Acabarla, al fin. Lo pienso y un escalofrío de goce me recorre el cuerpo: nunca pensé que disfrutaría tanto de la escritura, de un verano sin viajar, sin vacaciones, un verano de interior, exactamente, en mi propio interior. Cuando una está feliz y a gusto consigo misma, cuando lo único que apetece es escribir, no se necesitan destinos exóticos ni fiestas salvajes ni amores de verano. Cinco días en Barcelona, alguna feria de pueblo, un par de tindercitas. Siendo completamente honesta, el presupuesto de madre soltera y escritora autónoma tampoco permite mucho más. No me importa. De verdad que no. Estar en mi cuarto propio, tan acogedor, con su extensa mesa de dos metros perfectamente ordenada, el jarrón con margaritas frescas cada diez días exactos, las galeradas que van llegando, las relecturas, los préstamos de la biblioteca, la montañita de libros comprados en los últimos meses, mi casita propia con olor a canela y a guiso, la cama siempre hecha con la colcha de verano blanca, estirada y los cojincitos bien dispuestos, el frigorífico lleno de verduras y huevos frescos del huerto de mi padre, los geranios floreciendo en el balconcito, y los potos extendiendo sus hojillas por las estanterías, entre los libros, mis paredes de libros, el cuartito de mi niño con sus legos y sus propias montañitas de libros y los rotuladores de mil colores, todo ello sembrado por el suelo. Es un privilegio estar aquí. Esta visión me hace feliz, igual de feliz que me hace salir a recorrer las calles del pueblo con la bicicleta, algo que nunca hice de adolescente porque hasta los treinta y siete años no aprendí a montar bien en bicicleta y que me hace sentirme como una chiquilla cuando voy sobre ella pedaleando sin parar y el aire nocturno me golpea en la cara y el cielo se va volviendo más y más oscuro regalándome unos atardeceres fulgurantes que en nada tienen que envidiar a las puestas de sol frente al mar. Cuando pedaleo y llego hasta el borde del pueblo, esto es, el límite entre la última fila de casas y la primera hilera de olivos, veo cómo la tierra y el cielo se parten en dos, el horizonte marca una línea recta perfecta, el campo se va volviendo oscuro, sombrío, y el cielo, justo en la franja que pega a la misma tierra, se torna encarnado, es como si se incendiara.
“En verdad, todo es fiesta para mí”, escribía Simone de Beauvoir en Norteamérica al desnudo, sus diarios de viaje por Estados Unidos, a propósito de sus paseos nocturnos por Manhattan. Estos últimos días de verano, en sintonía con mi soledad interior, he buscado sin descanso fragmentos, páginas, libros enteros, autobiográficos o de ficción, sobre mujeres solas. Me acordé la otra noche de Beauvoir a quien le dediqué un libro, de lo que me gustaron estos diarios, toda su obra autobiográfica, en realidad, por la honestidad que destila, su voz me resulta hipnótica, potente, empiezo y no puedo parar de leerla. El 29 de enero de 1948 llegó a su hotel de madrugada y se puso a escribir hasta que se le hizo de día. Había algo en el aire de Nueva York que le hacía el sueño inútil, su corazón latía más rápido que en cualquier otra parte del mundo. Cruzó un océano, estaba sola, y sentía que todo lo que veía y olía la travesaba con la fuerza de un rayo. “Yo me alegro de este amanecer”, escribe, “los días me parecen demasiado cortos”. Experimentaba placer, simplemente, por estar allí, en un drugstore, sentada en un asiento giratorio, con un zumo de naranja, unas tostadas, un café en la mesa, entre todos aquellos neoyorquinos que iban de un lado a otro, experimentaba placer al estar allí y observarlo todo desde su soledad. “Nueva York me da todas las alegrías de los viajes a pie por las montañas: el viento, el cielo, el frío, el sol, la fatiga […] Quisiera envolver alrededor de mi cuello esas luces, acariciarlas, comerlas”. Alcalá del Río no es Nueva York, desde luego que no. Nunca he pisado Nueva York, la ciudad es otra fantasía en mi cabeza, un escenario ficticio construido a partir de Sexo en Nueva York, Girls, las películas de Woody Allen, Desayuno con diamantes, Frances Ha y tantas, tantísimas películas y series y novelas y los hermosos versos que Lorca le dedicó veinte años antes de que Beauvoir la pisara por primera vez: “No duerme nadie por el mundo. Nadie / nadie. / Ya lo he dicho. / No duerme nadie”. Ambos se paseaban por la ciudad queriendo absolverla por los poros, morderla y comérsela, tragársela entera, Federico y Simone tenían por las noches exceso de musgo en las sienes y por eso no podían dormir y escribían, en verano o en invierno, escribían para salvarse y así salvar a otras que llegamos después y que, a pesar de no conocer la ciudad sin sueño, arrastramos unas sienes llenas de musgo y pasamos noches en vela tratando de armar párrafos con sentido.
Me bajo del autobús en el pueblo, nadie me espera en casa, me paro en la heladería a comerme una tarrina de helado de turrón, qué placer el de clavar la cuchara una vez tras otra en su jugosa cremosidad hasta que se acaba. Es una pena que se acaben los helados y el verano, pero la noche sigue y la casa me recibe fresca, todo en su sitio. Me descalzo y voy dando saltitos hacia el despacho. Son las dos de la mañana, es imposible irse a dormir ahora, aquí el sueño se vuelve inútil también. Afuera los grillos entonan su canto nocturno, la luna –a la que le falta un hilillo de plata para estar completamente llena– centellea. Siempre recordaré este primer verano de soledad intermitente después de la maternidad. Me asomo al balcón y veo cómo las casas se bañan en la claridad de la luna. A lo lejos, se oye la música de una verbena de barrio. Podría irme a bailar, podría llamar a alguien, podría, podría, podría salir de mí un minuto, pero elijo quedarme aquí, justo donde estoy, conmigo, escribir. En verdad, todo es fiesta para mí.
Devaneos veraniegos:
Leer 700 páginas.
Montar en bici.
Hacerse la muerta en el agua.
Comerse un helado.
Mirar cómo atardece en la orilla del mar.
Ir al cine.
Comer sola en un italiano.
Bailar entre desconocidos en una feria de pueblo.
Ir a la piscina municipal.
Vuelvo a casa tarde. Es una tórrida noche de agosto al sur. Siempre he querido escribir eso de “tórrida noche”. Me suena a cine de verano, a libro leído al borde de la piscina, a aburrimiento y desasosiego juvenil, también a deseo y a la erótica del cuerpo húmedo y despojado de toda máscara. Regreso al pueblo en...
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Carmen G. de la Cueva
Periodista, escritora y editora. Ha publicado varios libros y fue directora de la editorial feminista La señora Dalloway.
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