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TIRANDO DEL HILO, XXIV

Apuntes sobre la soledad propia (II)

“Esto es la intimidad: exponer la fragilidad”

Carmen G. de la Cueva 28/07/2024

<p><em>La habitación azul</em> (1923), de Suzanne Valadon.</p>

La habitación azul (1923), de Suzanne Valadon.

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1. Cada vez que me despido de mi hijo, en la parada del autobús, en la estación de trenes, en la mismísima calle, se me encoge el cuerpo. No puedo evitarlo. Cinco años sin separarnos más que algunas horas, alguna noche suelta, han hecho que sienta a mi hijo como una parte de mí, sin duda lo es, pero, quiero decir, una parte física, una prolongación de mi propio cuerpo. Este es el primer verano en el que pasaremos semanas enteras sin dormir cuerpo a cuerpo, sin despertar juntos, sin vernos siquiera. Días enteros sin vernos. Se me hace raro, rarísimo, solo con pensarlo, la sensación física de encogimiento, de pellizco, vuelve y me retuerce el pecho. No es solo la ausencia del hijo, sino la soledad de la madre. La soledad se hace una presencia, una sombra. Tal como el hijo se despide, dice adiós con su manita rechoncha y morena, lo veo desaparecer en la distancia, la soledad me asalta, me atraviesa, se viene conmigo adonde yo vaya. Me acuerdo siempre de unos versos de Rilke que dicen algo así como que el que está solo lo estará siempre “velará, leerá, escribirá largas cartas ⁄ deambulará por las avenidas / inquieto como el rodar de las hojas”. Inquieta como una hojilla otoñal, volandera, así me siento estos días.

2. Viajo sola por primera vez en cinco años y medio. He viajado sola estos años, para presentar mis libros, para dar talleres, por trabajo, nunca por placer, porque sí. Una madre no puede darse permiso del todo para desaparecer un rato de la vida del hijo. Al menos, no la madre que yo he sido hasta este año. Mi hijo estará fuera siete días y yo he decidido irme a Barcelona a la casa de una amiga. Es un viaje de transición, un viaje que me ofrece la oportunidad de salir de mi casa, de mi pueblo, abandonar, de alguna manera, mi arquitectura interior, mi escafandra, y probarme. Espero que este sea el primer viaje de muchos otros, un viaje que me permita atravesar esa línea imaginaria que hay entre el mundo de afuera y mi mundo interior. La amiga a la que voy a ver, una amiga cultivada con amor y lecturas más allá de los treinta, después de ser madre, tiene dos hijos, pero estos días está sola en su casa con su hermosa hija de dos años, Alexandra, y me ofrece la camita infantil de su hijo mayor. Preparo la maleta solo para mí, hay una proporción mayor de libros, cuadernos y bolígrafos que de ropa. Una maleta para mí sola después de años metiendo camisetitas, pantaloncitos, infinitas mudas de ropa, pañales, libritos, rotuladores, peluches. Me despierto de madrugada porque el tren sale temprano, tan temprano que no ha amanecido todavía y el silencio de la calle me abruma. Estamos a finales de junio, hace fresco, chispea, la lluvia está fresca, diría que tan helada como el primer baño en el mar de todos los veranos. Estoy nerviosa, excitada y, al mismo tiempo, tranquila, feliz, deseosa de abandonar el pueblo y recorrer la península para encontrarme con mi amiga. La promesa es tan vasta como la meseta: conversaciones sin fin, copitas de vino, paseos por la orilla del mar, comida rica, amor de amiga, amor de hija de amiga, soledad, soledad, soledad. Sé que no estaré del todo sola, estaré con ellas la mayor parte del tiempo –no deja de sorprenderme la elección para mis primeros días de vacaciones sin hijo: pasarlos con una madre y su bebé–, pero la soledad es interior, no hay reclamos del propio hijo ni exigencias laborales, tan solo el yo, agitado, un poco ansioso. En el tren, veo amanecer por la ventana, las luces vuelan, veloces, al otro lado del cristal, el cielo va mudando de piel y yo con él, soy una y otra al mismo tiempo, muchas dentro de mí. Abro el periódico y leo a Irene Vallejo, parece que me habla a mí: “Somos a lo largo del tiempo –e incluso en un mismo día– muchas personas diferentes. Yo soy yo y mis contradicciones. Sin embargo, el espejismo de las identidades sólidas, absolutas y eternas es desde siempre, detonante de hostilidad”. Quizá sea un propósito ambicioso para un pequeño viaje a Barcelona, pero le tomo la palabra y me propongo atreverme a explorar mis diversos rostros, mis ambivalencias, mis contradicciones, esta metamorfosis perpetúa en la que vivo desde que me hice madre. 

Si pudiera pedir un deseo imposible, sería el de tener en mi pueblo a esa colección de amigas que atesoro

3. Barcelona me recibe nublada, húmeda, demasiado fresca para ser verano. Mi amiga me espera con su hija en los brazos en el mismo andén de metro, en la parada de su barrio, y nos fundimos en un abrazo como podemos, un abrazo atropellado y torpe, entre maleta y cuerpito de bebé. Ver a mi amiga me calma al instante. Sé que he hecho bien al venir a verla, a pasar con ella estos días, Irene es, para mí, un pequeño hogar, una de mis interlocutoras predilectas, la única persona que ha leído el borrador de mi novela, que me ha visto por dentro. Es la hora de la comida y ha preparado una ensalada de pasta con tanto amor y yo tengo tanta hambre que vacío el plato y repito mientras bebo y charlo con apuro porque tengo tantas, tantísimas cosas que contarle y estoy tan contenta de haber salido al mundo, de haber salido un poco de mí, que no puedo mantener la boca cerrada. Si pudiera pedir un deseo imposible, sería el de tener en mi pueblo a esa colección de amigas que atesoro repartidas por el mundo, las amigas con las que mantengo conversaciones infinitas, fragmentarias, intermitentes, pero verdaderas. Tenerlas bien cerca, vernos todos los días un ratito, seguir creciendo juntas pero sin tanta distancia de por medio. Es, precisamente, la distancia lo que hace el vínculo precario y discontinuo y, si te descuidas, pasan los días y las semanas y cuando te quieres dar cuenta no sabes cómo retomar la conversación. Quisiera tener interlocutoras cerca, sostener las conversaciones mirándonos a los ojos, confrontar mis ideas con ellas, compartir mesa y vino y la vida misma, la crianza de nuestros hijos, los amoríos, la escritura, los libros que leemos, cruzarnos y crecer, al fin, como si en esos ratitos que pasamos juntas, esos ratitos de charla con Irene en Barcelona, por ejemplo, fueran alimento, rayos de sol, agua de lluvia, mientras hablábamos, notaba cómo me crecían nuevas ramas y brotaban de mí hojillas nuevas y una flor se abría y las raíces se hundían en la tierra volviéndose más y más profundas. Allí, en el saloncito de Irene, con su hija entre las dos y la ensalada y las cerezas rojas, rojísimas, enormes y jugosas, sentía que yo era la misma que había salido esa mañana de Sevilla y también otra completamente distinta porque mi mirada, de repente, se había fundido con la mirada de mi amiga y me había dado un matiz, una luz nueva, distinta. Cuando salgo de mí y me encuentro con los otros, me pasa, a veces, que tengo pequeñas epifanías y así fue allí mismo, en el barrio del Congrés: si estás abierta al mundo, abrazarás esa otra vida tan distinta a la tuya, y pensarás que hay tantos caminos como personas en el mundo, que todo es posible si sales un poco de ti, si rompes tus propios hábitos, si te asomas a la ventana y ventilas tus pensamientos. Algo así me pasó. Esos días acababa de leer una tribuna de Laura Restrepo que arrastraba conmigo, que me hacía muy consciente del presente: “La mayor dificultad está en deconstruir todo el sistema de creencias que hemos desarrollado sobre nosotros mismos. Por eso tal vez sea necesario meditar sobre la pregunta filosófica esencial ¿quién soy? Y tratar de develar los misterios de nuestra existencia, acudiendo a nuestra realidad cotidiana que es sencilla y compleja a la vez, tan inasible e incomprensible, y tan llena de matices. Una realidad que es expansiva y creadora”.

4. La habitación propia viaja conmigo, es un estado mental. Tomo notas en un pequeño cuadernito que llevo a todas partes. Lo he llamado el “cuaderno del deseo”, aunque acabará siendo un cuaderno de todo, de deseo y de más cosas. Escribo, narro, describo lo que veo y lo que me pasa en Barcelona, lo de adentro, el movimiento interior, tan agitado como el mar estos días a causa de la dana, y lo de afuera. Apenas pienso en mi hijo. ¿Cómo puede ser que apenas piense en él y que eso no me genere culpa? Está bien, me digo, está bien con su padre, lo veo en las fotos, en los vídeos, en nuestras breves, brevísimas videollamadas donde apenas me mira o me habla porque está en el presente, vive su presente y yo no estoy en ese presente, está su padre. Y todo está bien. Hace seis meses, ese pensamiento me hubiera roto el corazón en mil trocitos pequeñitos que hubieran salido volando de mí. Hoy, no. Porque cuando no estoy cuidando a mi hijo, cuando tengo tiempo para mí, me permito muchas cosas, entre ellas, la escritura, el tiempo para caminar sin prisa, para mirar las estrellas, para abrazar y besar y conversar con las amigas, para la soledad.

5. Esto es la intimidad: exponer la fragilidad. Con Irene me siento completamente transparente, me abro, me relajo, soy una niña, no la escritora, no la madre, la adolescente que desea, que juega, que explora. Me siento tan cómoda, tan cuidada. En una casa que no es la mía, durmiendo en la camita de un niño que viaja y sueña al otro lado del mundo, despertándome con el murmullo de los árboles al otro lado de la ventana, pareciera que están hablando. Puedo abrir los ojos, quedarme quieta en la cama, acurrucarme entre las sábanas, gozar con esa brisa húmeda que entra por la persiana a medio subir, escuchar las rutinas matinales de mi amiga y su hija, sentirlas familiares y, aun así, quedarme en la cama un rato más, prolongar el despertar, dejar que el deseo nazca, espontáneo. ¿Quién soy aquí? ¿Cuántas versiones de mí conviven en mí? Me levanto en pijama, con el pelo tieso, desayunamos con los ojos pegados todavía, hinchados, no tengo que ser nada más que lo que soy, no tengo que aparentar nada, no hay ninguna prisa por brillar aquí. Puedo ser yo misma. El asombro ante la esencia de las cosas: cómo hablan los árboles entre sí movidos por el viento, la lluvia en verano, la risa de Alexandra todas las mañanas, su gula, la mirada cómplice de Irene. Las veo y me veo a mí hace unos años, con mi hijo de dos, atendiéndole sin descanso, feliz y hastiada al mismo tiempo, como lo está mi amiga. Irene y Alexandra me regalan un espejo, una puertecita a la madre que fui, al hijo que tuve y que ya no es, porque los hijos, al igual que las madres, cambian, mutan, nunca son los mismos.

Con Irene me siento completamente transparente, me abro, me relajo, soy una niña, no la escritora, no la madre

6. Paseo sola por la ciudad, visito la exposición de Suzanne Valadon, me quedo prendada de un cuadro: una mujer yace tumbada en una pose relajada con un cigarrillo en la comisura de los labios, en pijama, con unos libros a los pies y la mirada al frente, perdida en un horizonte fuera del cuadro. La miro, su voluptuoso cuerpo, los estampados de las telas donde reposa, miro la pintura, me acerco más, más todavía, quiero contemplarla desde muy cerca y ver todos los detalles, para luego alejarme y ver de nuevo su figura completa, tan relajada y gozosa. Me recuerda a mí, salvo que no nos parecemos en nada, pero hay algo, las piernas semiflexionadas, el codo izquierdo apoyado sobre el almohadón, el librito a los pies, lo que parece un cuadernito amarillo, es como si acabara de escribir, como si esa mujer acabara de escribir un poema, una, diez, veinte páginas de su dietario, y ahora estuviera pensando en lo escrito, gozando del cigarro, feliz y relajada. Antes de salir del museo, paso por la tienda y compro la lámina de La habitación azul. Quiero colgarla en mi casa, mirarla siempre, quiero fundirme con esa mujer de Valadon.

7. Visito librerías, cargo con varias bolsas de tela, libros, libros, libros que sé que en Sevilla no encontraré. De repente, doy con ¡Oh, soledad! de Catherine Millot y leo: “Me muevo a mis anchas en la vida solitaria, disfruto del placer de vivir en mi casa y también disfruto del placer de vivir con la casa a cuestas, en otras vidas, prestadas, distintas”.

8. Cuatro días después, me despido de Irene y Alexandra en el portal. Nos abrazamos, ahora sí, las tres. El cielo sigue nublado y caen gotitas de lluvia. Las veo subir la calle de camino a la guardería, les digo adiós con la mano, ellas ya no pueden verme, pero yo sigo ahí hasta que desaparecen. El recuerdo de estos días seguirá conmigo mucho tiempo. Ahora vuelvo a Sevilla. Han pasado cosas que quedarán escritas en mi cuaderno. La escritura es, al fin, la única manera de descubrir mi realidad, para saber quién soy, cuántas hay dentro de mí, para registrar esa conversación infinita que mantengo conmigo misma. Volveré a mi casa, desharé la maleta, colocaré los libros nuevos y esperaré a mi hijo con ansia. Porque la soledad se retuerce, a veces, entre las paredes de la casa, y ya me sobran los días y quiero que el hijo vuelva, volver a ser solo madre otra vez. Este viaje me ha permitido conocerme algo más, estar en el presente, vivir, abrazar la soledad. Pero sé que algo ha cambiado, que no soy la misma del todo y vuelvo a unos versos de Rilke: “¿Pero quién eres tú? / Mira; yo siento cómo distancio, / cómo pierdo lo antiguo, hoja tras hoja”.

1. Cada vez que me despido de mi hijo, en la parada del autobús, en la estación de trenes, en la mismísima calle, se me encoge el cuerpo. No puedo evitarlo. Cinco años sin separarnos más que algunas horas, alguna noche suelta, han hecho que sienta a mi hijo como una parte de mí, sin duda lo es, pero, quiero...

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Autora >

Carmen G. de la Cueva

Periodista, escritora y editora. Ha publicado varios libros y fue directora de la editorial feminista La señora Dalloway.

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