TIRANDO DEL HILO, XX
Pensamientos sobre la nevera
La cotidianidad es muy autobiográfica, los ojos miran lo que tienen más cerca, lo que más conocen, solo así un vaso de agua con unos pensamientos se convierte en algo extraordinario
Carmen G. de la Cueva 29/03/2024
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A veces, tengo la impresión de vivir dos vidas distintas. Sucede que la mayor parte del tiempo vivo la vida de una madre autónoma que madruga y encaja el trabajo en los huecos que la crianza me permite –cuando mi hijo está en el colegio, cuando se lo lleva su padre, cuando él duerme muy temprano en la mañana, antes del amanecer, o muy tarde en la noche, casi de madrugada–, no hay tiempo para pensar en una misma, para recrearse en el cielo o las estrellas, para leer más de dos páginas seguidas de un libro elegido por placer. Si paso muchos días así, sin aliento, con el corazón en la boca, de un lado para otro, corriendo, corriendo, siempre corriendo a todas partes, la otra que soy se rebela y, entonces, comienza a dolerme la cadera o la espalda, el cuello está tenso como un alambre, me dan vahídos, el corazón salta, se detiene, vuelve a latir en el pecho como si, en lugar de uno, convivieran dos corazones dentro de mí, dos corazones latiendo a velocidades distintas. Es ahí cuando recuerdo que soy otra además de la que soy, sé que suena confuso, quizá le pase a todo el mundo aunque no sea madre cuando vivimos una vida que nos arrastra y los días pesan y, al mismo tiempo, vuelan.
Cuando la otra se me remueve por dentro, me basta con pararme un momento, si puede ser en la soledad de una habitación vacía, al alba, justo ahora que han vuelto las golondrinas y se oye cómo trisan al otro lado de las ventanas, o bien entrada la noche, en silencio, con la casa a oscuras, respiro hondamente, las veces que haga falta, me tumbo en el suelo sobre las baldosas frías como cuando era niña y así, solo así, puedo relajarme y trazar un plan para dejar salir a la otra, para permitirme vivir esa otra vida un ratito y dejar que el dolor, las preocupaciones, la ansiedad, salgan de mí como el aire a presión de una olla. En esos momentos, me acuerdo siempre de un relato de Natalia Ginzburg que se llama Verano y que es, posiblemente, uno de los que más he releído en mi vida; me parece redondo, perfecto, nada le falta ni le sobra. Escribe Ginzburg que siempre hay muchas formas de vivir y que cualquiera puede hacer de sí misma una criatura nueva, tal vez hasta completamente opuesta. La protagonista del relato no se parece a mí en nada, ella quiere morirse, está lejos de sus hijos, está cansada de ser mujer y siente cierto asco en el corazón, yo no siento nada de eso, pero la entiendo, entiendo el asco, el cansancio, la autoexigencia de tener que cumplir no solo con lo que los demás esperan de una sino, sobre todo, con lo que una espera de sí misma.
Me pasa siempre que voy a Madrid que lo vivo como una aventura
A veces, yo también me canso de mí misma, de la angustia materna. Hace unas semanas, después de uno de esos momentos de bruma y ahogo, dejé al niño con sus abuelos y me fui a Madrid. Me di un día libre de madre, quince horas libres, y me fui poseída por la otra criatura que soy. Me pasa siempre que voy a Madrid que lo vivo como una aventura, algo que será normal para la mayoría de la gente; para mí, ahora mismo, que vivo en un pueblo, entregada a la maternidad y al trabajo, dejarme ir un día, salir de esta niebla es como coger aire para los próximos tres meses. Quería ir a Madrid a ver a unas amigas, comer con ellas, conversar durante horas, pasear por el barrio de las Letras y por Lavapiés que son escenarios de mi vida prematernal –el último lugar en el que viví antes de ser madre– y quería, sobre todo, acercarme al Thyssen a ver la exposición de Isabel Quintanilla.
Hace muchos años, veinte, veinticinco años, vi en alguna parte una imagen de un vaso de agua lleno de flores. El vaso reposaba sobre lo que parecía un frigorífico y las flores eran moradas, de un morado intenso, oscuro, más que pintadas parecían retratadas por la lente de una cámara. Aquella imagen me gustó porque me recordaba a la cocina de mi abuela, una nevera parecida, un vaso igual que los vasos en los que yo bebía agua, unas flores que eran pensamientos como las que llenaban las macetas del corral de la casa de mi abuela, del mismo morado y lila. Cuando lo vi por primera vez, no sabía quién había pintado aquel cuadro, tardé algunos años en conocer la existencia de Isabel Quintanilla y, desde que lo supe, he impreso en papel la imagen de ese vaso de pensamientos una y otra vez para tenerla bien cerca de mí, cerca del escritorio, pegada en la pared, en todas las casas en las que he vivido. El vaso sigue siendo el mismo, no ha cambiado nada, pero yo sí y, cuando lo miro, es como si me asomara por una ventanita a mi infancia, a mi adolescencia, cuando iba a ver a mi abuela, cuando corría desde la calle hasta la cocina que estaba al final de la casa, pegada al corral, y alzaba los brazos para coger un vaso que llenar de agua fresca, me acordaba de los vasitos sobre la mesilla de noche, sobre el aparador de la entradita que mi abuela colocaba, vasos como estos, llenos de agua y con flores dentro, azahar, jazmines, alguna que otra rosa, pensamientos, flores de los arriates y las macetas de su corral, me acordaba de los limones, siempre había limones también, del limonero del corral, enormes, carnosos, con un aroma intenso, y su relojito de pulsera con la correa de piel ajada y la esfera de bronce.
Hoy todavía voy a esa casa, mi abuela ya no vive pero mi tía, su hija, sigue conservándola casi intacta –las mismas mesillas de noche, el mismo aparador, los mismos vasos eternos de duralex con flores– y ya no sé si estoy en un cuadro de Quintanilla o en mi propia infancia de nuevo. En días así, cuando entro por la puerta de su casa y salgo al corral a coger limones para llevármelos a mi casa o corto con unas tijeritas alguna rosa que poner en un vaso con agua en mi escritorio o arranco un buen puñado de jazmines y me los guardo entre las páginas del libro que esté leyendo hasta que se oxiden y su aroma se haga pestilente, esos días me parece que se abre una puerta en el tiempo, como cuando voy a Madrid, y tengo la posibilidad de atravesar los años y todas las vidas que he vivido entre la niña que fui y la mujer que soy ahora. Por todo esto quería ir a Madrid a ver los cuadros de Isabel Quintanilla con mis propios ojos, los trazos del lápiz y los óleos, observar de cerca, con la mirada atenta, llena de asombro, cómo ha sabido pintar el agua y la luz atravesándola y las sombras en las superficies.
Quería ir a Madrid a ver los cuadros de Isabel Quintanilla con mis propios ojos
Un día me di cuenta de que todo lo que me gusta de Quintanilla y todo lo que me gusta de Martín Gaite y parte del material con el que escribo es la cotidianidad, la cotidianidad es muy autobiográfica, los ojos que miran lo que tienen más cerca, lo que más conocen, solo así un vaso de agua con unos pensamientos, o con un clavel o un vaso de agua, simplemente, sobre una mesilla, se convierte en algo extraordinario, único, igual que llevar de la mano a tu hijo –me acuerdo del cuento de Laforet Al colegio– o volver después de una tarde de paseo por el campo y encontrarse con un sapito –las tardes de verano en las que Gaite paseaba por El Boalo con su hija Marta inventando cuentos– o las mañanas de los sábados cuando no hay colegio y, por mucho que madrugues, se hace de día y no has terminado de escribir y el niño se despierta y sigues tecleando, una letra tras otra, con él sentado a tu lado escribiendo su propia historia con un lápiz entre sus manitas todavía rollizas.
Fui a ver la exposición con una amiga, paseamos hasta el museo, estuvimos mirando de cerca cada cuadro, en silencio, haciendo breves comentarios, paseando entre decenas de personas, deteniéndonos en los vasos y en las máquinas de coser, en las mesas, en las puertas y las estancias, dos horas, dos horas y media hasta que el museo cerró. Fue hermoso ver los cuadros y pensar en esas otras vidas y en la vida que tengo ahora también –tomar aire, alejarse de la cotidianidad para volver a ella con más ganas, amarla fuertemente– y salir a Madrid de nuevo, al frío de la calle, ponerse el abrigo, la bufanda, los guantes, la mochila llena de libros a la espalda, emprender el camino de vuelta a casa. Mi amiga y yo bajamos hasta Atocha bordeando el Jardín Botánico, olía a flores, a lluvia, no se oían más que nuestras voces atropelladas, emocionadas, embriagadas por la pintura de Quintanilla, por los aromas que salían del jardín, por el entusiasmo mismo de volver a vernos, tocarnos, piel con piel, y agarradas del brazo enfilamos el paseo del Prado hasta fundirnos en un abrazo de despedida. Como casi siempre estoy sola y voy sola al cine y a las exposiciones, se me olvida cómo cambia la propia mirada cuando se confronta con la de una amiga, los pensamientos sobre todo lo sentido ante el cuadro o la pantalla no revolotean por la cabeza hasta estrellarse, sino que salen por la boca como polillas atontadas por tanta luz y chocan con esa otra boca, esos otros ojos, los de la perfecta interlocutora. Al llegar a la casa de mis padres, mi hijo me esperaba despierto, en pijama, olía a jabón, estaba caliente como un bollito de pan recién hecho, yo ya no sentía el impulso de dos latidos en mí, me sentía una.
A veces, tengo la impresión de vivir dos vidas distintas. Sucede que la mayor parte del tiempo vivo la vida de una madre autónoma que madruga y encaja el trabajo en los huecos que la crianza me permite –cuando mi hijo está en el colegio, cuando se lo lleva su padre, cuando él duerme muy temprano en la mañana,...
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Carmen G. de la Cueva
Periodista, escritora y editora. Ha publicado varios libros y fue directora de la editorial feminista La señora Dalloway.
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