TIRANDO DEL HILO, XXI
Apuntes sobre la soledad propia
Mi primera lección sobre la soledad quizá fuera la de mi tía: saber defender la soledad, pelearla, no sucumbir ante el deseo o la incomodidad de los otros, quedarte en tu casa si te da la gana
Carmen G. de la Cueva 5/05/2024
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Abro el cuaderno y comienzo a escribir como si fuera la primera vez. Apuro la página y sujeto el bolígrafo con cuidado entre los dedos para dibujar cada letra con un trazo perfecto, letras pequeñas, angulosas, apretadas, tinta negra sobre el blanco de la página. Los días en que mi hijo se va con su padre, no sé ni dónde vivo. Me pesa el cuerpo y se me encoge un poquillo el corazón como si en lugar de unas horas, fuéramos a separarnos una vida entera. Es así. Cada día estoy deseando que llegue la noche para acostarlo en la cama, leerle un cuento, darle veinte besitos tiernos y veinte besitos sonoros de amor en sus mejillas rosadas, taparle con las mantas y el nórdico hasta la barbilla y volver a mí. ¡Ay! Estoy deseando que se duerma para quedarme un rato sola. No físicamente, pero sí sola con el alma, sola de espíritu. Si tengo suerte, cae rendido y puedo pasearme descalza por la casa, dando saltitos, moviendo los brazos en círculos como si quisiera hacer girar sobre ellos un hula hoop invisible. La crianza en soledad es tan agotadora que, a veces, la siento como un peso en el cuerpo, un sofá en el pecho, una cesta llena de ropa mojada por tender, el cuerpo de mi propio hijo, sus veinte kilos justo sobre mi esternón. Escribo para desahogarme un poco, coger aire, volver a aprender a estar sola. La soledad de la noche cuando duermo al niño es breve, brevísima, porque se me cierran los párpados en cuanto abro un libro o tomo el cuaderno y el bolígrafo entre las manos. Y esta otra soledad, la de los sábados, los domingos sin hijo, es tan nueva que me resulta ajena. Como si otra la estuviera viviendo por mí. ¿Sabe una madre separada disfrutar de los días sin hijo? ¿Puede permitírselo? ¿Puedo permitírmelo? Sí, por supuesto, no hay duda. ¡Debo! Pero, ¿dónde coloco todas estas nuevas piezas del puzle de mi identidad? ¿Dónde encaja la madre sin hijo en la vida de una madre que lleva los últimos cinco años entregada completamente a la crianza? Esto que escribo son notas, apuntes que escribo tal y como vivo las cosas, una indagación personal a propósito de las soledades que vivimos. Hay muchas dentro de nosotras, somos una multitud; al menos, yo siento que cada día soy, como poco, hasta tres mujeres distintas: la madre abnegada, la escritora exigente y la que baila. Me sorprende esta última que vive en mí, estoy empezando a conocerla. Es la más divertida de todas, tiene el cuerpo suelto, mucho más suelto, como si las cuerdas que aprietan a las otras dos estuviesen destensadas. Baila por la casa como si estuviera en un videoclip. Nadie la ve y, por eso mismo, baila delante del espejo, baila desnuda para mirarse todo el cuerpo, cómo la carne se balancea, ese cuerpo que tantas vidas ha vivido quiere verse a sí misma, reconocerse de nuevo. Hay días que debería estar escribiendo un artículo, días que debería estar cocinando un puchero, debería, debería, debería; el día está lleno de exigencias, las de afuera y las que yo misma me impongo, pero prefiero hacer una tortilla francesa y gastar ese tiempo que me sobra bailando tontamente por la casa con o sin el niño. A veces, me emociono tanto que es el hijo el que apaga el tocadiscos o me pide “mami, porfa, para ya de hacer tonterías”. Las llama así, “tonterías”, como si cuando la madre baila no se sintiera libre, ella misma, una sola. Y yo sigo y sigo, sin atender el reclamo del hijo, como si no fuera madre, no siempre soy madre y solo madre, como si no sintiera vergüenza alguna, bailo y bailo y me dejo ir.
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Si estás triste o deprimida o ansiosa o ni siquiera tú misma sabes lo que te pasa, lee a Milena Busquets
Esta mañana, cuando mi ex se ha llevado al niño, he notado el pinchazo de angustia, la desazón y, antes de dejarme arrastrar al pozo, me he puesto a Lola Flores. Mientras bailaba, me iba desnudando, quitándome el pijama y el traje invisible de madre. Así, descalza, con los pies sobre las baldosas heladas, he decidido que iba a dedicar el día a leer el último libro de Milena Busquets y a ir al cine. Me han parecido dos buenas maneras, dos maneras gozosas de explorar esta soledad propia. Hacía un frío terrible, diluviaba, tenía que darme prisa si quería coger el autobús a Sevilla. Quería ver en la sesión matinal Los pequeños amores, la última película de Celia Rico Clavellino. En chándal, con un chubasquero y las botas de agua he salido a la calle, con Ensayo general de Milena bajo el brazo. He subido corriendo la cuesta que lleva desde mi casa hasta la parada de autobús, sin aliento; la lluvia caía fina sobre los tejados, más que agua, parecían plumas, pequeñísimas plumas cayendo, leves, en el asfalto. Había muchos asientos libres porque era temprano y llovía y era sábado. Y así me he arrebujado con las manos heladas en la prosa de Milena. Si estás triste o deprimida o ansiosa o ni siquiera tú misma sabes lo que te pasa, lee a Milena Busquets. No hay mal del alma que su prosa no cure. Hay en ella una ligereza, una honda y lúcida frivolidad que provoca mucho goce y mucho deseo de vivir. A las cinco páginas, ya estaba fantaseando con irme a Cadaqués y cruzármela en la playa, las dos con libros en las manos, con unas cervezas asomando por el capazo, con nuestras Birkenstock gastadas de tanto vivir. Supongo que si la viera no me acercaría a decirle nada, me escondería detrás de mi libro, cualquier otro, siempre llevo varios en el bolso, no el suyo, que no supiera que la estoy leyendo, y la miraría desde lejos, como una voyeur, que es como me siento leyéndola, una voyeur privilegiada. Se me ha olvidado hasta que soy madre, por un rato, en el trayecto del pueblo a Sevilla, mientras leía sobre sus amores –a sus hijos, a los padres de sus hijos, a la escritura, a su madre, pero, sobre todo, a la vida– se me ha contagiado algo de ese impulso, del anhelo de que a una le pasen cosas, que no sucedan las cosas solo en la cabeza de una, en la fantasía, sino que la vida también siga en el afuera. Lo dice ella misma en Ensayo general: “En los libros, la salvación completa todavía es posible”. Yo siento que leerla me ha salvado un poco de mí, de la desidia que llevaba alimentando estas últimas semanas desde que mi hijo se va a dormir con su padre y yo no sé qué hacer con mi soledad, con mi tiempo, con mi vida.
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Cuando he llegado al cine, a pesar de la lluvia, gracias a los autobuses eternos, casi me había terminado el libro. Andaba yo pensando en que quería empezar a tomar apuntes de esta vida nueva, de esta soledad mía tan rara, tan salvaje que no sé dónde ponerla, quería escribir de las cosas que me pasan y de las cosas que leo y de las que veo, de libros, de películas, de amantes y de las posibilidades del deseo. Me siento en la butaca ya con el cine a oscuras y en la pantalla se ven las piernas de Ani –interpretada por Adriana Ozores–, subida a unas altísimas escaleras rascando la pintura de la fachada de una casa. Ani rasca y rasca mientras su perro Yiyi la sigue con los ojos, Ani se hace un gazpacho para el almuerzo, come sola delante de su tablet mientras ve vídeos sobre cómo pintar bien la pared de la casa y pasea por el campo. Ani, por lo que se ve, es una mujer que está sola, que vive sola, tendrá unos sesenta años, bella en su cotidianidad, hermosa, de profundos ojos marrones, lozana y ágil hasta que da un mal paso y se cae en mitad del campo. Los pequeños amores es una película sobre la maternidad, sobre la hijidad, sobre la soledad propia y la compartida, una película que explora las maneras de vivir. Me acordaba todo el rato de los versos de Mary Oliver: “¿Y tú qué piensas hacer con tu única, salvaje y preciosa vida?”. Eso parece querer preguntarle, sin decirlo del todo, sin decirlo en voz alta, Ani a su hija Teresa –interpretada por la actriz María Vázquez–, que ha llegado al pueblo para cuidarla después de la caída. Es verano, están en un pueblo, la casa es grande, enorme, encalada, se erige en soledad ella también entre árboles y matorrales, sin ninguna otra construcción cercana, la casa parece tan sola, alejada de todo en medio del campo, como sola está la madre en la casa. La casa me recuerda a la de mi abuela, a la de mi tía, casas donde siempre hay algo que hacer, y eso puede llegar a ser una bendición porque te permite no tener que parar nunca, no sentarte a pensar, y también una condena, porque no hay descanso posible. Veía en esa casa de Ani las casas de mi pueblo en las que siempre hay algo roto, algo por renovar, una humedad, un desconchado, un rosal que podar… esas casas se comen a las mujeres, son como cuerpos viejos llenos de achaques.
La soledad deseada provoca mucha incomodidad en los demás
Las primeras escenas con Ani en el centro de la pantalla, llenándola con su presencia, me evocan una soledad de las buenas. Me acuerdo también de mi tía Carmen que nunca se casó y no lo vi como algo raro, era natural que viviera sola, que decidiera sola todas las cosas, que fuera feliz así, su vida era distinta a la de mi abuela, a la de mi madre, como más liviana en las formas, en el hablar. Ibas a su casa y podía estar cocinando una ensaladilla en la cocina mientras escuchaba La Ser o sentada en el sillón leyendo o tomando notas en sus cuadernitos. Algunos domingos cogía el coche y se iba de excursión a algún pueblo, a Sevilla, no le hacía falta nadie para hacer las cosas, no dependía de nadie más que de sí misma. Y ya de niña yo lo veía y la admiraba. Cuando llegaba la Navidad y ella prefería quedarse en su casa en Nochebuena consigo misma, sí que me parecía extraño, que no quisiera compartir la cena con su familia, en la casa de mi abuela, su hermana, estar con sus sobrinos. Mi abuela la llamaba y la llamaba durante todo el día, pidiéndole, suplicándole que se viniera a cenar, que cómo se iba a quedar sola, era una exigencia rabiosa la de mi abuela, no quería que su hermana se quedara sola. Ahí entendí por primera vez que la soledad deseada, buscada, la soledad que una misma propicia, provoca mucha incomodidad en los demás. Mi abuela nunca entendió ese deseo de mi tía, lo vivió como un desplante. Se revolvía entera cuando la imaginaba cenando la sopa de picadillo en la mesa camilla delante del televisor. Ahora sé que mi tía era lista como el hambre, le gustaba cenar así esos días porque así cenaba todas las noches de su vida, estaba a gusto con su soledad, sin tener que aguantar a nadie, leyendo hasta que le diera la gana y acostándose cuando quisiera. Mi primera lección sobre la soledad quizá fuera la de mi tía: saber defender la soledad, pelearla, no sucumbir ante el deseo o la incomodidad de los otros, quedarte en tu casa si te da la gana.
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La soledad de la hija, Teresa, una mujer de cuarenta y dos años sin pareja, sin hijos, se encuentra con la soledad de la madre. Las veo y podríamos ser mi madre y yo. Teresa tiene 42, y Ani, 62. Mi madre tiene 58, y yo, 38. La misma diferencia de edad, veinte años, eso hace que la distancia que podría separarnos se acorte, no son tantos veinte años; a cierta edad, rondando los 40, las hijas comenzamos a entender a la mujer que hay detrás de nuestra madre. Hablan poco las dos, todo se lo dice la hija con los gestos cotidianos, en los cuidados, la madre tiene una pierna escayolada, no se puede mover, la casa es grande, enorme, tiene dos plantas: preparar el gazpacho, bajar el colchón del dormitorio de la madre a la planta baja empujándolo por las escaleras, fregar los platos, comprarle un robot aspiradora para hacerle la vida más sencilla, contratar a unos pintores para que terminen el trabajo que la madre empezó. La madre, en cambio, es una madre dura, hostil, que solo expresa su amor desde el reproche, algo así como: “¿Le has puesto vinagre al gazpacho?, no me sabe a nada, friega la sartén a mano que luego se queda pegajosa, los pintores estos son unos careros, la aspiradora no anda bien, ya la estás devolviendo”.
El drama de esta película es tan cotidiano, tan familiar que pudiera parecer pequeño, pero entre la madre y la hija hay un abismo, dos mujeres que se miran de frente, cada una ha elegido vivir una vida distinta –única, salvaje y preciosa– y las dos, en cierta manera, aman la soledad aunque esta, a veces, escueza. Hay madres que no saben mostrar el amor con el cuerpo, madres que aman tan feroz, tan posesivamente que el amor se presenta siempre con palabras envenenadas: “Si no te pensaras tanto las cosas, hija, no estarías sola”, le dice en algún momento. Y la hija sale corriendo escaleras abajo, se sube a la bicicleta y echa a andar camino del embalse del pueblo, al chiringuito, se va a comerse un Frigopie y a llorar a gusto, sola, tranquila, sin la mirada escrutadora de la madre, como una chiquilla de quince años, porque una hija siempre tendrá la misma edad, entre siete y quince años, si está en la órbita de la madre, una hija solo puede crecer si se va de casa. Sentadas en la cama de la madre, apoyadas sobre el cabecero de caoba con los camisones blancos de bambula, madre e hija se acercan por primera vez, la madre deja de ser un erizo –escondida toda su fragilidad, toda su vulnerabilidad bajo las púas– y juntan los cuerpos. La madre pregunta a la hija: “¿Te da miedo esperar algo?”. Y la hija responde: “Y no esperar nada también”. Celia Rico se acerca a la vida interior de una mujer de 42 años que no tiene pareja, que no es madre, que anhela, de alguna manera, todas las vidas posibles que no llegaron a darse. La madre y la hija no son tan distintas, solo que el abismo que se abre entre ellas es, precisamente, la ausencia de conversación, de mirarse de cerca, la una a la otra como en un espejo, para verse como iguales. La madre le dice algo así –reproduzco de memoria–: “¿Sabes? Yo tuve un novio, fue hace mucho tiempo, cuando tú viajabas tanto por ahí. Cuando te fuiste, me quedé tan sola que no sabía qué hacer. Luego me acostumbré al silencio y me gustaba. Este hombre era de Pamplona, tenía familia aquí, quería que viviéramos juntos, pero yo no me iba a ir a Pamplona y él no iba a venirse al pueblo. Años después lo he visto por el pueblo y he pensado que menos mal que no me fui con él, porque está gordo como un sollo”. La madre también dejó atrás otras vidas posibles, prefirió la soledad, la eligió.
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Hay madres que no saben mostrar el amor con el cuerpo
Al salir del cine, seguía lloviendo, las gotas me caían sobre el pelo, quise extender mis manos al aire para mojármelas y pasármelas por los párpados, pesados, entumecidos por la oscuridad de la sala. Pensaba que en Los pequeños amores apenas había pasado nada, como en el libro de Milena donde apenas pasa nada, en mi propia vida tampoco estaban pasando muchas cosas. Una mujer sale del cine y camina bajo la lluvia con un libro entre las manos. Milena me había hablado de Los pequeños amores desde las páginas de su libro antes incluso de ver la película. Me paré en un soportal a buscar el fragmento, no quería que al libro se le mojaran las páginas. Hay una pieza –el libro está hecho de piezas, de artículos– que se llama “Diez años menos tres días” y podría ser una continuación, un epílogo a También esto pasará. En el texto quedan pocos días para que se cumplan diez años de la muerte de su madre, la editora Esther Tusquets, y la hija comienza a darle vueltas y se le instala el pensamiento doloroso de que la madre nunca la quiso, que no la quería. Un día, en los últimos días de vida de la madre, Milena intentó hablar con ella de su relación, se preparó un discurso sobre el amor: “Intenté explicarle a mi madre cómo me sentía, su egoísmo, mi abandono, mi necesidad de independencia, su furia, su exigencia, su reacción ante la enfermedad y la pérdida de poder, su obsesión con el dinero. Me escuchó tranquilamente, sin moverse de la cama, sin incorporarse siquiera y al acabar me dijo: ‘Como veo que ya lo has pensado todo y que lo tienes muy claro, no voy a añadir más’. Y siguió jugando tranquila al solitario”.
¿Cómo de difícil es hablar con una madre de cómo nos sentimos? ¿Qué barreras, qué muros infranqueables, qué abismos nos separan? He pasado los últimos días con laringitis, sin poder hablar, tosiendo, con mal cuerpo, agotada. Mi madre vino a verme la otra tarde, mi hijo estaba con su padre, y aproveché, como pude, entre susurros, para decirle algo que he intentado decirle muchas veces, que me siento muy sola, que la crianza en soledad es muy dura, extenuante, que escribir, ser autónoma, limpiar la casa, cuidar de todo es demasiado para mí. Ella me miraba perpleja, quiso defenderse, como si mis palabras fueran un ataque cuando no quería más que desahogarme, expresar mi cansancio: “Pues yo os crié sola a los tres, tu padre nunca me ayudó con vosotros y también llevaba la casa sola”. Esa frase que sale de ella como un escudo con el que protegerse, que lanza siempre como si se la hubiese aprendido de memoria y repetido mil veces dentro de sí misma para lanzarla ante mi desahogo, no me sirve, me hunde un poco más, me deja más sola. “Mamá, es que además del niño y de la casa, soy autónoma, la pensión no me da ni para las facturas, siento que tengo tres trabajos: el que me da dinero, el niño y la casa. Y no llego a todo”. En este punto, la conversación se rompe, no hay sendero por el que seguir, todo lo que digamos nos deja al borde de un precipicio, solo queda lanzarse al vacío o dar marcha atrás. Así que nos callamos, y ya en la puerta de mi casa, con la mirada baja, me dice: “¿Y qué vas a hacer, hija?”. Es una pregunta que no espera respuesta, una pregunta resignada. Hay algo, un vacío, un hueco por el que el entendimiento entre una madre y una hija acaba por perderse. Cuando faltan las palabras, el amor se muestra de muchas otras maneras posibles, eso lo sé, un guiso, un abrazo, una tortilla de patatas, una tarde de parque con mi hijo para que yo pueda escribir. Y es bastante, es mucho, lo es todo.
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Llevo tanto rato escribiendo en el cuaderno que ya ha llegado la hora de recoger a mi hijo en la parada de autobús. Escribir así, a mano, en este cuaderno nuevo, morado, suave, “tan suave como la piel de un oso”, según mi niño, ha hecho que la tarde vuele, que corra el tiempo. Cuando escribo así, sin propósito concreto, hilando un pensamiento tras otro, me parece que vuelvo a tener quince años y que todo es posible, como si la vida no fuera tan grave, como si apenas pesara un gramo; de repente, las cuerdas se han soltado y las manos bailan, me baila el cuerpo entero, dejo el bolígrafo entre las páginas y subo la calle hasta la parada de bus con los pies danzando en el aire.
Abro el cuaderno y comienzo a escribir como si fuera la primera vez. Apuro la página y sujeto el bolígrafo con cuidado entre los dedos para dibujar cada letra con un trazo perfecto, letras pequeñas, angulosas, apretadas, tinta negra sobre el blanco de la página. Los días en que mi hijo se va con su padre, no sé...
Autora >
Carmen G. de la Cueva
Periodista, escritora y editora. Ha publicado varios libros y fue directora de la editorial feminista La señora Dalloway.
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