En CTXT podemos mantener nuestra radical independencia gracias a que las suscripciones suponen el 70% de los ingresos. No aceptamos “noticias” patrocinadas y apenas tenemos publicidad. Si puedes apoyarnos desde 3 euros mensuales, suscribete aquí
Caminaba y sentí una presencia, una sombra a mi lado. Me giré y vi esa sombra. No existía. O, mejor, estaba en el interior de mi ojo. Acababa de nacer en él. Se trataba del humor vítreo, recién desprendido del fondo de mi ojo, que provocaba la visión de una serie de manchas, que ensuciaban todo aquello que miraba. En términos médicos se conoce a ese fenómeno, esas manchas flotantes, como moscas, si bien en mi caso las manchas habían adquirido la forma de telarañas. Eran telarañas inexistentes, oscuras, negras –antiguas, por lo tanto, como las telarañas copadas por el polvo que había en el altillo de la casa en la que nací, y que eran más viejas que yo–, movidas por un viento de tormenta inexistente, en el interior de mi ojo. Todo eso, claro, me lo explicó una doctora, que me atendió en urgencias, y me practicó una pequeña intervención, con láser, para que el corrimiento de vítreo no arrastrara en su alud a la retina. La doctora, en lo que resultó emocionante para mí, tenía la edad de mi hijo. Supongo que fue por eso por lo que, mientras me intervenía con seguridad y aplomo, sentí un profundo sentimiento de orgullo hacia ella. Últimamente me sucede eso muy a menudo. Siento una suerte de admiración paterna –esto es, sentimental, silenciosa, inútil– hacia personas más jóvenes que me voy encontrando, y en las que veo aspectos profundamente admirables, conmovedores, incluso. En el Tirant lo Blanc se dice algo parecido a lo que intento explicar, si bien sensiblemente opuesto. Sucede cuando el narrador describe a la emperatriz de Constantinopla, una mujer madura, protagonista de una profunda historia carnal con un joven escudero, y que queda descrita con esta frase breve e inapelable, que inaugura una nueva manera de describir el alma de las personas: “La Emperatriz tenía esa edad en la que las mujeres se enamoran de sus hijos”. No se volverá a decir nada parecido de un personaje tal vez hasta Proust. La literatura, pensé en ese momento, cuando veía el láser en mi pupila y recordaba a la Emperatriu, es algo grande y necesario y turbador, porque habla precisamente de eso. Habla del paso del tiempo, de esas telarañas negras, que llevan a las personas a ser ellas mismas, que lleva a la Emperatriz a su destino. Para una persona joven sería imposible saber lo que le ocurre a la Emperatriz –esto es, a algunas personas, sometidas al paso del tiempo– si no fuera por la literatura, único punto en el que se explica esa distancia, ese paso del tiempo, esas telarañas imprevistas. El paso del tiempo es el sello de la literatura, su esencia, su génesis, su éxito. Por ello es lo que separa a Homero de la Biblia, dos tipos diferentes de textos religiosos. El paso del tiempo, el tiempo transcurrido entre La Ilíada y La Odisea, es un descubrimiento fabuloso. De un libro a otro de Homero, y en lo que es estremecedor, el tiempo lo ha cambiado todo y a todos. Helena es otra persona, indigna de una guerra, Penélope recuerda a otra al recordarse a sí misma, y Odiseo ha cambiado de cuerpo, lo que es un cambio de por sí desconcertante, insuperable. El paso del tiempo y, en lo que es una suerte de puesta de largo de la literatura, de su primera y gran plenitud, ha cambiado incluso a Aquiles, un guerrero, un asesino en La Ilíada, que pasa a ser en La Odisea una persona diferente, alguien únicamente fascinado por su hijo, a quien observa con la admiración con la que yo observo a mi doctora. La Biblia parece ignorar ese paso del tiempo. Los cambios en los personajes no se producen, o son sorprendentes, rápidos, inverosímiles. Adán y Eva traicionan y envejecen, pero no cambian. El primer asesinato y el primer exilio de la historia, no crean consecuencias en Caín. La Emperatriz nace, sin lugar a dudas, de Homero, no de la Biblia, supongo. Nace de la constatación de un fenómeno, del que no sabríamos nada si no fuera por la literatura: el paso del tiempo nos crea telarañas, a través de las cuales vemos lo que nos pasa. Son telarañas que nos convierten en Helena, Penélope, Aquiles, la Emperatriz.
La doctora me dio la mano. Al despedirse, me expuso una serie de indicaciones, y me dijo que las telarañas no se irían. Permanecerían siempre, si bien, agregó, mi cerebro aprendería, en un tiempo, a discernirlas, a no verlas. Ese paso del tiempo aún no ha transcurrido, de manera que, ahora mismo, mientras escribo estas líneas, veo constantemente una presencia a mi lado. Parece una persona. Pero me giro y es algo aún más denso. Una telaraña. Una telaraña oscura, que filtra todo lo que veo. El paso del tiempo.
Caminaba y sentí una presencia, una sombra a mi lado. Me giré y vi esa sombra. No existía. O, mejor, estaba en el interior de mi ojo. Acababa de nacer en él. Se trataba del humor vítreo, recién desprendido del fondo de mi ojo, que provocaba la visión de una serie de manchas, que ensuciaban todo aquello que...
Autor >
Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
Suscríbete a CTXT
Orgullosas
de llegar tarde
a las últimas noticias
Gracias a tu suscripción podemos ejercer un periodismo público y en libertad.
¿Quieres suscribirte a CTXT por solo 6 euros al mes? Pulsa aquí