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Darwin creía que la domesticación de animales era fruto de la inconsciencia. Nadie quiso transformar a un animal salvaje hasta unos determinados rasgos domésticos, sino que, simplemente, lo hizo. Y, de alguna manera, mientras lo hacía, sin proponérselo, sin formulárselo de manera nítida, apostaba por un proyecto final, no confesado, por lo que bien podría haber sido inconfesable. Lo que explica la domesticación como una suerte de objetivo claro, al que no se deseaba ver de frente. Esa manera de obrar es propia de los grandes criminales, que suelen no observar lo que están haciendo, precisamente para no verlo. Lo que es un indicio de que la domesticación no deja de ser un acto, en cierta manera, criminal. Lo es porque se realiza a partir del asesinato –literalmente; domesticar consiste en el sacrificio gratuito de los especímenes no deseados–, y porque el mismísimo hecho de domesticar, de matar al salvaje para alumbrar al manso, no deja de ser la creación de una nueva especie y, con ella, la consecución absoluta del exterminio de su precedente indómito. Eso queda más claro si atendemos al fin último y fundamental, y definitivo, de la domesticación: la búsqueda de la mansedumbre absoluta. Es importante, a su vez, cómo se consigue eso. A través de un único método y resorte: la infantilización de los animales, que dejan de ser animales para pasar a ser otra categoría de seres, truncados, sin posibilidad de acceder a la llamada innegociable de la selva, a la explosión de la vida, a sí mismos. Así, un lobo domesticado no es más que un animal sin posibilidad alguna de vida adulta, un cachorro eterno y extraño, un monstruo al que denominamos, precisamente, perro. En cierta manera, y por todo ello, convivimos, acariciamos, nos alimentamos de cachorros, de animales –condenados a no madurar, es decir, condenados– denominados animales domésticos, capaces de lo imposible hasta ellos: vivir en rebaños, en gregarismo, en la paz de la inocencia aniñada.
Y todo esto, que es inquietante, lo es mucho más si nos preguntamos por la domesticación del animal de más amplios rebaños y, por lo mismo, de mayor docilidad y de infancia más densa e infinita. Se trata del ser humano. ¿Quién nos domesticó? ¿Quién mató a nuestros ejemplares más agresivos y nos hizo mansos? ¿Quién nos hizo, como a todos los animales domésticos, sumisos, niños, con cambios en la pigmentación, con reducción craneal y mandibular respecto a nuestros antepasados libres y salvajes? Según el primatólogo Richard Wrangham, fuimos nosotros, la totalidad de nuestra especie, todos nosotros, a la vez y poseedores de un único empeño, una suerte de autodomesticación colectiva, innegociable y, como siempre, inconsciente, no confesada, no confesable. Wrangham presupone así un proceso de autoselección, que doméstica y separa y aleja al Sapiens de las especies de Homo anteriores, que seríamos nosotros, si bien en libertad. Como cualquier proceso de domesticación, el nuestro tuvo que ser sanguinario y atroz. Por ejemplo, tuvo que consistir, por fuerza, en la infantilización del manso, y en el asesinato del agresivo mucho antes de la invención del derecho. Nuestra domesticación tuvo que ser tan brutal y violenta que aún quedan sombras en nuestra época que explican su carácter despiadado. Una de ellas es la cultura. La cultura, esa cosa sin definición, que consiste en un laberinto de funciones –en ocasiones tan inconscientes que es imposible no pensar que la cultura tuvo que haber sido un gran objeto de domesticación, sencillamente porque aún lo es–, posee la capacidad de marginar, de penalizar, de expulsar al discrepante, sencillamente por el recuerdo, lejano, olvidado, si bien siempre latente, de la necesidad de castigar a aquel no lo suficiente dócil.
La cultura es lo que queda de un crimen lejano y profundo, continuado, realizado a lo largo de miles de años, denominado domesticación. Es uno de los puntos en los que se realiza el sacrificio gratuito de los especímenes no deseados. Es donde se nos hace niños no problemáticos. Es el lugar del crimen, el punto en el que, en efecto, se realizaron crímenes aún más atroces, inconfesables. Y, como siempre en una domesticación, inconscientes.
Darwin creía que la domesticación de animales era fruto de la inconsciencia. Nadie quiso transformar a un animal salvaje hasta unos determinados rasgos domésticos, sino que, simplemente, lo hizo. Y, de alguna manera, mientras lo hacía, sin proponérselo, sin formulárselo de manera nítida, apostaba por un proyecto...
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Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
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