adelanto editorial
¿Qué ocurrió en el verano de 1994?
Extracto de ‘El cazador del mar’ (Roca Editorial), de Pilar Ruiz, segundo título de la serie protagonizada por la inspectora Mar Lanza
Pilar Ruiz 19/10/2024
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Tienes que imaginar cómo era yo sin ser yo todavía. Cuando tenía toda la vida por vivir, pero sin saberlo siquiera. Te resultará difícil, porque ni yo misma me reconozco. No podía pensar en nada más que en librarme de las cadenas que me atenazaban. Me sentía sola, abandonada, pero nunca, jamás, triste. Porque nunca he caído en la tristeza, siempre fui alegre, eso fue lo que me hizo acercarme a Dios. Nací así, porque Él lo quiso, como quiso que te amara. Pero entonces esa alegría no hacía más que esconder la llama que me quemaba por dentro. A veces lo sentía como un incendio, me daba miedo caer en él y a la vez, lo deseaba. Ahora sé que ese fuego oculto me daba la fuerza suficiente para salir de aquella educación, esa mala educación, la condena de convertirme en alguien indigno, débil, hipócrita. Querían que cayera en su trampa y me repetían una y otra vez quién era yo o, mejor dicho, lo que los demás querían que fuera. ¿Quién era en realidad? No tenía nada, no era nadie sin su nombre, me repetían. Pero estaban equivocados y me empeñé en demostrarlo hasta que me gané la fama de rebelde y desagradecida. Me miraban con desconfianza, como a una extraña, porque no encajaba en su mundo y no aceptaba sus reglas. Los odiaba. Me ha costado muchos años librarme de ese odio, tú lo sabes. A veces temo volver a caer en él. Pero el odio, ese fuego, me dio las alas para volar en cuanto pude. Así conseguí escapar sin tener que mendigar nada. Viajé, aprendí y me convertí en alguien que nunca se iba a doblegar ante ellos. Pero volvía cada verano a la casa de la infancia porque la sentía también mía aunque me perteneciera solo un poco. Allí encontraba a los demás. Y estaba Boy. Todos los recuerdos que tengo de la época más dura, cuando pasaba las noches pensando en saltar por la ventana y matarme o escapar, están unidos a él.
El tráfico en el centro era infernal. La ciudad estrecha, estirada sobre el lomo de la bahía, no tenía capacidad para albergar los miles de turistas agolpados en las calles principales que huían del verano sahariano en busca del fresco del norte. Los aparcamientos estaban abarrotados, así que a Mar le costó aparcar su coche y tuvo que dar un paseo hasta llegar a la iglesia del Buen Suceso.
Desde fuera hubiera creído que estaba frente a una lonja o a cualquiera de los antiguos edificios industriales que caracterizaban al barrio. La iglesia estaba pintada del mismo color mostaza que las casas bajas del poblado de pescadores levantado en los años cincuenta y se fundía con ellas. Sin embargo, el bullicio de las terrazas de los restaurantes especializados en pescado y marisco que habían hecho suyo el barrio, no traspasaba los muros de la iglesia. No había nadie y no se oía nada en aquel espacio casi desnudo de imágenes, sencillo y diáfano como la nave de una fábrica de conservas. Mar caminó hacia el altar. Al fondo había una puerta entreabierta con la palabra “sacristía” pintada sobre el dintel y alguien en el interior. Golpeó la puerta con los nudillos.
–Adelante– respondió una voz masculina.
Entró. El hombre se estaba quitando esa túnica blanca que usan los curas en la misa y a la que Mar Lanza no podía poner nombre.
–Buenas tardes.
En el instante en que levantó la mirada para verla y antes de que dijera una palabra, supo que la reconocía: ese hombre sabía su nombre y que era policía. La forma de observarla, como si la comparara con una fotografía, le delataba. Eso disparó en su interior una alarma que encendía la extraña capacidad que tenía desde niña: el aire detenido, la sangre ralentizada, el corazón latiendo lentamente, el pensamiento veloz.
El don que los mandos consideraban sangre fría y autocontrol era algo indefinible. Mar Lanza se convertía en un animal salvaje con los instintos agudizados y la capacidad de captar con toda claridad y detalle lo que le rodea: el desconchón en la pared sobre el crucifijo de madera, el armario barato, el verde de una banda de tela y la blancura de la túnica sobre la mesa. Y a su lado, brillando, un casco negro de motorista. Podía ver al hombre ante ella como si estuviera fragmentado. Algo más de cuarenta años. Delgado, fibroso, camiseta negra y vaqueros también negros que le acentuaban la delgadez. No muy alto, de pelo castaño ondulado y rasgos suaves, una sutil barba entrecana y pelirroja; la piel blanca y pecosa, los ojos de largas pestañas, casi femeninos que, sin embargo, lanzaban una mirada dura, afilada. La boca se había contraído al reconocerla, el único signo que delataba sorpresa ante su presencia. El sortilegio desapareció bruscamente, como había venido, cuando Mar escuchó su voz.
– ¿Buscaba a alguien?
Seguía disimulando: el hombre sabía perfectamente quién había entrado por la puerta de la sacristía.
–Busco al párroco.
–Soy yo.
Sin pestañear ni mostrar ningún tipo de ironía, Mar espetó:
–Don Celedonio, supongo. Tiene usted más de ochenta años.
La mirada inquisitiva desapareció en una media sonrisa que pretendía ser una disculpa pero que no lo era.
–Bueno, tengo algunos menos. Soy el padre Sergio.
–Mar Lanza, inspectora de policía.
Sacó la placa y la enseñó a cierta distancia y sin acercarse, como hubiera hecho con un delincuente peligroso sorprendido en su guarida. Fue él quien dio dos pasos hacia ella y extendió la mano. El apretón fue fuerte y seguro por ambas partes, calibrándose.
–El padre Nino tiene problemas de salud que le impiden llevar a cabo su labor sacerdotal y le estoy sustituyendo. Me temo que no podrá atenderla–dijo.
La excusa era buena siempre que el interlocutor no supiera que el padre Sergio, sin duda el dueño del casco negro que estaba sobre la mesa, era el motorista que había visto salir del monasterio de la Encarnación. Un legado pontificio, nada menos; enviado con poderes directos del mismo Papa. Su presencia allí nada tenía que ver con las necesidades espirituales de los feligreses de una parroquia obrera.
–Pero dígame si yo puedo ayudarla.– añadió.
Lanza se dijo que ya estaba bien de tanto disimulo y decidió pasar al ataque directo.
–¿Sabe por qué estoy aquí?
El cura guardó la túnica en el armario antes de responder.
–Me temo que sí. A causa del asesinato de la hermana Sol, ¿verdad?
Había usado la palabra “asesinato” sin miedo, no como la hermana Leire y sus compañeras, que la habían desterrado de su vocabulario.
–Estoy aquí por la misma razón, inspectora Lanza.
El Vaticano tenía sus propios investigadores, acababa de comprobarlo. Pero el caso estaba en manos de las autoridades locales y no del Obispo de Roma.
–Como cualquier ciudadano está obligado a comunicar cualquier información relevante para el esclarecimiento de los hechos. ¿Tiene información para el caso que nos ocupa? – preguntó.
–Aún no, pero espero conseguirla, se lo aseguro.
Ella habría dado la misma respuesta evasiva. Mar sintió que se encontraba frente a un espejo que le devolvía una imagen distorsionada de sí misma.
–Por favor, ¿le importaría quedarse un momento? – el reflejo le invitaba a sentarse en una silla de tijera de Ikea: los muebles de la sacristía eran modestos–. Quiero hacerle una proposición.
Mar tuvo que obedecer. Cada vez se encontraba más incómoda, mucho más cuando él tomó asiento en otra silla frente a ella; como en un interrogatorio. Solo que ella era la interrogada y el cura, el interrogador.
–Ambos sabemos que nos encontramos ante un caso… incómodo.
–¿Incómodo? – se mordió la lengua. ¿Cómo había que tratar a un cura? Porque se negaba a llamarle “padre”.
–Se lo explicaré. Es incómodo tanto para sus superiores directos como para los míos, y no le quepa duda de que hablan entre ellos de este y otros asuntos. Y es incómodo porque afecta a una mujer que no debería haber sido asesinada de esta manera.
–Ninguna mujer debería ser asesinada, ni así ni de ninguna otra manera.
–Perdón, me he explicado mal. Pero seguro que usted se hace cargo de que la condición de monja de la víctima es una circunstancia excepcional. Y esa misma condición dificulta extraordinariamente la investigación. Un caso que se presenta muy complicado, ya que hasta ahora no existe ni una sola pista ni sospecha ni testigo que lleve a descubrir al culpable. La policía no tiene nada. Pero eso usted lo sabe mejor que nadie, como investigadora del caso, como también lo sabe la comisaria jefe Marián Sañudo. ¿Me equivoco?
Acababa de dejar claro que conocía bien las interioridades policiales, el estado de la investigación y quienes estaban al cargo de ella. La Iglesia echaba un pulso, mostrando hasta dónde llegaba su poder temporal.
–Por otro lado, no pongo en duda su profesionalidad, inspectora Lanza. Seguramente ha comprendido que mi presencia aquí, un lugar al que la hermana Sol acudía con regularidad para ejercer labores de voluntariado, no es casual. He sido enviado desde Roma para intentar aclarar qué le ocurrió. Como verá, compartimos los mismos intereses.
Mar no estaba de acuerdo con eso, pero no iba a discutirlo con ningún eclesiástico.
–Por eso le propongo un trato: que nos ayudemos mutuamente y compartamos información – continuó él.
–No entiendo.
–Es bien sencillo. Usted tiene acceso a pormenores de la investigación que a mí se me escapan. Y al contrario: yo puedo suministrarle detalles del entorno de la hermana Sol Velarde que están lejos de su alcance. Trabajamos para instituciones distintas, pero con un mismo fin.
–¿Incluso si esos detalles salen a la luz? ¿Incluso si hubiera algún implicado de su… institución? – preguntó, escéptica.
–Entiendo su desconfianza. La iglesia no ha estado nunca dispuesta a revelar sus secretos ni a castigar a aquellos que se esconden en ella para cometer delitos, pero las cosas están cambiando.
Al menos era capaz de criticar a la organización a la que pertenecía, pero eso no era suficiente para Lanza. Aunque la oferta fuera tentadora –un “topo” a su disposición– podía anticipar cuál sería la opinión de la comisaria Sañudo al respecto.
–Como sabrá, lo que me propone es irregular. Ni siquiera podría informar de ello a mis superiores.
–Mi propuesta tiene riesgos y algún inconveniente, es verdad. Y no sólo para usted; yo también tendría problemas con algunos de mis superiores si supieran que estoy dispuesto a colaborar con un miembro de la policía. Pero estoy seguro de que la condecorada y famosa inspectora Lanza es una mujer decidida y capaz.
La había investigado… Aquel curilla tenía mucho de policía.
–Sí, sé muchas cosas sobre usted, inspectora– dijo, como si le leyera la mente.
–Ya veo. ¿También sabes mi talla de sujetador?
Soltó un golpe inesperado que le cogió desprevenido; él arqueó las cejas y luego rió tan fuerte que también sorprendió a Mar.
–Lo que no sabía es que tenías sentido del humor… Creo que nos vamos a entender tú y yo, inspectora Lanza. ¿Hay trato? – Y volvió a ofrecer la mano.
Mar estuvo a punto de rendirse: el gesto le recordó a cuando de niña bajaba con su padre a vender una vaca al ferial de Torrelavega, donde las ventas se cerraban con un apretón de manos. Pero la mano de Sergio era fina, no curtida por el trabajo en el campo; no se parecía a las de su recuerdo. Por eso reculó y, como hacía Sindo, el padre, antes de cerrar un trato, quiso ordeñar la vaca para ver si daba tanta leche como su dueño pregonaba.
–Antes de eso… Dame una prueba de lo que dices. A ver si esa información que tienes es de verdad valiosa o no.
–Soy cura y no puedo mentir – dijo con una sonrisa que le cambiaba la cara y le hacía arruguitas alrededor de los ojos. Mar permaneció impertérrita.
–De acuerdo, me parece justo – admitió él– ¿Qué sabes de las Defensoras?
–Muy poco.– Lo poco que sabía Martínez, en realidad.
–Son una orden muy curiosa… Antiquísima. Con su propia leyenda; aunque todas las órdenes tienen una. La diferencia es que esta tiene visos de ser real. Se supone que su origen es la Palestina de las Cruzadas, allá por el siglo XII. De ahí les vendría su nombre: monjas que defendían la Tierra Santa y luego fundaron hospicios para pobres en varios países. Lo verdaderamente curioso es que nunca perdieron las influencias orientales de su misticismo, lo que les hacía extrañas a la ortodoxia clerical. Durante el siglo XVI y XVII tuvieron algunos problemillas con la Santa Inquisición y fueron muy perseguidas, sufriendo cárcel o destierro. A pesar de eso, mantuvieron su independencia.
–Ya lo sabía. Además, no sé de qué sirve tanta lección de Historia en un caso de asesinato.
Parecía que esa vaca no iba a dar leche.
–No tan deprisa, inspectora – añadió Sergio– Esa historia puede explicar el comportamiento de la hermana Sol y del resto de monjas de su comunidad Si las Defensoras han pervivido hasta hoy día, sería por su celo en mantener las tradiciones, y una de ellas es la de hacer lo que les viene en gana, sin dar cuenta más que a Dios y a su enviado terrenal, el Papa. Y a este último porque no les queda más remedio.
Esa peculiaridad también la conocía gracias a Martínez. Iba a replicar, pero el cura la contuvo con un gesto.
–Espera… En el monasterio de la Encarnación han llegado a celebrar un congreso pastoral con seminaristas y monjas de varios países junto a activistas LGTBI que puso de los nervios al obispado: sus quejas llegaron a la Presidencia de la Conferencia Episcopal. Esas monjas son más activistas que contemplativas, de las que viven el cristianismo como acción; de monjas de clausura ya solo tienen el nombre. Sol venía a esta parroquia, donde era muy conocida, a ayudar al padre Nino. Aquí se relacionaba casi a diario con la gente de este barrio y eso significa mucha gente que no solo viene a misa sino que celebra aquí bodas, bautizos y comuniones, las procesiones de San Pedro y la Virgen del Mar y hasta reuniones de vecinos. Y quién sabe si entre todos no habrá alguien con información sobre lo que pudo ocurrirle, pero no tienes forma de saber quién acude a misa o a las muchas actividades parroquiales en las que Sol participaba. No conoces a estos feligreses ni sabes cómo acercarte a ellos. Pero yo sí. Solo un cura puede ayudarte en esto, inspectora. ¿Lo ves claro ahora? No puedo creer que esto no se le haya ocurrido a la brillante inspectora que capturó, ella sola, a un peligroso asesino en serie.
Esto último lo dijo con un sarcasmo impropio de su condición de sacerdote. Y continuó:
–Entonces… ¿Hay trato?
Sergio volvió a ofrecer su mano y Mar la estrechó y sujetó con fuerza.
–Hay trato… siempre que no salga de aquí – añadió antes de soltarla.
–En ese caso, puedes decir que todo lo que hablamos es secreto de confesión.
Seguía burlándose, pero no le importó. Puede que no sacara nada en limpio de su ofrecimiento, pero tampoco tenía nada que perder siempre que su relación fuera confidencial. Sobre lo que le pidiera a cambio… ya pensaría cómo bregar con ello cuando llegara el momento.
Quería salir de allí cuanto antes. El próximo encuentro sería en un terreno neutral.
–Estaremos en contacto– dijo, yendo hacia la puerta y sin mirar atrás.
–Te acompaño.
Salieron de la sacristía y al pasar por delante del altar, Mar vio que se arrodillaba y hacía la señal de la cruz. El gesto le recordó que era una extraña allí. Como aprendió de su padre, nunca debía fiarse de un cura. Sergio se volvió hacia ella.
–Dice que tenemos que largar red.
–¿Cómo?
–El patrón dice que somos como pescadores que van a lanzar la red… A ver qué pesca hacemos. Le pondré una vela, para que nos lleve a buen puerto.
Señaló la figura burda y mal pintada de un hombre con barba, un aro sobre la cabeza y una llave grande en la mano. Junto a su dios crucificado, con los pies apoyados en una ola de escayola, San Pedro pedía limosna.
Tienes que imaginar cómo era yo sin ser yo todavía. Cuando tenía toda la vida por vivir, pero sin saberlo siquiera. Te resultará difícil, porque ni yo misma me reconozco. No podía pensar en nada más que en librarme de las cadenas que me atenazaban. Me sentía sola, abandonada, pero nunca, jamás, triste. Porque...
Autora >
Pilar Ruiz
Periodista a veces y guionista el resto del tiempo. En una ocasión dirigió una película (Los nombres de Alicia, 2005) y cada tanto publica novelas. Su último libro es "La Virgen sin Cabeza" (Roca, 2003).
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