EL SALÓN ELÉCTRICO
Jueces que fuman Montecristos
Si se pasean por las noticias diarias verán casos de injusticias judiciales contra ecologistas, activistas, sindicalistas, líderes izquierdistas y hasta pobretones artistas
y titiriteros
Pilar Ruiz 21/09/2024
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Lisa Simpson
“Quien nada hace, nada teme” dice un inocente dicho español. La frasecita de marras funge como pirula tranquilizadora de mentes biempensantes, para quienes los malos y los buenos están bien diferenciados. Vean si no recientes declaraciones sobre migrantes. Si son rubios o hablan español, buenísimos; si oscurillos y rezan a otro dios, delincuentes peligrosos. Clarísimo, ¿verdad? Al menos para la gente de orden. Lo malo es que hasta ese orden –establecido, vaya que si está establecido– tiene propietarios y son ellos los encargados de separar el grano de la paja. No se equivocan nunca, afirman. Nunca un inocente será condenado. Si ocurriese lo contrario –y ahí entra el condicional que alimenta la ficción– sería una excepción, una anomalía de tal calibre que ese mismo orden se encargaría de subsanar o, como dirían los malpensados, ocultar. Esos mismos individuos sospechosos acusan al orden establecido de convertirse en un establecido desorden cuya finalidad no es otra que la destrucción de personas, reputaciones, familias, bienes. Un agujero negro que devora presentes y futuros pero siempre con la categoría de excepcional, rareza que, sin embargo, suele tener preferencia por el mismo tipo de víctima. Si se pasean por las noticias diarias verán casos –siempre singulares– de injusticias judiciales contra ecologistas, activistas, sindicalistas, políticos de los llamados progresistas, líderes izquierdistas y hasta pobretones artistas y titiriteros. Algunos dicen que esta extravagancia tiene su propio nombre en la lengua franca: lawfare.
Como decíamos, el puñado de malpensados atraviesa la historia. Ahí estaría Dickens en sus incontables novelas críticas del tenebroso sistema judicial victoriano o Víctor Hugo en Los Miserables, novela que comienza con una injusticia judicial: a Jean Valjean le cae un lustro de condena por robar un pan y se pasa 19 años en el trullo por intentar fugarse. Si en la actualidad el héroe de Hugo militara en Futuro Vegetal o defendiera a las ballenas encontraría jueces más duros que los de 1815.
Otro malpensado fue Alejandro Dumas, que denunció una injusticia judicial en su novela más famosa: El conde de Montecristo (1846). La historia de la conspiración que le lleva a la cárcel y posterior venganza del inocente Edmundo Dantés fue un éxito tan masivo y popular que hasta el cigarro puro más famoso del mundo lleva su nombre, debido a la predilección que por ella sentían las torcedoras de habanos, a las que un lector leía novelas para entretener el trabajo manual, mecánico. Seguramente a Dumas le hubiera encantado saberlo, mucho más siendo mulato como muchas de esas obreras que liaban tabaco.
Veinte años en el castillo de If.
“Era el ser humano más generoso y con el corazón más grande del mundo. También era la criatura más deliciosa y egotista sobre la faz de la Tierra. Su lengua era como un molino de viento, nunca sabías cuándo iba a parar, especialmente si el tema era él mismo”. Así era Dumas según un contemporáneo. Le faltó decir que vivió aventuras que dejan chiquitos a sus héroes de novela, que fue tan excesivo como el mismísimo conde que creó, que siempre estuvo endeudado a pesar de ganar dinero a espuertas, tuvo incontables hijos ilegítimos y también escritores “negros” escribiendo para él, fue revolucionario del 48, exiliado, nombrado por Garibaldi jefe de excavaciones y museos de Nápoles, autor de cientos de obras –incluso un diccionario de gastronomía– y sobre todo, inventor del best seller tal y como hoy lo conocemos –pobre Cervantes–. También fue el hijo del Conde Negro, el glorioso general mulato de la Revolución que abolió la esclavitud quien, traicionado por Napoleón, murió relegado y pobre. La estatua al general mulato, erigida en 1906, fue destruida por colaboracionistas con la entrada de los amiguetes nazis en París. Y hablando de injusticias: esa estatua nunca se repuso. Fue en 2002 cuando Alejandro Dumas –no su padre ni su hijo ilegítimo, autor de La dama de las camelias– fue exhumado de su tumba modesta para ser sepultado en el Panteón de París en una de esas ceremonias típicas de la grandeur de la France, maestra del autobombo, con un exceso que hubiera hecho las delicias del homenajeado. El presidente Chirac dio entonces un discurso en el que declaró el postergado reconocimiento a Dumas como una gran injusticia a causa del profundo racismo de la sociedad francesa. Y sin Vinicius de por medio.
La pesadilla, el caos, el proceso kafkiano convertido en relato de injusticias judiciales tiene mucho tirón entre el público desde tiempo inmemorial, sobre todo cuando acaba con final feliz y el agraviado/a se ve reivindicado y/o vengado de su infortunio. Por eso la novela de Dumas tiene incontables adaptaciones audiovisuales. Incluso en la España de las dos cadenas en blanco y negro franquista, con reparto de grandísimos intérpretes y un Pepe Martín por el que entonces suspiraban las ahora madres y abuelas (López, 1969). La última versión, estrenada este mismo año, es de La Patellière y Delaporte, más franceses que el camembert y el primero de apellido compartido con Dumas. Pues a pesar del aval y de los ditirambos cosechados por el blockbuster galo, esta no es la mejor versión ni de lejos, incluso sin tener en cuenta la insulsez del actor principal y su maquillaje estilo Joaquín Reyes, ni los supuestos hallazgos de modernización del texto –como si le hiciera falta– ni la capa al viento de superhéroe (ejem). No lo es porque un texto como el de Dumas se ve mucho más favorecido por su condición de seriado –publicado por entregas en el Journal des Débats y en Le Siècle– que embutido en un larguísimo metraje. Si quieren ver una versión mucho más afortunada, den con la rigurosa miniserie de 1998 protagonizada por Gerard Depardieu, que presta toda su oscuridad y complejidad perversa a un Montecristo nada heroico y escorado al mal psicopático. Otro acierto es que el joven Dantès es interpretado por su hijo Guillaume, dando imagen a los destrozos de 20 años de prisión brutal sobre el cuerpo y la mente del bello jovenzuelo convirtiéndolo en un deteriorado adulto. Además así no tendrán que soportar las patéticas canas pintadas de “zorro plateado”.
Montecristo inaugura una lista de éxitos basados en injusticias judiciales audiovisuales y no solo como obsesión de Alfred Hitchcock. Ahí tienen Cadena perpetua (Darabont, 1994), En el nombre del padre (Sheridan, 1993) sobre la historia real de los cuatro de Guildford o El fugitivo (Davis, 1993) estupenda revisión del enfrentamiento “miserable” entre Harrison Ford-Valjean y su cazador Tommy Lee Jones-Javert.
Todo lo haces bien, Tommy Lee.
También con racismo de por medio está el clásico Matar a un ruiseñor (Mulligan, 1962) basada en el relato de Harper Lee, cuyo padre, abogado como Atticus Finch, defendió en 1919 a dos negros acusados de asesinato. Tras su condena, ahorcamiento y mutilación nunca más aceptó ningún caso criminal. Otro caso “negro” del paraíso de las libertades: el del boxeador real Huracán Carter (Jewison, 1999) mientras suena Bob Dylan de fondo. Y si prefieren ver injusticias en serie, de esas que te dejan sin dormir de la indignación, Así nos ven (Ava Duvernay, 2019) sobre el caso de ‘Los cinco de Central Park’, los niños negros inocentes, condenados y encarcelados sin pruebas, y de absoluta actualidad por la campaña asesina del entonces millonario a secas Donald Trump, que llegó a pagar 85.000 dólares para publicitar en prensa la pena de muerte para esos menores. Nunca ha pedido perdón, pero ¿alguien lo esperaba?
En España, las injusticias judiciales se reflejan en una película emblemática, a su vez injustamente censurada por un supuesto ministerio de cultura democrático y su directora procesada por injurias a la Guardia Civil: El crimen de Cuenca (1980). Pilar Miró y la guionista Lola Salvador se atrevieron a lo impensable hasta ese momento: señalar a la Guardia Civil, jueces, fiscales y médicos forenses al servicio de los caciques del lugar y recordar a los inocentes de un crimen que nunca existió y que sufrieron torturas y prisión, allá por los tiempos de la dictadura de Primo de Rivera. Pero en todas partes cuecen habas, como en Italia: la reciente El rapto (Bellocchio, 2023) narra otro tremendo caso de injusticia judicial racista y supremacista cristiana esta vez con el Vaticano como poder injusto y criminal.
Volviendo a Francia, el círculo abierto por Dumas se cierra en el caso Dreyfuss y sus decenas de versiones de cine y televisión, la última El oficial y el espía (Polanski, 2019), en otro caso de racismo institucional que sigue latente en el país vecino en forma de unos partidos ultras a punto de tomar el poder, si es que no lo han tomado ya.
En los casos reales, ya ven que no hay finales felices ni tesoro templario con el que dar la vuelta a la tortilla. Pero ahí quedan las imágenes que hablan, que cuentan y que no olvidan. Pueden poblar de pesadillas nuestra imaginación, susurrando que el caos nos acecha. Ese caos tiene un rostro cambiante, siniestro: el del personaje togado, pleno de poderes divinos y humanos que se fuma un Montecristo mientras envía a un inocente al terrible Castillo de If. Podría ser yo, podría ser usted.
No somos los únicos encarcelados injustamente... ¡Mirad a todos esos famosos de izquierdas!
Lisa Simpson
“Quien nada hace, nada teme” dice un inocente dicho español. La frasecita de marras funge como pirula tranquilizadora de mentes biempensantes,...
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Pilar Ruiz
Periodista a veces y guionista el resto del tiempo. En una ocasión dirigió una película (Los nombres de Alicia, 2005) y cada tanto publica novelas. Su último libro es "La Virgen sin Cabeza" (Roca, 2003).
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