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La historia de la persecución de los llamados crímenes de guerra está lejos de ser la de un éxito irrefrenable. Philippe Sands retrató sus orígenes en el mundo contemporáneo en su deslumbrante Calle Este-Oeste, al literaturizar el nacimiento de categorías como las de genocidio y crímenes contra la humanidad. Y mientras que el propio Sands es crítico, pero a la vez optimista, sobre las posibilidades de aplicación internacional del derecho humanitario, la realidad es más bien la de un fracaso con pocos matices. Tanto la legislación de la ONU para la prevención del delito de genocidio como las convenciones de Ginebra de 1949 han tenido un recorrido limitado. Y, sobre todo, han sido de aplicación muy reciente. Por mucho que resuenen los juicios de Núremberg, Auschwitz, Fráncfort o Jerusalén, y por mucho que la cita a Arendt (leída o no es lo de menos) sea ya casi de obligado cumplimiento, la historia de la persecución del delito de crímenes de guerra (el crimen no justificado por la necesidad militar, que incluye asesinatos, tratamiento inhumano de personas, torturas, sufrimiento deliberado o la destrucción y/o apropiación de propiedades ajenas) o contra la humanidad es la de unos pocos oasis en un gigantesco desierto de impunidad.
La realidad de la aplicación internacional del derecho humanitario es la de un fracaso con pocos matices
Un breve repaso permite comprobarlo. Hideki Tōjō fue juzgado, condenado y ejecutado en 1948 como responsable de los crímenes japoneses en la Segunda Guerra Mundial, pero hasta 2002 no se inició otro juicio por crímenes contra la humanidad contra un presidente o primer ministro, Slobodan Milošević, que murió antes de conocer la condena del Tribunal Penal Internacional para la antigua Yugoslavia. No fue hasta 1998 que se aprobó en Roma el Estatuto que rige la Corte Penal Internacional, un tribunal en funcionamiento desde 2002 pero cuya soberanía nunca ha sido reconocida por países como Estados Unidos, Rusia, China, Israel, Cuba, India o Irán. En teoría, por chocar con su propia soberanía. En la práctica pueden suponerse intereses de otra índole: Estados Unidos, Rusia, India, China o Israel disponen de armamento nuclear. Y tampoco la historia de la CPI es precisamente la de un luminoso camino hacia el fin de la impunidad de los perpetradores de crímenes contra la humanidad. Responsable de complejísimas investigaciones de resultados no siempre satisfactorios, la totalidad de los juicios, así como todas las investigaciones en curso de la Corte menos una (Bangladesh), se vinculan a países africanos, representando una muestra muy limitada (e incluso podría decirse, sesgada) de los procesos penales en los que podrían aplicarse los principios del derecho internacional humanitario. Mientras, los procesos en investigaciones preliminares abarcan países que no han reconocido a la Corte misma, como Venezuela, Ucrania, Colombia, Irak o Afganistán. Desde 2015, también investiga posibles crímenes de guerra y contra la humanidad en Palestina, con resultados inexistentes, si su objetivo era el de la persecución penal de los delitos, y directamente penosos, si el objetivo era ese tan hermoso como ingenuo de su prevención.
Todo juega pues en contra de la legislación internacional en el terreno humanitario, a partir de su compleja compaginación con la soberanía de los Estados. Desde los juicios de Núremberg hasta la actualidad, el del derecho internacional ha sido un combate contra el marco jurídico y mental de la impunidad. Escudándose detrás de teorías como la de los “dos demonios” o la obediencia debida a la cadena de mando de difícil reconstrucción, los agentes de violencia han querido siempre limitar o legitimar sus acciones criminales, las han negado, matizado o justificado bajo la premisa del imperativo militar. Desde la política española de reconcentración de civiles en Cuba en 1896 a la ocupación israelí de Gaza que arrancó tras los ataques de Hamás del 7 de octubre de 2023, pasando por el genocidios como el herero y nama a manos de la administración colonial alemana de Namibia en 1907, por Srebrenica, Ruanda o Darfur, las masacres de civiles, los desplazamientos forzosos de población desarmada, los confinamientos y bombardeos sobre población no combatiente, la sustitución demográfica o la colonización forzosa son praxis propias de las guerras y los conflictos contemporáneos que casi siempre han conseguido salir impunes, y la realidad de las pesquisas actuales no invita al optimismo.
Hoy, además, ha nacido un nuevo agente de violencia, la inteligencia artificial. En su guerra en Gaza, el ejército israelí utiliza la IA como base para un programa, Lavender, que marca objetivos bélicos (personas, se entiende) y que se combina con otros mecanismos de rastreo, detección y automatización de bombardeos militares. Es en última instancia el algoritmo de la IA el que identifica a las víctimas, para acabar con ellas en sus propios domicilios y en horario nocturno, con lo que ello conlleva de muertes de civiles no identificados. Y si las cuestiones morales que todo ello suscita son complejas, no lo son menos las jurídicas. ¿A quién podrá juzgarse por crímenes de guerra, por causar sufrimientos no justificados por la necesidad militar, cuando estos los determine un algoritmo? ¿Qué cadena de mando deberá reconstruir un futuro, pongamos, Strassera, el fiscal del juicio contra las Juntas en Argentina, cuando se deban establecer las responsabilidades de los bombardeos sobre civiles desarmados realizados por drones autorregulados? ¿Podrá un futuro Eichmann escudarse en la evanescencia de una responsabilidad artificial para descargarse de culpabilidad? Evidentemente, la tecnología no sustituye al principio de responsabilidad, que señala a los estados mayores, jefes de operaciones y gobiernos. Pero ¿a quién podrá sentar en el banquillo de los acusados la Corte Penal Internacional cuando se trate de juzgar, si alguna vez se juzgan, los crímenes cometidos en el uso de Lavender? ¿Está preparado el derecho humanitario internacional para afrontar esta nueva realidad?
Sin la posibilidad a posteriori de la justicia, sea nacional o internacional, las víctimas de los abusos y los crímenes de guerra y contra la humanidad quedarán desprotegidas y, por fin, al albur de la más cruenta impunidad. ¿Será eso lo que realmente buscan quienes implementan ya hoy la inteligencia artificial como herramienta bélica?
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Javier Rodrigo es historiador, profesor en la Universidad Autónoma de Barcelona y coordinador de su Grado en Historia, Política y Economía Contemporáneas.
La historia de la persecución de los llamados crímenes de guerra está lejos de ser la de un éxito irrefrenable. Philippe Sands retrató sus orígenes en el mundo contemporáneo en su deslumbrante Calle Este-Oeste, al literaturizar el nacimiento de categorías como las de genocidio y crímenes contra la...
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Javier Rodrigo
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