EXPLOTACIÓN
‘La cocina’: un sueño en llamas
La última película del mexicano Alonso Ruizpalacios es un alegato a favor del reconocimiento de los derechos del ser humano que migra y que se encuentra constantemente en la mira de las políticas populistas que alimentan la xenofobia
Liliana David 22/11/2024
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Para quienes consiguen cruzar la frontera de Estados Unidos, esa autoproclamada tierra de la libertad, ¿es posible aún el “sueño americano”? En un país cada vez más consumido por el capitalismo y que toma la multiculturalidad como un campo de guerra, ¿hay todavía posibilidades de soñar? Tales cuestiones surgen a partir de la reflexión que suscita la película La cocina, del cineasta mexicano Alonso Ruizpalacios, una adaptación libre de la obra de teatro The Kitchen, del dramaturgo británico Arnold Wesker, y que cuenta con la magistral fotografía en blanco y negro del también premiado fotógrafo de cine Juan Pablo Ramírez. El filme muestra la tensa relación laboral que sufren varios empleados del restaurante The Grill, de Times Square, en el corazón mismo de Nueva York. Son trabajadores que proceden de distintos países; unos, inmigrantes en situación irregular; otros, empleados estadounidenses. Día a día, los “intestinos” del restaurante ocultan la lucha por la supervivencia, la misma que expresa el credo de la ciudad: un lugar de extrema competitividad, donde la confrontación y la agresividad parecen ser las únicas maneras ofertadas para conquistar un sitio en un país de extraños: ésa es “la sopa” que hay que tragarse todos los días. Tras su paso por el reciente Festival Internacional de Cine de Morelia (México), donde obtuvo el Premio del Público en la categoría en competencia de la sección de largometraje mexicano, la obra ya se exhibe en las salas de cine de España y Estados Unidos.
La cocinaestá protagonizada por los actores mexicanos Raúl Briones y Anna Díaz, así como por la actriz estadounidense Rooney Mara. Desde su título, la película ofrece un retrato metafórico de nuestros trastornos sociales; de un lugar reservado a la calidez del hogar, pasamos a otro tomado por una agresiva pauta laboral que reduce la humanidad a lo peor y hace de la solidaridad hacia el otro un sentimiento prácticamente aniquilado. El racismo, la intolerancia y la falta de empatía ocasionan los desencuentros y los choques entre quienes trabajan allí con la esperanza de cumplir un día su sueño de vida, el mismo que ven una y otra vez derribado cuando descubren que no son más que otro trozo de carne que se le echa a la gran maquinaria que alimenta el sueño americano, sí, pero sólo el del empresario. La cocina retrata, de esta forma, las miserables condiciones vitales que impone el neoliberalismo dominante, sobre todo a los eslabones más debilitados: un incesante y enloquecedor ritmo que impide detenerse y respirar; que hasta te obliga a comer en el trabajo para así aislarte y “ahorrarse” el tiempo de que salgas afuera. Un modelo de producción a destajo que, finalmente, te induce a conformarte con un salario que apenas alcanza para llegar a fin de mes. En tales condiciones, la vida pronto se convierte en un sinsentido, en un despropósito contrario al rumbo correcto que debería tener para la realización de sueños más humanos: para lograr relaciones de amor que sean más plenas y comprensivas, por ejemplo. ¿Qué individuo, malviviendo de esta manera, es capaz de frenar la maquinaria que está devorando sus propios sueños? No parece sensato creer que se pueda soñar y, al mismo tiempo, mantener un sistema que está programado para aplastar la propia vida.
Así las cosas, no es extraño que hasta los momentos de relajación que consiguen los trabajadores en la cocina, y que les sirven para aligerar un poco el ritmo vertiginoso con que circulan los platos demandados por una muchedumbre de clientes hambrientos, sean muy escasos y bastante pobres: salir al patio trasero para fumarse un cigarrillo, darle un sorbo a la cerveza mientras se prepara la langosta a las brasas o escuchar a los compañeros mientras gritan palabras soeces en varios idiomas (en español, inglés, francés, árabe), con el vano intento de forjar una camaradería que el chef supervisor, como un perro guardián y rabioso, vigila de cerca, “esperando que alguno la cague” para echarlo a la calle. En el desarrollo del argumento, La cocina pone en escena un mundo donde lo que impera es la explotación laboral, un modus operandi que logra enredar a sus propias víctimas en el engaño y acabar contando con su propia complicidad en la situación que los explota. En este caso, las víctimas son los inmigrantes que aceptan sus miserables condiciones a cambio de que sus jefes los ayuden a regularizar los papeles. La promesa de legalizar su situación es el canto de sirenas con que sucumben al engaño. Ya no quieren ser vistos como unos “mojados”, clara alusión que hace el filme al despectivo calificativo usado para referirse a todos aquellos que cruzan el peligroso Río Bravo, en la zona fronteriza entre México y Estados Unidos, y por eso aceptan lo que sea. Pero la promesa casi siempre se incumple, y todos sus sacrificios quedan en eso: años quemados en vano.
La película de Ruizpalacios, que previamente había debutado en el Festival Internacional de Cine de Berlín este mismo año, donde obtuvo la nominación al Oso de Oro a Mejor Película, cobra una dimensión política importante en estos tiempos, tras el regreso de Donald Trump a la presidencia norteamericana y el estruendo de todas sus habituales amenazas sobre deportaciones masivas de las personas indocumentadas. Trump continúa con su política xenófoba, promovida a lo largo de toda su campaña, y con la cual ha difundido la idea de que el país, por haber permitido la entrada a inmigrantes, “se ha convertido en el gran cesto de basura del mundo”. En este contexto, la película se convierte en un alegato a favor del reconocimiento de los derechos del ser humano que migra y que se encuentra constantemente en la mira de las políticas populistas que alimentan la xenofobia e incrementan el odio contra las personas humildes y económicamente pobres. Tras venderse mañana, tarde y noche a una sociedad que lo ve como extraño y que apenas lo estimula con promesas consumistas, envuelto además en una incomprensión casi total acerca de sus penosas circunstancias de vida, el migrante se despierta un día –si es que despierta– y se da cuenta de que no sólo es un semiesclavo, sino de que él es el único consumido. Desilusionado, se percata de que no le queda mucho por lo que vivir. Ya lo había advertido el filósofo y poeta Henry David Thoreau cuando escribió: “El precio real de algo es la cantidad de vida que entregas a cambio”, y no hay nada más opuesto a la vida misma que la explotación actual en el trabajo.
El sueño americano, para un inmigrante que llega ilegalmente a Estados Unidos (y a otros lugares, desde luego), se derrumba, es una falacia, una ilusión imposible, inalcanzable, prácticamente como la relación sentimental que mantienen en la película la güera Julia, una mesera gringa, y Pedro, el parrillero mexicano de la cocina, que la idealiza. Los personajes ríen en una de las escenas cuando escuchan decir a uno de los compañeros que prefiere a las gringas rubias porque son más parecidas al proyecto original que Dios concibió. Ante semejante exageración, otros hacen burla de él, pues, en realidad –piensan–, el amor entre una gringa y un mexicano sólo puede expresarse en la frase: “eres el amor de mi visa”. Una actitud que demuestra los prejuicios que pesan sobre las relaciones que pueden existir entre personas de orígenes distintos. Tópicos contra los que hay que luchar cotidianamente. De hecho, la relación sentimental entre Pedro y Julia lo expresa por medio de una relación de amor, pero que también lo es de incomprensión. ¿Para qué preocuparse por entender al otro, si es un eterno desconocido y, más aun, un candidato permanente a convertirse en enemigo? La incomprensión se complica al tener que hablar todo el tiempo un idioma distinto al materno. Ello contribuye a levantar un muro de incomprensión entre los dos amantes, que se aman y se alejan, intermitentemente.
En un momento de conflicto entre ambos personajes, Pedro se lamenta de tener que llorar en inglés para que Julia lo entienda. Por su parte, Julia se enfrenta a la disyuntiva que ha dado pie al conflicto con Pedro. Embarazada del cocinero mexicano, debe decidir si tener un hijo con un inmigrante sin papeles, o abortar. Mientras que Pedro desea el hijo, en parte por razones culturales muy arraigadas, Julia piensa en abortar en una clínica que cobra 800 dólares por la operación. Unos días antes, una cifra similar había desaparecido del restaurante, lo que había convertido a todos los empleados en sospechosos de robo, aunque a unos más que otros. Luis, el encargado de dar con el ladrón, desea culpar a Pedro. La razón vuelve a residir en las malas pasiones que se cocinan a fuego lento. Nacido en Estados Unidos, pero de origen mexicano, Luis es otra presa del resentimiento. Burlado por el propio Pedro, que le hace sentir su desarraigo con respecto a la forma de hablar de un “verdadero” mexicano, buscará desquitarse de él, no sólo culpándolo del hurto, sino recordándole que es un inmigrante sin futuro, mientras que él es un norteamericano con todas las de la ley: “I am an American, asshole” (“Yo soy estadounidense, imbécil”). El patetismo del personaje resulta evidente, pues él sabe que no es verdad, y que nunca dejará de ser el hijo de un inmigrante mexicano.
Al final, la tensión crece por todos lados hasta llevar la ebullición a un límite sin retorno. Como la propia sociedad norteamericana y el violento mundo en venta que vemos cada día abrirse paso, todo parece listo para explotar. La película va troceando los ingredientes del desastre. Su crítica, desde el plano más visible del mundo laboral del inmigrante hasta los desencuentros más personales que experimentan los individuos mientras cocinan y se atragantan con sus respectivas existencias, no hace otra cosa que mostrarnos cómo se prepara cada día un plato distinto de violenta destrucción. Aun así, si el migrante que encarna Pedro pudiera llegar a hartarse de la farsa que vive y lograra liberarse de las mentiras que van destruyendo su sueño, ¿no podría entonces dar un primer paso para resistir la injusticia que lo violenta a él y que lo compromete con el daño infligido también a sus compañeros? La pregunta queda en el aire como una posibilidad de aroma fresco que pueda aún recobrar el sabor de la vida en medio de tanta fritanga con Cherry-Coke. La metáfora culinaria de la cocina parece entonces más pertinente que nunca, pues mientras que la combustión de los fogones del fast food acelera su rendimiento para acabar quemándolo todo, muchos vuelven a soñar con una cocina que sea simplemente lo que alguna vez fue: corazón de la casa y expresión de un cálido hogar.
Para quienes consiguen cruzar la frontera de Estados Unidos, esa autoproclamada tierra de la libertad, ¿es posible aún el “sueño americano”? En un país cada vez más consumido por el capitalismo y que toma la multiculturalidad como un campo de guerra, ¿hay todavía posibilidades de soñar? Tales cuestiones...
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Liliana David
Periodista Cultural y Doctora en Filosofía por la Universidad Michoacana (UMSNH), en México. Su interés actual se centra en el estudio de las relaciones entre la literatura y la filosofía, así como la divulgación del pensamiento a través del periodismo.
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