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Racismo en EEUU

Leer a James Baldwin hoy

Un retrato incómodo del supuesto humanismo occidental

Diego E. Barros 1/09/2024

<p>El escritor James Baldwin en 1969, posando junto a la estatua de Shakespeare. / <strong>Allan Warren</strong></p>

El escritor James Baldwin en 1969, posando junto a la estatua de Shakespeare. / Allan Warren

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Hay dos imágenes. Están separadas por el tiempo y la distancia. Una es en blanco y negro, obra de Douglas Martin, y la otra, más reciente, en color, cuya autoría me es desconocida. Fueron tomadas en lugares distintos y a la vez tan parecidos. La primera data del 4 de septiembre de 1957, jueves. En ella se ve a la joven Dorothy Dot Counts-Scoggins dirigirse al instituto de secundaria Harry Harding en Charlotte, Carolina del Norte. Una multitud enfurecida grita a su alrededor. A su espalda, un joven blanco eleva los índices de ambas manos. El efecto óptico hace que los dedos del joven que la increpa se conviertan en cuernos a ambos lados de la cabeza de Dorothy. La segunda imagen fue tomada el pasado 2 de mayo de este mismo año en el campus de la Universidad de Mississippi, Ole Mississippi. También hay una multitud enfurecida que grita a los estudiantes. Los que gritan lo hacen desde el otro lado de unas vallas de seguridad. Esta vez quienes reciben los insultos no solo son afroamericanos, también hay blancos, pero la mayor virulencia la reciben jóvenes racializadas. Participan en las protestas que entre mayo y junio se extendieron por los campus universitarios de EEUU contra el genocidio de la población palestina en la Franja de Gaza a manos de Israel. Estas imágenes encierran la misma historia. Hombres blancos enfurecidos escupiendo insultos a mujeres de color que los reciben a pecho descubierto. Sin protección, o con una que apenas si alcanza a ejercer de espectadora de la barbarie incrustada en nuestras civilizadas sociedades. Una barbarie que, de olvidada, ha vuelto a normalizarse en los discursos que se emiten desde tarimas y platós de televisión. 

Dorothy Counts aguantó cuatro días antes de volver a su antiguo instituto. Demasiado rápido, demasiado pronto, argumentó a los cuatro vientos la América blanca liberal, tan pagada de sí misma, ávida por expiar sus culpas en actos benéficos y en las páginas de opinión de The New York Times. Las mismas páginas desde las que hoy se hacen malabarismos para justificar el bombardeo indiscriminado de la población civil en Gaza y se acusa a los que protestan de ser radicales antisemitas pro-Hamás. El primer ministro de Israel, último gran criminal de guerra abrazado por nuestras democracias, ha dejado al descubierto en su reciente visita a Washington, una vez más, toda la hipocresía de Occidente. 

James Baldwin (Nueva York, 1924) escribiría en No Name in the Street (1972) que la imagen de Dorothy Counts desafiando tres siglos de supremacismo blanco fue la razón que lo hizo regresar de Francia, país al que había huido en 1948 para, en sus propias palabras, no acabar en la cárcel, asesinado a alguien, o muerto: “Alguno de nosotros debería haber estado con ella ese día (…) en aquella luminosa tarde supe que debía abandonar Francia. No podía quedarme más tiempo en París discutiendo el problema de Argelia y la América negra. Todo el mundo estaba pagando sus facturas y había llegado el momento de volver a casa y pagar las mías”. En realidad esto no era cierto, o al menos no del todo. Pero qué es un escritor sino el fabulador de su propia existencia. 

Dorothy Counts camina hacia la escuela en su primer día, en medio de las burlas de otros estudiantes. Imagen tomada en septiembre de 1957 por Douglas Martin.

Mi primer contacto con Baldwin vino de la mano de la fascinación que me produjo escuchar su prosa en I Am Not Your Negro, el evocador documental que Raoul Peck dirigió en 2017. La película está basada en las 30 páginas de notas que el propio Baldwin escribió para un proyecto de libro llamado Remember This House y que finalmente nunca llegó a escribir. En él intentaba trazar una memoria personal del Movimiento de los Derechos Civiles y su relación con tres de sus figuras clave: Medgar Evers, Martin Luther King y Malcom X. El escritor ajustaba cuentas con su propio país. En realidad, muchas de las ideas esbozadas en este texto inacabado –tras su muerte en 1987, la editorial McGraw Hill demandó sin éxito a sus herederos para recuperar el adelanto de 200.000 dólares– ya habían sido desarrolladas en muchos de sus ensayos y novelas anteriores. Tras ver aquel documental, leí un par de sus novelas, pero sobre todo quedé atrapado por la clarividencia y la honestidad brutal de su prosa ensayística; de su cadencia prosódica y su obsesión por iluminar los rincones más oscuros de la cultura estadounidense como una canción de Nina Simone. 

Quedé atrapado por la honestidad de su prosa ensayística; de su cadencia prosódica y su obsesión por iluminar los rincones más oscuros de la cultura estadounidense

Coincidiendo con el centenario de su nacimiento, el 2 de agosto de 1924, la editorial Capitán Swing acaba de publicar, con una bella traducción a cargo de Paula Zumalacárregui, La próxima vez el fuego. Los dos textos que componen el libro fueron escritos por Baldwin en 1962 y se publicaron como libro apenas un año más tarde. En ellos se ven las obsesiones que marcarán toda la obra de un escritor a quien Malcolm X bautizó como “el poeta del Movimiento” [de los Derechos Civiles]. La raza. La religión. La violencia como identidad de una nación, los Estados Unidos de América, su país. Y su historia; la maldición, el mito. La gran mentira. El primero y más breve lleva por título “Tembló mi celda. Carta a mi sobrino en el centésimo aniversario de la emancipación” (My Dungeon Shook: Letter to my Nephew on the One Hundredth Anniversary of the Emancipation). Baldwin escribe una suerte de testamento vital a su sobrino de 14 años: este es el país en el que has nacido y has de sobrevivir, le dice. Publicado originalmente en la revista The Progressive, en apenas cuatro páginas, el escritor problematiza, medio siglo antes de la aparición del Project 1619 y décadas antes del desarrollo de la llamada teoría crítica racial (Critical Race Theory, CRT), el lugar de la raza en la historia de su país. Y lo hace justo en el centenario de la emancipación. “Es la inocencia la que constituye el crimen”, le dice el escritor a su sobrino James, Big James, “no es tolerable que los autores de la destrucción sean también inocentes”, tus compatriotas.

Dos años después del shock provocado por la victoria de Trump en las presidenciales de 2016, Eddie Glaude Jr., profesor de Estudios Afroamericanos en la Universidad de Princeton, comenzó a escribir Begin Again. James Baldwin´s America and Its Lessons for our Own (2021). Glaude comienza su libro citando el discurso que el escritor pronunció en Howard University en 1963: “Es responsabilidad del escritor negro excavar la verdadera historia de este país... Debemos decir la verdad hasta que ya no podamos soportarla” para preguntarse por la vigencia del pensamiento de James Baldwin hoy. El libro, todavía inédito en español, sigue un argumento que se origina en un ensayo que Baldwin escribió en 1964 con el título de “El problema blanco”. Este señalaba que “la idea de América es una mentira descarada” que ha fomentado un estado de ceguera voluntaria: la negativa a reconocer que EEUU fue fundado sobre la base de la supremacía racial de los blancos implicaría, a su vez, la asunción de la propia inocencia de estos. Esa misma mentira, según Glaude, sigue explicando EEUU hoy y, sobre todo, la amenaza de un Trump 2.0, todavía más virulento que en su primera edición.

Si el libro de Glaude es un contrapunteo para leer a James Baldwin hoy, es la lectura de esta carta la que nos lleva ineludiblemente a otra. En 2015, Ta-Nehisi Coates, entonces un semidesconocido escritor negro que trataba de hacerse un nombre, publicaba otra epístola en forma de libro bajo el título de Entre el mundo y yo (Between the World and Me). En el libro, bello y desgarrador a partes iguales, Coates escribía a su hijo adolescente desde la rabia y el pesimismo. El asesino de Michael Brown acababa de ser declarado inocente, como los de Eric Garner, como antes los de tantos afroamericanos muertos a manos de la policía estadounidense en una macabra y constante línea desde su creación; la de los cuerpos policiales y la del país mismo. 

La presencia del padre –o la ausencia, ya que el escritor se crió con un padrastro maltratador– es una de las constantes en la narrativa del neoyorquino

La revisión a contrapelo de ambos textos se antoja lógica, y constituye ya hoy un clásico de los estudios afroamericanos desde perspectivas que van de lo meramente retórico a los estudios de la otredad. Baldwin, homosexual, se dirige a su sobrino (un clásico de la literatura queer) y enfatiza su relación abierta y multipolar con este: “Sigo viendo tu rostro, que es el de mi padre y mi hermano. Como él, eres fuerte, oscuro, vulnerable, malhumorado –con una definida tendencia a sonar truculento porque no quieres que nadie crea que eres débil. Puede que seas como tu abuelo en esto, no lo sé, pero ciertamente tú y tu padre os parecéis mucho a él físicamente”. La presencia del padre –o la ausencia, ya que el escritor se crió con un padrastro maltratador con el que mantuvo siempre una relación tempestuosa hasta su muerte– es una de las constantes en la narrativa del neoyorquino. Así, cuando interpela a su sobrino, lo hace indirectamente, escondido tras la figura paterna o la de su propio hermano. Bromea con el origen de su apodo “tú fuiste siempre un niño grande, yo no”, y deja claro que el adjetivo “gran” es un atributo, no una transferencia de identidad entre quienes comparten nombre de pila. 

Coates, sin embargo, rompe con cualquier tipo de ambigüedad en el mensaje que traslada a su interlocutor. Dirigiéndose únicamente a su hijo, le traslada la historia de su madurez personal e intelectual, la búsqueda de, precisamente, esa claridad que a él le hubiera gustado, quizá, obtener de su propio progenitor: “Querría que reclamaras el mundo entero tal y como es”, le dice para señalarle un camino al que solo él tuvo acceso desde sus años universitarios en Howard. Desde las primeras líneas, Coates deja clara su posición: 

“Estás creciendo en conciencia, y mi deseo para ti es que no sientas la necesidad de limitarte para que otras personas se sientan cómodas. Nada de eso puede cambiar las matemáticas de todos modos. Nunca quise que fueras el doble de bueno que ellos, sino que siempre he querido que ataques cada día de tu breve y brillante vida en lucha. Las personas que deben creer que son blancas nunca pueden ser tu vara de medir. No quisiera que descendieras a tu propio sueño. Quisiera que fueras un ciudadano consciente de este terrible y hermoso mundo”.

Martin Luther King, durante su discurso en Washington D.C., el 28 de agosto de 1963. (CC 2.0) / David Erickson

Ese “terrible y hermoso mundo” está para Baldwin determinado por unos “compatriotas” blancos cuyo desconocimiento y negativa a acercarse, comprender y aceptar la realidad negra determinan el incendio en el que arde EEUU. “El origen del conflicto de este país –escribe Baldwin– es que eres negro”, por lo que “eres tú el que tiene que aceptarlos a ellos”. Medio siglo más tarde, desde las páginas de su libro, Coates será incluso más incisivo: 

“[…] a los departamentos de policía de tu país les han otorgado autoridad para destruir tu cuerpo. No importa que esa destrucción sea resultado de una reacción desafortunadamente excesiva. No importa que su origen sea un malentendido. No importa que la destrucción parta de una política ridícula. Si vendes cigarrillos sin la debida autorización, tu cuerpo puede ser destruido. Si guardas resentimiento a la gente que está intentando inmovilizar tu cuerpo, te lo pueden destruir. Si te metes en una escalera a oscuras, tu cuerpo puede ser destruido. A quienes lo destruyen casi nunca se les hace responsable de ello. […] Y la destrucción no es más que la forma superlativa de un dominio cuyas prerrogativas incluyen los registros, las detenciones, las palizas, las humillaciones. Esto le pasa a toda la gente negra. Y les ha pasado siempre. Y no se responsabiliza nadie. No hay nada extraordinariamente maligno en esos destructores, ni siquiera en el momento presente. Los destructores no son más que hombres que garantizan el cumplimiento de los caprichos de nuestro país, interpretando su herencia y su legado”.

A diferencia de Baldwin, autodidacta (nunca fue a la universidad), Coates se empeña en adelantar a su hijo toda una tradición intelectual afroamericana enclaustrada entre las paredes de la academia. El suyo es un viaje que se inicia imaginando la historia (de EEUU) como una “narrativa unificada”, libre de discusión que, una vez “desvelada”, acabaría por “validar” todas sus sospechas: “La cortina de humo se disiparía. Y los villanos que manipularon las escuelas y las calles serían desenmascarados”. Es esta la forma de desmantelar la mentira a la que hace referencia Glaude.

El resultado apunta a lo que hoy, pomposamente, llamamos “guerras culturales” que tienen en la lectura del pasado su campo de batalla más cruento

En cualquier caso, el resultado apunta directamente a lo que hoy, pomposamente, llamamos “guerras culturales” que tienen en la lectura del pasado su campo de batalla más cruento. Baldwin, como Coates o Glaude (y otros muchos desde el mismo W.E.B. Du Bois o Frederick Douglas), han insistido de manera recurrente en la idea de ese silencio de la historia sobre el que se sostiene toda la mitología de una nación. “Había llegado esperando un desfile, una revisión militar de campeones marchando en rankings” –escribe Coates–. “En lugar de eso, me hallaba en mitad de una trifulca de antepasados, una manada de disidentes, a veces marchando juntos, tan a menudo como haciéndolo enfrentados los unos con los otros”. 

“Los blancos no entienden su propia historia y mientras no la entiendan no podrán librarse de ella”, dice Coates, lo que, en la visión de Baldwin, no hace otra cosa que mantener a la población americana en una cárcel invisible: “No podemos ser libres hasta que no lo sean ellos”, escribe este refiriéndose en particular a sus compatriotas. 

El segundo texto que nos ocupa apareció originalmente en las páginas de The New Yorkertambién a finales de 1962. Se trata de “A los pies de la cruz. Carta desde una región de mi mente” (“Down at the Cross: Letter from a Region of My Mind”) y sería popularmente conocido por la frase que da título al volumen que ahora reedita Capitán Swing y que proviene de los versos del “Mary Don’t You Weep”, un canto espiritual afroamericano, cuya letra se ha utilizado en otros góspeles populares. 

Baldwin vuelve a abordar aquí las relaciones entre raza y religión en un país en donde el cristianismo sirvió a la vez de paraguas bajo el que justificar la esclavitud y de horizonte de esperanza hacia la liberación. Baldwin nació en Harlem y su infancia estuvo marcada por las mujeres de su casa, su madre, su tía y sus hermanas; y, de una manera mucho más negativa, por la figura de un padrastro predicador y maltratador, víctima del profundo desprecio que sentía por los blancos, según Baldwin, como consecuencia de haberse creído su propia inferioridad frente a ellos. 

Se suele decir de Baldwin que era un adelantado a su tiempo. No es que él se adelantara, sino que nosotros estamos todavía siguiendo su estela

En cierto modo, James Baldwin es el último, quizás el único gran profeta americano. Hay algo en él que entronca con la tradición oral de la cultura afroamericana: decir la verdad sin importar las consecuencias. Lo que diferencia a Baldwin de otras figuras del siglo XX estadounidense es su constante –y consciente– contradicción: estamos ante un escritor nacido en el Harlem neoyorquino, afroamericano y gay que nunca puso un pie en la universidad y que sin embargo se expresa y escribe como un graduado de Princeton. Sus textos saltan de Dostoievski a Henry James, pasando por los bajos fondos neoyorquinos y las citas bíblicas heredadas de un padrastro predicador. Él mismo coqueteó con la idea de convertirse, a su vez, en pastor hasta que descubrió que “la iglesia no es la salvación de los negros de EEUU”. Y en esa iglesia incluía a todas. Precisamente es en el segundo texto del volumen donde no ahorra calificativos para desacreditar la “falsa promesa” de odio que, según él, constituye la Nación del Islam de Elijah Muhammad, a quien visita en su casa de Chicago.

Se suele decir de Baldwin que era un adelantado a su tiempo. Sin embargo, considero que es esta una lectura equivocada: no es que él se adelantara, sino que nosotros estamos todavía siguiendo su estela. Como poeta de la realidad, intelectual y activista, seguimos hoy volviendo, por necesidad, a sus escritos para maravillarnos y horrorizarnos, igual que se vuelve a los textos sagrados de cualquier religión. El de Baldwin es un credo secular cuyo único mandamiento es la igualdad y una aspiración a una justicia universal que haga posible, de una vez por todas, la promesa sobre la que se yergue la nación estadounidense. “Lo que los blancos ignoran sobre los negros –escribe en este ensayo– revela, de manera precisa e inexorable, lo que ignoran de sí mismos”.

Una vez más, La Mentira sobre la que cabalga la América blanca estaba a salvo: el país volvía a mirar hacia su derecha encumbrando a Nixon en la Casa Blanca

Durante los convulsos años sesenta, el asesinato de MLK, con quien Baldwin mantuvo una cierta distancia crítica (en el círculo del reverendo no pocos se referían al escritor como “Martin Luther Queen” haciendo patente la incomodidad que les producía su condición sexual), como antes los de Medgar Evers, Malcolm X, y tantos otros, no sirvieron para detener ni el tiempo ni la espiral de violencia que EEUU ha llamado normalidad y que se extiende a nuestros días. Dos días después de la muerte de King, la policía de Oakland, California, acribillaba a balazos el cuerpo de Boby Hutton, del Black Panther Party. Acababa de cumplir dieciocho años. Bobby Kennedy, ahora precandidato a la Casa Blanca y aquel ex fiscal general al que Lorraine había retado a viajar al Sur, sería asesinado dos meses más tarde. Mientras las ciudades de todo el país ardían en disturbios, la Ofensiva del Tet hacía evidente la carnicería en Vietnam, una guerra que jamás se podría ganar. En verano, la policía de Chicago machacó a placer las cabezas de los manifestantes a las puertas de la Convención Demócrata que aquel año, como este, tenía lugar en la ciudad del viento. En realidad ya todo estaba perdido. 

Disturbios en abril de 1968, en Washington DC, tras el asesinato de Martin Luther King. / Warren K. Leffler (Library of Congress)

Una vez más, La Mentira sobre la que cabalga la América blanca estaba a salvo: el país volvía a mirar hacia su derecha encumbrando a Richard Nixon en la Casa Blanca. Nixon, tricky Dick, como ya se le conocía entonces, hizo lo que se hace siempre en América: explotar su gran terror, que las minorías están acabando con su grandeza. Es fácil unir los puntos que demarcó James Baldwin tal y como advierte Glaude en su libro: “Si algo, lo que representa Trump” –y su posible vuelta en mitad de esta tormenta perfecta–, “es el refuerzo de la creencia en que América es, y siempre será, una nación blanca”. Con todo lo que ello significa, para lo bueno, pero especialmente para lo malo. 

Tras el asesinato de King, Baldwin había perdido toda esperanza. América era incapaz de salvarse a sí misma por la sencilla razón de que era incapaz de confrontar la mentira sobre la que se cimentaba. En julio de 1968, el escritor concedió su célebre entrevista a Esquire:

“P. ¿Cómo podemos conseguir que la población negra tranquilice la situación?

R. No somos nosotros quienes deben tranquilizarla. 

P. ¿Pero no son ustedes los que más están sufriendo?

R. No, nosotros somos simplemente los que mueren más rápido”. 

La América blanca, representada en los editores de la revista, era incapaz entonces, como lo fue tras la ensoñación que supuso la elección de Barack Obama en 2008, de comprender que no es ajena a la situación, ni mucho menos inocente. Como lo es hoy en mitad de la vorágine del movimiento MAGA de Donald Trump.

Baldwin, desde su fragilidad arrebatadora, fumador empedernido y polemista sagaz diría en una de sus célebres intervenciones televisivas: “Me aterroriza la apatía moral, la muerte del corazón, que tiene lugar en mi país”. Esa apatía moral, esa muerte del corazón está hoy más presente que nunca en unos países occidentales cuyos líderes y opiniones públicas siguen observando, indiferentes, las imágenes que la hipócrita “tregua olímpica” no consiguió ocultar. 

En las páginas de No Name in the Street (1974), Baldwin confesó que por un momento se planteó la idea de participar del sueño comunal trabajando en un kibutz, pero acabó en París. El escritor, como muchos intelectuales de su generación, creyó el sueño de un Estado judío. Como muchos otros intelectuales negros –Paul Robeson, Du Bois, Bayard Rustin y Stokely Carmichael (luego Kwame Ture)–, Baldwin vio en la recién establecida nación judía la representación de un ideal compartido: la liberación de los pueblos oprimidos. Sin embargo, ya desde los inicios de la década de 1970, en el apogeo del movimiento Black Power, llegaría a ver este como un proyecto neocolonial establecido para “apoyar los intereses imperiales occidentales”, específicamente estadounidenses, en el Medio Oriente, y sometería a Israel a una crítica cáustica. Así lo escribiría en un artículo publicado en The Nation en 1979. 

Un siglo después de su nacimiento y 37 años después de su muerte en Saint Paul de Vence, Francia, el optimismo pesimista de James Baldwin nos sigue hoy interpelando: “Todas las naciones occidentales están atrapadas en una mentira, la mentira de su pretendido humanismo. Su historia no tiene justificación moral, Occidente no tiene autoridad moral”, escribió en 1974.

Hay dos imágenes. Están separadas por el tiempo y la distancia. Una es en blanco y negro, obra de Douglas Martin, y la otra, más reciente, en color, cuya autoría me es desconocida. Fueron tomadas en lugares distintos y a la vez tan parecidos.

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Autor >

Diego E. Barros

Estudió Periodismo y Filología Hispánica. En su currículum pone que tiene un doctorado en Literatura Comparada. Es profesor de Literatura Comparada en Saint Xavier University, Chicago.

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