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Los padres de una amiga norteamericana de mi edad, cuando se casaron, a finales de los 60, y no tenían nada, aceptaron un trabajo extenuante, pero muy bien pagado, en Filipinas. Él era médico, y ella era enfermera. Y se pasaron varios años en el interior de un quirófano, en algún punto de Filipinas, practicando intervenciones complicadas y desesperadas a soldados heridos, que no paraban de llegar en avión desde Vietnam. Todo el equipo médico era jovencísimo, de menos de 30 años, y todas esas horas, inacabables, en el quirófano, transcurrían con Neil Diamond a toda pastilla, en un cassette. Esta historia, que no explica nada por sí sola, supuso la primera vez que escuche hablar de Neil Diamond, un cantante y compositor cuya trayectoria arranca en los 60, eclosiona en los 70 y parece declinar en los 80. Es en 1980 cuando protagoniza lo que sería uno de sus fracasos más sonados y, tal vez, determinantes en su carrera. Se trata del papel como protagonista en un remake de la película El Cantante de Jazz. Esa película debía haber supuesto un giro en la carrera de Diamond, su acceso al estrellato cinematográfico, su prolongación e inmortalización en el cine. Aunque Diamond estaba muy bien arropado por Sir Laurence Olivier, fracasó como actor. Y, con él, la película, hoy definitivamente olvidada. La película, no obstante, tenía un instante de calidad incuestionable y, pese a ello, muerto, hundido con el resto del barco. Se trataba de su apoteosis, el momento en el que el rabino Rabinowitz hacía definitivamente las paces con su hijo, que había roto la tradición de cinco generaciones de rabinos, para satisfacer su sueño: ser cantante. Ese momento transcurría en un concierto en directo, en el que Diamond cantaba, aparentemente, un himno, que emocionaba al público y, particularmente, al rabino Rabinowitz, escondido en la masa. He empezado a escribir estas líneas para, de hecho, hablar de ese falso himno, de esa canción llamada América.
La canción arranca con un fragmento de música orquestada, que remite a Antonin Dvorák y su Sinfonía del Nuevo Mundo. Eso hace entender al público que empieza algo extraño, muy elaborado y ambicioso, pues intenta formular un país continental. Tras varios compases, la música evoluciona hacia el pop, donde se ordena y se organiza la canción, que parece estar preocupada por transmitir una idea de dinamismo, de avance imparable de algo, o de alguien. Es entonces cuando empieza la letra. Hay una primera estrofa, en primera persona, en la que se presenta un sujeto importante: los americanos. Los americanos son, básicamente, una diáspora: “Lejos, / hemos estado viajando desde lejos, / sin hogar, / pero no sin una estrella. / Libres, / solo queremos ser libres / nos apiñamos, nos aferramos a un sueño”. Inmediatamente sucede una genialidad. Ese sujeto inmigrante, que no se define por lo que tiene, sino por lo que desea, empieza a describir, en estructuras paralelas, a la inmigración, a otro sujeto llegado aún más recientemente a América, o que ni tan solo ha llegado, sino que está en el trance de hacerlo. Se abandona aquí la primera persona y se pasa a la tercera: “En los barcos y en los aviones / ellos están llegando a América./ Sin mirar nunca atrás otra vez / ellos están llegando a América./ Y aquí, el descendiente de inmigrantes vuelve a la primera persona, es decir, vuelve a ser inmigrante: “El hogar no parece tan lejano, hoy viajamos livianos, / en el ojo de la tormenta, / a un lugar nuevo y brillante”. Diamond interrumpe toda esta larga cita de El nuevo Coloso –ese soneto de Emma Lazarus, escrito en bronce a los pies de la Estatua de la Libertad, y que es un canto a la inmigración, a la América receptora de pobres y perseguidos–, y vuelve otra vez a la primera persona, de la que va y viene: “Haremos nuestra cama (ahí), y recitaremos nuestras oraciones./ La luz de la libertad arde cálida”. Pero inmediatamente vuelve a la tercera persona y a la recreación de la idea de que hay un río imparable y constante de personas que van a América. Es un río tan grande que, por lo mismo, es sencillo de describir: “De todas partes del mundo / ellos están llegando a América. / Cada vez que se despliega la bandera / ellos están llegando a América / y tienen un sueño que han venido a compartir”. Se empieza a repetir, entonces, la frase “ellos están llegando a América”. Tantas veces que ese es el objetivo de la canción, que no es otro que el de explicar toda esa energía imparable, denominada inmigración. De pronto, esa repetición se sustituye por otra reiteración: la repetición de la palabra hoy. “Hoy” es la palabra que sustituye a ellos, a llegar y a América. “Hoy”, el presente, es el sinónimo de todo ello. Sobre esa confusión emocionante, Diamond deja de cantar y habla. Y lo hace para entremezclar y sellar, ya definitivamente, la idea de país, de inmigración y de libertad. Esto es, de la libertad de desplazarse a ese país: “Mi país es tuyo. / Dulce tierra de libertad / de ti canto hoy”. Tras este clímax, la canción se desarticula, desaparecen notas, fragmentos, hasta quedar solo trazos de la melodía, que finalmente muere o duerme, como una vela al apagarse en su propia lentitud. La experiencia ha sido emocionante y perpleja. Una canción es eso, o es un entretenimiento. Esta no es un entretenimiento, sino que formula la inmigración y la funde con la mismísima idea de América.
El sentido de hablar, de explicar, esta canción hoy, precisamente hoy, es para señalar que este falso himno, un himno a la inmigración astuto –parece un himno patriótico, si bien es, precisamente, lo contrario: un himno civil a la inmigración–, no ha sonado en ningún acto electoral de estas elecciones presidenciales norteamericanas. Y que, por lo mismo, no sonará en ninguna sede electoral en la noche del próximo martes. Forma parte de una época muerta. Murió como una vela –primero brillando más que nunca, luego dudando de su propia luz– precisamente en los 80, como aquel remake que iba a llevar al Olimpo a Neil Diamond, justo cuando sucedió la primera victoria de Reagan. Murió en un quirófano, en el que sonaba a todo volumen esta canción de Neil Diamond, mientras no paraban de llegar heridos que ya nadie veía.
Los padres de una amiga norteamericana de mi edad, cuando se casaron, a finales de los 60, y no tenían nada, aceptaron un trabajo extenuante, pero muy bien pagado, en Filipinas. Él era médico, y ella era enfermera. Y se pasaron varios años en el interior de un quirófano, en algún punto de Filipinas,...
Autor >
Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
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