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Hace escasos días murió Kris Kristofferson. No soy muy mitómano con los vivos, por lo que tampoco lo soy con el paso siguiente, los muertos. Pero, periódicamente, me conmueve la desaparición de personas que no conozco, pero con las que he tenido algún tipo de relación intensa a través de la cultura de masas, esa sustancia tan extraña y que lo envuelve todo, como el sol o la niebla. En ese sentido, mi relación con Kristofferson se modula a través de un solo contacto, si bien luminoso: los filmes en los que participó en los setenta dirigido por Sam Peckinpah, un director que he admirado desde niño, cuando no sabía lo que era un director, ni para qué servía. Siempre que pienso en Kristofferson pienso, de hecho, en su primera película como protagonista para Peckinpah: Pat Garrett and Billy the Kid (1973). Y siempre que pienso en ella, acabo pensando en una escena en la que no aparece Kristofferson, sino dos grandes actores secundarios. Katy Jurado y Slim Pickens. Él es una especie de sheriff veterano que no quiere problemas y que parece saber evitarlos. Ella es su esposa mexicana, callada y desconfiada, tal vez hastiada. Pues bien, la escena consiste en que ambos, sin muchas ganas, acompañan a Pat Garrret –James Coburn– a enfrentarse con algunos secuaces de Billy. No es una gran escena. No es importante para el relato. Pero es ahí y en ese momento donde se produce un prodigio, una epifanía a la que he asistido esta semana, conducido por Kristofferson. He empezado a escribir estas líneas para poder explicarla.
Sam Peckinpah hace algo sumamente turbador en ese momento. Sus muertes siempre acostumbran a ser, en todos sus films, pequeñas historias violentas y sangrientas, momentos culminantes y espectaculares, el tercer acto de toda una biografía, las más de las veces baldías. Pero en esta secuencia interrumpe todas las muertes –es decir, varias historias trascendentales, pues son a vida y a muerte–, para explicar, a través de una sola muerte que transcurre en otra velocidad, muy lenta y que acaba copando la pantalla, la biografía de una pareja madura y vivida, apenas esbozada como una pareja gris y gastada hace un instante. El resultado es, sencillamente, emocionante. Una pareja que, en el trance de desaparecer para siempre, de que uno de sus dos integrantes muera, realiza un singular diálogo de miradas, en el que se dicen cosas profundas que nunca comprenderemos, al carecer del lenguaje de esa pareja. Es, no obstante, un canto a la vida, al amor, a ese secreto nunca público, nunca social, ferozmente compartido entre dos personas empeñadas en ello, denominado pareja.
El paseo que me ha brindado la muerte de Kristofferson esta semana creo que ha culminado y finalizado ahí. En la muerte. En el cine. En el cine como muerte. Durante un tiempo, en la juventud desmesurada, cuando era Billy The Kid, creí que el cine nos había traído los besos. Que el cine nos enseñó a besar como se besa en el cine, de manera que, tras el cine, dejamos de besar como se besaba en la realidad, esa cosa que tan solo existió unos millones de años antes que las películas. Supongo que, hasta entonces, nos besábamos de una manera distinta. Tal vez, incluso, no nos besábamos, o lo hacíamos desde otros ojos y otros músculos y otras palabras. Hoy creo, definitivamente, que lo que nos ha aportado el cine es algo parecido pero distinto a los besos. La muerte. La capacidad de transmitirla, de repetirla, de reiterarla, imposible precisamente hasta la invención del cine, un género que, lo veo ahora, tan solo consiste en la muerte, en su vecindad, en su probabilidad. Lo que es importante. La muerte es, dramáticamente, lo más. No hay nada como la muerte porque, sencillamente, no hay nada tras ella. Es el punto álgido de una biografía, como sabía Peckinpah, la primera persona que supo que el cine era, sencillamente, la grabación de la muerte.
El cine es el gran género de la muerte. El cine nos hizo lectores de muertes. Por eso sabemos algo sobre la vida.
Hace escasos días murió Kris Kristofferson. No soy muy mitómano con los vivos, por lo que tampoco lo soy con el paso siguiente, los muertos. Pero, periódicamente, me conmueve la desaparición de personas que no conozco, pero con las que he tenido algún tipo de relación intensa a través de la cultura de...
Autor >
Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
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