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La crisis de las ONG del Ayuntamiento de Burgos ha sido algo más que un caso grave de inhumanidad e insensibilidad política. La escandalosa decisión del PP y Vox de dejar sin subvención a Burgos Acoge, Accem y Atalaya, dedicadas a los inmigrantes, ha desvelado, además de graves incapacidades políticas, grietas que auguran ruinas y derrumbes, pero también responsabilidades ocultas que apuntan a cuestiones de alcance nacional e internacional.
Que este caso se haya producido demuestra la absoluta falta de sentido político de la alcaldesa, Cristina Ayala (PP), incapaz (1) de darse cuenta del avispero que tenía entre manos, y (2) de hacer valer la mayoría de su grupo en el bipartito que forma con Vox. Con 11 concejales frente a 4 de Vox, el PP se viene plegando sin resistencia a prácticas de manifiesto racismo institucional de los ultras, como un intento de persecución de inmigrantes usando la policía local; otro de dificultar su empadronamiento, y campañas de bulos sobre su peligro en una ciudad conocida por su tranquilidad. El error de Ayala quedó acentuado cuando Cáritas, solidaria con las otras ONG, renunció a la subvención que la habría convertido en rehén del segregacionismo.
De estos lodos hay varios barros responsables. Podríamos detenernos en la desastrosa gestión de personal que ha hecho el Partido Popular, cuestión nada menor, que engloba un descabezamiento del anterior grupo municipal –con la fundación de un partido alternativo por quien fuera su política más capaz–, y la solución de la crisis con la imposición desde Madrid de la actual regidora, Cristina Ayala, sempiterna senadora burgalesa de ignota actividad parlamentaria. Hacerlo, sin embargo, desatendería a los verdaderos causantes del conflicto y a sus otrora palancas vueltas víctimas: Vox y las élites empresariales.
Debemos reparar en la importancia que han tenido en esta crisis los empresarios. La Confederación de Asociaciones Empresariales de Burgos (FAE) hacía en el Diario de Burgos –propiedad del, entre otras muchas cosas, presidente de la Cámara Oficial de Comercio e Industria de Burgos, Antonio M. Méndez Pozo– una encendida defensa de las ONG burgalesas, apoyando la necesidad de las subvenciones y la importancia de los inmigrantes para “una sociedad inclusiva y un mercado laboral dinámico y diverso”. El comunicado empresarial se publicó en la mañana del 13 de noviembre, fecha en la que estaba convocada, a las ocho de la tarde, una concentración popular en apoyo de las ONG.
Al día siguiente, Diario de Burgos mostró una entusiasta descripción de la manifestación a toda portada con el titular “Esto sí es Burgos”. En la página 8, Méndez Pozo y el ultraconservador Miguel Ángel Benavente, presidente de la FAE, con caras de pocos amigos, insistían: “Cámara y FAE piden devolver a las ONG las ayudas para apoyar a los inmigrantes”. “Si hay un colectivo que valora la integración de los inmigrantes en la sociedad burgalesa es el de los empresarios”.
Esta noticia ocupa tres cuartos de página. En el faldón inferior, la ensoberbecida alcaldesa –“en aras de la estabilidad”– sigue con su decisión de excluir a las ONG de las ayudas municipales. La maquetación no deja lugar a dudas de quién está arriba y quién abajo. Los empresarios de la principal ciudad industrial de Castilla y León dejan claro que los inmigrantes no son el coco, son mano de obra deseada.
Dado el peso específico del jefe cameral en la economía y medios de comunicación regionales, sus intervenciones fueron seguramente más efectivas que las llamadas que hicieron Alfonso Fernández Mañueco y Cuca Gamarra aquella misma mañana del jueves 14, para que a las 17:00 h., la alcaldesa dijera digo donde había dicho Diego. El Partido Popular local veía la luz que tan obtusamente no había sabido advertir. Habría subvenciones para las ONG.
Lo de Vox, que era quien marcaba las exigencias presupuestarias, era otra cosa.
En 2022, el PP quedó a 10 escaños de la mayoría absoluta en las Cortes vallisoletanas con 31 procuradores. Vox obtuvo 13. Fernández Mañueco inauguró el proceloso mundo de los pactos con los ultras, decisión que recibió a Feijóo en su desembarco en Génova. Después de un mes de arduas negociaciones, Vox se hizo con la presidencia de las Cortes –Carlos Pollán–, la vicepresidencia del Gobierno regional –Juan García-Gallardo– y tres consejerías. Los poderes fácticos regionales no vieron preocupante que ni García-Gallardo ni Pollán ni nadie de las ejecutivas provinciales voxistas de Castilla y León participaran en las negociaciones. Apareció Kiko Méndez Monasterio con las órdenes del Politburó madrileño y armó el tendal. Una tónica que se seguiría para los gobiernos de coalición de 2023.
Cuando los dinámicos empresarios y responsables de medios castellanoleoneses acudieron solícitos a las tomas de posesión, renovaron votos con quienes iban a gestionar la publicidad institucional y demás líneas de ayuda. Nuevos rostros, viejas políticas, pensaron. Asumieron que quienes ocupaban bisoñamente los despachos marcarían algunas líneas rojas –memoria histórica, feminismo y violencia machista, sindicalismo, agenda 2030–, pero no cambiarían las cosas. Y se equivocaron. De poco han servido las muestras de afecto, los silencios amigos, los vaciados sobre tales cuestiones.
El 11 de julio de 2024 Vox anuncia, tras reunión de su Comité Ejecutivo Nacional, que rompe todos los gobiernos regionales que mantiene con el PP. La razón aducida es el reparto de menores no acompañados llegados a Canarias, a la que el PP se pliega –en realidad, después de mucho mareo–, como si fuera un acto de traición, señalan, y no una obligación legal. La decisión es propia de una estructura cerrada y jerárquica. Nadie de los conformantes de los gobiernos de Aragón, Murcia, Valencia, Baleares, Extremadura y Castilla y León desea la ruptura, y se ve. Pero esto es Vox. Algunos consejeros abandonarán el partido y continuarán en los gobiernos de Extremadura y Castilla y León.
Tampoco los militantes de Vox entienden por qué han de romperse pactos calificados por el propio Comité Ejecutivo como “extraordinarios”, y acabar con una proyección tan potente para el partido. Los menores extranjeros se iban a repartir igual. Vox no obtenía nada con la salida de los gobiernos, y las soflamas sobre sus principios parecían absurdas ante lo que renunciaban.
Enric Juliana dio con la razón de este movimiento: la configuración de un nuevo grupo en el Parlamento Europeo –Patriotas–. Vox jugaba en clave internacional. Los peones valencianos, castellanos, extremeños… perdían sus rimbombantes puestos para que Abascal avanzara ante Orbán y Le Pen como la gran salvaguarda de España frente a la emigración. Porque este es el eje, el pilar de toda la nueva arquitectura voxista: la emigración. La carta que ha permitido a Abascal integrarse en la gran Internacional Iliberal. Alcanzar relevancia en este tema no solo facilita al líder de Vox participar en un club de proyección mundial, también le proporciona acceso al circuito de explosión económica que supone. El primer cheque ha llegado este domingo, 17 de noviembre, con su nombramiento como presidente del grupo Patriotas.
Vox se integra así en una liga global populista cuya operatividad política se basa en grandes capitales privados que sostienen la causa internamente contra sus propios Estados, y externamente contra otros países y mercados con políticas proteccionistas, apoyados en mensajes hipernacionalistas y de profunda cerrazón religiosa. Hay mucho dinero para los integrados en las redes de estos súper capitales, beneficiarios de privatizaciones y externalizaciones, que sin embargo provocan efectos empobrecedores en la micro y macroeconomía –empezando por la del propio país.
¿Qué no han entendido las élites de Castilla y León, las del resto de regiones? Que las viejas maneras de ganar voluntades de políticos mediante lisonjas y prebendas, impulsos a las carreras con los entramados empresariales, medios de comunicación y control de los aparatos políticos locales y regionales no son posibles con un partido que no tiene arraigo territorial, con políticos que no van a devolver favor por favor. Las élites regionales y locales deberían entender que Vox es casi una ficción política. Su gestión se basa en el modelo de franquicia controlada. Todo llega de la central, de fuera: los temas, las batallas. Carecen de autonomía local. Nadie negocia con el vicealcalde o el vicepresidente. Su entramado es oscuro.
Vox es el partido que ha crecido sobre los cabreados e insatisfechos, los amargados. Han trabajado los nichos del desconcierto, sectores de inadaptación o de cierto abandono institucional. Su ecosistema lo conforman las ideas de desgobierno, inseguridad, ilegitimidad del sistema, el todo está mal. Por eso necesitan tener potentes generadores de bulos.
El cometido de Vox es convertir a los migrantes en la gran preocupación social, porque detrás hay un inmenso negocio. El racismo potencia la idea de un nosotros reduccionista, eso permite la formulación de políticas simplistas que favorecen modelos de tipo neoliberal, privatizadores, alejados de las ideas de servicios abiertos, públicos, gratuitos. Un nosotros restrictivo reserva lo mejor para el grupo propio. La gente no acaba de entender que no podrá acceder a gran parte de esas excelencias privatizadas. Se les hará creer que por votar, por pertenecer, por ser de, el grupo velará por ellos. Los otros, los ajenos, los de allá, quedarán fuera. Es lo que tiene no pertenecer a la Humanidad de Primera. Así lo expresó el exvicepresidente García-Gallardo con un timing perfecto, en las Cortes de Valladolid, coincidiendo con la retirada de subvenciones en Burgos el 6 de noviembre: “No es lo mismo traer un marroquí musulmán que un argentino católico”.
Aquellos que se han aliado con Vox están alimentando una hidra que los fagocitará. Así pasará con la Iglesia, cuyos sectores ultramontanos se apuntan a las tesis trumpistas y antivaticanas, con el Opus Dei como uno de los primeros facilitadores de cuadros para el partido color verde. Muchos de estos sectores han adoptado un compromiso claramente cismático.
Quienes entre las élites empresariales regionales y locales pensaban que con Vox se trataba simplemente de unos muchachos más reciamente derechistas, pero de los nuestros, se equivocaron. Vox adopta un modelo de milicia que raya en lo sectario. Quien no se ajusta a ello es inmediatamente apartado.
Esta semana pasada, la población burgalesa se ha indignado de la inhumanidad y racismo de Vox, que el PP se ha tragado como un sapo haciéndolo propio. Pero los empresarios se han asustado al ver cómo se ponían en riesgo sus cadenas de montaje, sus tajos en las obras, sus servicios de reparto y producción. Vox no trabaja por los intereses locales, su reino no es de este mundo. Su exaltada alegría por la victoria de Donald Trump supondrá la imposición de aranceles a las exportaciones españolas, las primeras, las agrícolas. Lo mismo habría pasado con la victoria frustrada de Reagrupación Nacional, dada la chovinista defensa de soberanía alimentaria de los de Le Pen.
El error, de algunos, fue pensar que era cosa de ser un poco más duros, que estaba bien apretar por la derecha. Y el de otros, pensar que podrían manejarlos. Lo que tenemos ahora es un intruso ingobernable, insensible, racista y deslocalizado, profundamente desestabilizador y desleal para con los intereses que dicen defender.
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Ignacio Fernández de Mata es Profesor Titular de Antropología Social de la Universidad de Burgos. igfernan@ubu.es
La crisis de las ONG del Ayuntamiento de Burgos ha sido algo más que un caso grave de inhumanidad e insensibilidad política. La escandalosa decisión del PP y Vox de dejar sin subvención a Burgos Acoge, Accem y Atalaya, dedicadas a los inmigrantes, ha desvelado, además de graves incapacidades políticas, grietas...
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Ignacio Fernández de Mata
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