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La ciencia está comiendo terreno a las Humanidades en este fin de época. Por ejemplo, ha dado la respuesta a dos de las grandes preguntas eternas de la filosofía: ¿quienes somos?, ¿de dónde venimos? Sea lo que sea que seamos –carecemos de definición como especie; no sabemos lo que somos; solo en ocasiones sabemos lo que no somos–, somos y provenimos del Homo Erectus. La evolución no es lineal, no es un árbol, es una suerte de arbusto desordenado, y el Homo Erectus parece ser una rama próxima a la nuestra. El primer homo en dominar el fuego es el primero de nosotros. O, al menos, es el primer cuerpo parecido al nuestro, al punto que, si viéramos un Erectus, no dudaríamos de su humanidad, de su igualdad. Carecía del vientre descomunal, inhumano, de los primates vegetarianos, y sus brazos y piernas no tenían una lógica simiesca, sino que mantenían nuestra proporción. La gran variación respecto a nosotros sucedía en su cabeza. El volumen de su cerebro era menor que el nuestro, y la estructura, la gramática de su cráneo, era muy diferente a la nuestra. Se ha encontrado un esqueleto casi entero. Se trata del Niño de Turkana –un Homo Ergaster, u Homo Erectus Africano, u Homo Erectus Ergaster; los Ergaster serían, se cree, los Erectus que no salieron de África, que no hicieron la primera gran emigración de la Humanidad–. Son los restos de un niño de unos 12 años, que llegó a medir 1,60 metros. Esa sería su estatura adulta y final, lo que indica que los Homo Erectus tenían una infancia sumamente breve. Es decir, no necesitaban tanta tutela y juego, tanto aprendizaje, como nosotros. Su vida adulta era también, se supone, fugaz, pues no superarían los 20 años de edad. La vida, esos 20 años, sería para ellos algo tal vez imposible de sondear y asumir, como nos sucede a nosotros ahora. En todo caso, he empezado a escribir estas líneas para hablar de un aspecto concreto del Homo Erectus. Más concretamente, de sus ojos.
Todo indica que los ojos del Homo Erectus dispondrían ya de esclerótica, la membrana blanca que rodea, enmarca y resalta la pupila, y que ese sería parte de su legado, que llega hasta nosotros. La posesión de una esclerótica tan desmesurada como la nuestra es un patrimonio humano. Hay pocos primates que tengan esclerótica, o que la tengan tan extensa. En ocasiones nace esporádicamente algún chimpancé con escleróticas holgadas, casi humanas. El resultado es deslumbrante, un festival: el resto de individuos no pueden dejar de mirar sus ojos, y suelen buscar, con su mirada perpleja, aquello que los ojos del chimpancé con esclerótica observa. El contraste con la pupila que favorece la esclerótica es, sencillamente, fabuloso, inenarrable. Es la explosión turbadora de algo irresistible y magnético, que nos gusta y que buscamos. Pero también es algo trascendental: observar los ojos del otro, algo no solo posible con esclerótica, sino inevitable e irresistible, podría haber favorecido que los Erectus establecieran, con sus miradas, lo que en antropología se denomina una teoría de la mente. Se trata de un pequeño milagro, consistente en intuir al otro tan solo con la mirada –tan solo con la observación de la pupila, ese estallido de brillo y de color, rodeado, de manera asombrosa, por el blanco de la esclerótica–, que nos comunica con los pensamientos, las intenciones, los estados de ánimo del otro. Es decir, con la mirada de aquello que la esclerótica centra y confirma, se realiza una suerte de lenguaje. Se trata tal vez del primer gran lenguaje elaborado, pues el Erectus, el primero en descubrir ese lenguaje, carecía, se cree, de la capacidad física del habla. Observar lo que la esclerótica quiere que observemos, dialogar con ello, confirmaría algo parecido, por tanto, a la primera lengua de la Humanidad. Una lengua silenciosa, efectiva, antigua, olvidada completamente. Hasta que, a los quince años, cuando la infancia no ha finalizado, sobre la hierba, bajo un árbol, contemplas nuevamente, si bien por primera vez, el incendio de una pupila enmarcada en la esclerótica, que también observa como si nunca antes nadie hubiera visto y observado nada más. Y, de pronto, recuerdas. Lo recuerdas todo. La libertad, la igualdad y la plenitud de cuando no existían esas palabras. El arbusto y el fuego. La incapacidad de sondear y asumir la vida, salvo esos escasos y densos instantes de comprensión y profundidad que nos regala, desde hace más de un millón de años, la esclerótica.
La ciencia está comiendo terreno a las Humanidades en este fin de época. Por ejemplo, ha dado la respuesta a dos de las grandes preguntas eternas de la filosofía: ¿quienes somos?, ¿de dónde venimos? Sea lo que sea que seamos –carecemos de definición como especie; no sabemos lo que somos; solo en ocasiones sabemos...
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Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
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