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Vuelvo a mi pueblo unos minutos, para firmar unos documentos. El despacho al que tengo que ir está en mi antiguo barrio, al lado de lo que fue mi casa, y al lado de lo que fue la casa de mis abuelos, muy próxima a ella. Y, todo, sumamente próximo a Uralita. La parte antigua de Uralita estaba tan cerca de casa que se escuchaban los gritos de los obreros, cuando oían unos tacones en la calle, y salían en masa a piropear a la mujer que avanzaba produciendo ese sonido, que abocaba, por lo visto, a la locura. Un día, de repente, los gritos fueron más altos y agudos. Todos pensamos que la mujer que estaba pasando tenía que ser en verdad peculiar. Al día siguiente supimos que no pasó ninguna mujer. Los gritos venían de la garganta de un obrero, atrapado en una máquina, que lo engulló, empezando por sus brazos. Hoy en día la fábrica ya no es una fábrica. Son despachos, talleres de pequeñas empresas. Nunca sabrán lo del obrero muerto, como nunca sabrán lo de los niños que jugábamos en la calle, frente a Uralita. Éramos muchos, y de todas las edades. Hablábamos catalán o castellano, dependiendo del juego. Yo era el más pequeño. Siempre me sentí cuidado, como si el mundo fuera bueno, y nada malo pudiera pasarme en la calle, como así fue. Aún me siento así caminando por estas calles que no me reconocen, que ya tienen otro pasado, sin nosotros. Ahora forman una suerte de barrio residencial, supongo que porque, sencillamente, priman en él las casas bajas. Eran casas autoconstruídas, o casi, de cuando la República. Pequeñas, hermosas, funcionales, baratas, con un punto decó –la época siempre se cuela en todas partes, hasta en las casas; la época es el agua del tiempo–. Y, siempre, con algún elemento de uralita en su interior o exterior, pues acostumbraba a ser gratis. En mi casa, la uralita –el amianto, el veneno– era un zócalo alto, de imitación de madera, que rodeaba el comedor. O eso creía, pues al observarla ahora, a través del solar de dos casas vecinas, hoy desaparecidas, veo aún más piezas de uralita. En su techo, por ejemplo. De pronto, en mi paseo hacia el despacho, veo precisamente, eso. Uralita. Muchas. Años, décadas después del cierre de la fábrica, de su olvido, lo que más prima es ese material, que está en todas partes. En las casas de los ingenieros de Uralita, por ejemplo, donde alguien, un obrero de la fábrica, liberado para ello de su trabajo, fabricó con una sierra tejas de uralita, que aún culminan el techo. Veo, con sorpresa, la casa de la señora Águeda, poco menos que en ruinas, justo detrás de la casa de mis abuelos, hoy derruida y convertida en un bloque de pisos. Y descubro dos cosas que no vi en mi infancia. La primera es que no es una casa, sino una especie de habitación. Una ratonera, en la que vivió la viuda de un miliciano, sin más ingresos que diversas modalidades de caridad difuminada, hasta su muerte. La segunda cosa que percibo es que lo que fue el techo de aquel habitáculo, así como algunas de sus paredes, son netamente de uralita. Rota, emitiendo su toxicidad con la brisa. Sin prisa, sin pausa. Era común en este barrio morir por la enfermedad de Uralita. Murieron algunos vecinos que trabajaban en la fábrica. Y murieron algunas de sus esposas, por sacudir, limpiar y respirar su ropa de trabajo. Frente a lo que fue la casa de mis abuelos, mis abuelitos cobran vida, de repente, y me abren la puerta de una casa que ya no existe, y me dejan jugar con los conejos y las gallinas, mientras me hablan y disfrutan de mí, tal vez menos de lo que ahora mismo estoy disfrutando de ellos. Nos veo a todos dentro del gallinero, construido con uralita, como casi todo en esa casa. Mi abuelo fue, durante años, la persona que más sabía de la uralita, de su proceso. Literalmente. Sabía su fórmula y sus proporciones, cómo fabricarla. Estaba orgulloso de ello. Y de lo que fabricaba. Un producto que hacía feliz a la gente. En verdad amaba a Uralita. Participó en su colectivización, durante la guerra, antes de partir al frente. Cuando volvió del campo de prisioneros, estaba en una lista negra. Nunca podría haber conseguido trabajo en ningún sitio, como fue el caso de la señora Águeda. Aún así, Uralita le dio trabajo, sin hacer preguntas. Su agradecimiento fue constante e infinito. Quizás por ello, cuando se le diagnosticó la enfermedad, y la posibilidad de demandar a la empresa, por una suma enorme, incomprensible, no lo hizo. Le debía mucho a Uralita, todo, decía. Cuando murió, yo ya era mayor. Hablé con el médico, en su agonía. Me decía que no tenía pulmones, tan solo unos alvéolos que hacían, incomprensiblemente, la función de unos pulmones. Que nunca había visto eso. Luego definió eso que nunca había visto: la voluntad de vivir, por años, de manera incomprensible, pues no existía ninguna posibilidad de vivir.
Vuelvo a mi pueblo unos minutos, para firmar unos documentos. El despacho al que tengo que ir está en mi antiguo barrio, al lado de lo que fue mi casa, y al lado de lo que fue la casa de mis abuelos, muy próxima a ella. Y, todo, sumamente próximo a Uralita. La parte antigua de Uralita estaba tan cerca de casa que...
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Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
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