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Debería ser muy pequeño, incomprensiblemente pequeño, tal vez tendría menos de dos años, incluso. Me recuerdo sin rostro, como todos nos recordamos en el pasado y nos presagiamos en el futuro. Por lo que sea, estuvimos horas fuera de casa, almacenados, para no estorbar unos laboriosos preparativos en casa, en la que se gestaba un gran evento, del cual nuestros abuelos no dejaron de hablarnos en ningún instante. Recuerdo la casa de los abuelos, su oscuridad, sus techos altos, y los agujeros en la pared fabricados por los ratones. Recuerdo que estuve horas enteras poniendo queso ante uno de esos agujeros, con la esperanza de que saliera el ratón que lo habitaba y hablar con él, decirle mi nombre, hacernos amigos para siempre, de manera que nuestros hijos jugaran juntos, mil años después. Finalmente, se nos agarró de la mano y se nos llevó a nuestra casa. Era de noche, y fuimos cantando y noté que todos éramos felices por el hecho de estar juntos. No tengo ningún recuerdo anterior de mi casa, pero supe que había cambiado, que nada en ella era normal. Alguien con mucha fuerza había cambiado de sitio los muebles. Y la luz también la habían cambiado, de manera que era más intensa, casi cegadora. El ruido también era diferente. Era el ruido de algo que nunca había visto u oído: la multitud. Los mayores aún no habían finalizado de cambiar cosas, por lo que se nos llevó a un cuarto pequeño, en el que había una mesa pequeña –nunca más la volví a ver–. Recuerdo que a cada uno de nosotros se nos dio un diminuto vaso de colores y, en él, un culín de vino dulce. Como los Antiguos, nos dieron lo mejor que tenían, vino, lo que me invita a suponer, hoy, que nací en un mundo antiguo, que ya no existe. Un mundo que no estaba preparado para todo lo que le sobrevino. Para mi vida, la cotidiana, la continuada, definitivamente sin Antiguos. Por fin, alguien entró en la habitación, con una sonrisa magnética, para decirnos que la espera había concluido, y que empezaba la sorpresa. Les estoy viendo ahora. Son mi padre y mi madre, que, ahora mismo, mientras escribo esto, han vuelto a la vida a través de las motas de polvo que permiten ver cómo el sol de invierno entra por la ventana y les da forma. Son absolutamente jóvenes, e ignoran todo lo que les sucederá, que ahora cargo sobre mis párpados y mis espaldas, como un secreto que ese par de jóvenes no pueden saber por nada del mundo. Recuerdo que nunca antes había visto a mis padres. Es decir, recuerdo que aquella vez fue la primera en la que supe que, en efecto, aquellos dos adultos eran mis padres, que algo invisible, como el sol o el viento, nos unía. Luego, por fin, accedimos a la sorpresa. La sorpresa se celebraría en el comedor, de pronto repleto de sillas y de personas. Se trataba de un banquete, y consistía en un ruido y en unas caras diferentes, peculiares, que solo suceden en un banquete. Recuerdo también el banquete visto desde debajo de la mesa, ese otro mundo, en el que las piernas de las mujeres estaban envueltas de puntillas. Recuerdo también la risa de todo el mundo, y la mía, y caer rendido, finalmente, por el sueño.
Que yo recuerde, aquello fue lo primero que viví. Es decir, carezco de recuerdo alguno anterior a este recuerdo. Lo que he descrito en estas líneas, por lo tanto, no solo es mi primer recuerdo, sino algo aún más complicado: el nacimiento de mi memoria. O, tal vez, el nacimiento, una suerte de nacimiento, pues antes de ese momento no hay nada salvo oscuridad. Y, después de ese momento, empezó la catarata. Una catarata imparable de recuerdos. La velocidad, el transcurrir imparable de novedades y permanencias. Miles de vivencias que conforman miles de vidas vividas, que me son imposibles ya de alinear y de comprender y, en ocasiones, de relacionar, pues fui educado con vino, como los Antiguos, para una vida que, aunque nadie lo supiera en aquel comedor, ya no existía.
Debería ser muy pequeño, incomprensiblemente pequeño, tal vez tendría menos de dos años, incluso. Me recuerdo sin rostro, como todos nos recordamos en el pasado y nos presagiamos en el futuro. Por lo que sea, estuvimos horas fuera de casa, almacenados, para no estorbar unos laboriosos preparativos en casa, en la...
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Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
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