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En la Grecia Antigua la práctica del sacrificio era cotidiana. Había muchos tipos. El más común era el sacrificio incruento. Consistía en quemar para los dioses, en el altar doméstico, pan, fruta, pasteles, comida, vino, perfumes. Los sacrificios cruentos, en los que se segaba la vida de un animal, eran también frecuentes. El más humilde consistía en sacrificar un gallo, y el más elaborado, un buey, si bien el uso de un animal u otro respondía, además de al nivel económico del creyente, al tipo de culto o de ceremonia al que se recurría. Un sacrificio previo a un matrimonio, por ejemplo, exigía un buey. Los sacrificios oficiales que realizaba una polis precisaban no un buey, sino muchos, lo que era conocido como una hecatombe. Gracias a un engaño a Zeus, ideado por el ingenioso titán Prometeo, el animal sacrificado se dividía en dos partes. La parte para los dioses eran los huesos y el sebo. Un holocausto, el tipo de sacrifico más vehemente, intenso y menos frecuente, consistía, precisamente, en darle a los dioses todo el animal, quemándolo completamente, sin aprovechamiento alguno para las personas. Era una suerte de renuncia. Una vez quemados en el altar los huesos y el sebo, la parte de los dioses, el humo resultante era un mensaje, un contacto directo con la divinidad, un diálogo con ella. La parte de los humanos de cada sacrificio era mucho mejor que la de los dioses. Consistía en la piel, las vísceras –muy codiciadas– y la carne. Solo una parte de la parte de los humanos, que se definía a su vez como divina, iba a los sacerdotes. Los sacerdotes podían venderla, de manera que en el ágora se podía adquirir esa carne procedente de sacrificios y, en menor volumen, carne sacrificada por carniceros para su venta. De hecho, el nombre para el oficiante de un sacrificio y el nombre para el oficio de carnicero era el mismo: mágeiros, la persona que mataba, troceaba y cocinaba un animal. Un sacrificio a los dioses –los destinados a divinidades específicas, a los héroes y a las personas ya fallecidas eran diferentes–, transitaba por varias fases que debían cumplirse con respeto para que el sacrificio fuera válido, efectivo y del agrado de los dioses. En el caso de la thysia, el sacrificio más vistoso, realizado por la polis en fechas señaladas, todo comenzaba con una procesión solemne, encabezada por las víctimas –siempre bueyes– y los arcontes, los cargos públicos, el símbolo de la ciudad. Una vez llegados al altar se disponían frente a él los participantes, aquellos bajo cuyo nombre o cargo se realizaba el sacrificio. Se procedía entonces a realizar la consagración de la víctima. El sacerdote rociaba con agua la cabeza del animal y cortaba algo de pelo de su cabeza y, junto a un puñado de cereales, sobre los que había estado el cuchillo que en breve sea utilizaría, era arrojado todo ello al fuego del altar. Entonces, como sucede hoy en los mataderos, se practicaba un fuerte golpe en la cabeza del animal, para atontarlo. Posteriormente, se iniciaba con el degüello la segunda fase del sacrificio. Consistía en un corte preciso en la garganta de la víctima, por el que debía surgir una emanación de sangre orientada hacia el cielo, y nunca jamás hacia el suelo. Una parte de la sangre era guardada en un recipiente, para ser quemada inmediatamente. Se producía entonces la muerte de la víctima, momento preciso en el que las mujeres presentes en la ceremonia emitían un grito especial y turbador, denominado ololyge, un lamento triste y profundo del que proviene la palabra elegía. Tras la muerte, el mágeiro desollaba al animal –la piel era para el sacerdote en un sacrificio privado; en uno oficial, se revendía y se obtenía, con ello, ingresos para la ciudad– y a continuación lo abría en canal y extraía las vísceras que, lo más común, eran cocinadas en el fuego del altar y consumidas a continuación. Esa ingesta suponía el clímax del sacrificio, pues las vísceras era el punto en el que el animal concentraba su vida, la mismísima esencia de la víctima. El mágeiro separaba ahora la parte de los dioses –en un buey, los fémures, descarnados, que se cubrían con grasa; regados con vino y perfume, eran quemados– de la parte de los humanos –formada por el resto de la víctima, salvo la parte de los sacerdotes–. Toda esa carne, tanto en un sacrificio, como en una carnicería, era cortada de la misma forma: a rectángulos similares, independientemente de cual fuera la parte del animal. La carne cortada así era repartida ahora entre los asistentes por partes iguales. O, si se trataba de un sacrificio oficial, entre toda la ciudadanía. Siempre se repartía, en todo caso, por peso y a partes iguales.
Los sacrificios cruentos eran muy frecuentes, constantes, pues no solo honraban a los dioses y permitían su contacto, sino que suponían el principal acceso a la carne en el mundo griego. El sacrificio no era así únicamente la gran y más alta y profunda ceremonia religiosa, sino que también era un acceso a la carne reglado, ordenado. Y civilizado, en tanto se trataba con dignidad al animal, tal y como exigían los dioses. El sacrificio, por todo ello, garantizaba el funcionamiento de la comunidad humana en tanto la definía: los humanos, y tal vez el sacrificio no era más que esa constatación, no eran ni dioses ni animales. Eran, específicamente, ni dioses ni animales.
Me pregunto si, tras siglos sin sacrificios, tras años de esconder no solo la muerte, sino también la muerte de los animales, aún siguen existiendo esas categorías separadas. Tal vez hemos dejado de ser humanos, para ser una mezcla de humanos, dioses y animales. Es posible que el olvido de lo que no somos haya ido más lejos, de manera que seamos, sincrónicamente, dioses, humanos y animales. Pero también, y por todo ello, la víctima y el sacrificio.
En la Grecia Antigua la práctica del sacrificio era cotidiana. Había muchos tipos. El más común era el sacrificio incruento. Consistía en quemar para los dioses, en el altar doméstico, pan, fruta, pasteles, comida, vino, perfumes. Los sacrificios cruentos, en los que se segaba la vida de un animal,...
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Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
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