STEPHEN M. WALT / POLITÓLOGO
“Chomsky está en lo cierto: hay algo fundamentalmente podrido en las instituciones de Estados Unidos”
Sebastiaan Faber 27/12/2024
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“Chomsky tenía razón”. Así rezaba el titular de un artículo reciente en la revista Foreign Policy en el cual Stephen M. Walt, catedrático de Harvard, reseñaba The Myth of American Idealism (El mito del idealismo norteamericano), el último libro de Noam Chomsky, coescrito con Nathan Robinson. “Si me preguntaran con qué libro aprendería más un estudiante sobre la política exterior de Estados Unidos, con este o con una colección del tipo de ensayos que (ex) oficiales del gobierno escriben de vez en cuando en revistas como Foreign Affairs o The Atlantic, Chomsky y Anderson ganarían con ventaja”. Ahora bien, agregó Walt, “esto yo no lo habría dicho cuando empecé mi carrera hace 40 años. Lo que ocurre es que he estado prestando atención y las pruebas se han ido acumulando”. A estas alturas, zanjaba Walt, los análisis de Chomsky simplemente “son más creíbles que los tópicos trillados a los que suelen recurrir los altos funcionarios de Estados Unidos para defender sus acciones”.
Stephen Walt (1955), un teórico prominente de la escuela neorrealista en Relaciones Internacionales, está acostumbrado a adoptar posiciones controvertidas. En 2006, escribió junto con John Mearsheimer un análisis demoledor sobre la influencia del gobierno israelí en la política norteamericana. El texto –que se acabó publicando en la London Review of Books porque ninguna revista norteamericana se atrevía a sacarlo– dio pie al libro The Israel Lobby (2007). En 2018, Walt publicó A Hell of Good Intentions (Un infierno de buenas intenciones), donde argumentaba no solo que la política exterior estadounidense desde el final de la Guerra Fría ha sido un cúmulo de errores, sino que estos no han producido los aprendizajes esperables porque sus arquitectos se han negado, de forma consistente, a responsabilizarse de sus fracasos.
En su artículo sobre Chomsky admite que usted no le hubiera dado la razón cuando terminaba su doctorado en la Universidad de Berkeley a principios de los años ochenta.
No es que mis profesores de Relaciones Internacionales, incluido Kenneth Waltz, no tuvieran una visión crítica o incluso escéptica de la política exterior de Estados Unidos. Pero a Chomsky se le consideraba como una figura marginal. Aunque su brillantez como lingüista estaba fuera de duda, más allá de la extrema izquierda nadie le tomaba en serio como pensador político. Incluso los que estábamos de acuerdo con su visión de la guerra de Vietnam no concordábamos con su crítica general de las instituciones norteamericanas, ni mucho menos de su política exterior, cuyos agentes –creíamos nosotros– tenían las mejores intenciones. No es que no viéramos los errores que se cometían, pero pensábamos que se corregirían.
Desde entonces, ha cambiado de parecer.
Es que los mismos errores se cometen una y otra vez –a veces por las mismas personas– sin que nadie pague un precio por ello. Si además tenemos en cuenta las investigaciones realizadas desde entonces sobre lo que ocurría en instituciones clave, es difícil escapar a la conclusión de que Chomsky estaba en lo cierto. Como digo en la reseña, no estoy de acuerdo con todo lo que escriben Chomsky y Anderson –algunas de sus explicaciones, por ejemplo, me parecen bastante simplistas– pero es difícil contemplar la política exterior de Clinton, Bush, Obama, Trump y Biden y no ver las continuidades. Hay algo fundamentalmente podrido en algunas de las instituciones de Estados Unidos. Y esto, claro, es lo que Chomsky lleva afirmando desde hace tiempo.
¿Qué es lo que le ha permitido a Chomsky ver esto con tanta claridad y por qué otros han tardado mucho más en percatarse?
No conozco a Chomsky personalmente –solo coincidí con él una vez– pero se me ocurren algunas explicaciones. La primera es que, al ser un lingüista y haber desarrollado su proyecto intelectual en un campo completamente ajeno, nunca albergó la ambición de llegar, digamos, a asesor de política exterior o a secretario de Estado. Dada esa ausencia de aspiraciones políticas de su parte –y el prestigio del que gozaba en su propio campo–, nunca ha tenido miedo de ofender a personas en posiciones de poder. En segundo lugar, ha tenido obviamente un compromiso férreo con la verdad tal y como él la ve. Allí sin duda ha influido el hecho de que pasó muchos años en el MIT, el Instituto Tecnológico de Massachusetts, una universidad llena de científicos comprometidos con la búsqueda de la verdad sin ajustarla a la opinión reinante.
Desmarcarte de las opiniones que predominan en tu propio entorno es socialmente incómodo
En un famoso ensayo de 1967 en la New York Review of Books, Chomsky denunciaba a intelectuales como el historiador Arthur Schlesinger, que, decía, habían abandonado el compromiso con la verdad en aras de poder servir al poder ejecutivo, en este caso el presidente Kennedy.
Es importante comprender que hay dos dimensiones en esto. Por un lado, en efecto, se trata del deseo de servir al poder. O quizá más bien de la conciencia de que hay una mainstream de opiniones, un espectro de posiciones aceptables, y que salir de esa zona conlleva riesgos. Quienes aspiran a posiciones importantes en el gobierno –u otros lugares– comprenden que hay cosas que no deben decir en voz alta o, si las dicen, deben ir con mucho cuidado. Pero después hay otra dimensión más sutil. Desmarcarse de las opiniones que predominan en tu propio entorno es socialmente incómodo. Puede afectar a tus amistades. Si todo el mundo a tu alrededor piensa de una determinada manera, lo más fácil es asentir y seguirles la corriente. Hay que tener una brújula muy poderosa para mantener tu compromiso con la verdad. Y cuanto más subes en las pirámides del poder, más fuertes son las presiones en ese sentido. Una gran virtud de Chomsky ha sido su independencia de criterio.
En su propia carrera, me parece que el ensayo que publicó con John Mearsheimer en 2006 sobre el lobby israelí marca un punto de inflexión. Años después, Mearsheimer sugirió que usted, al acompañarle en ese momento, sacrificó cualquier posibilidad futura de llegar a ocupar una posición gubernamental.
Siempre he sido un pensador bastante independiente, pero es verdad que yo albergaba ciertas ambiciones de servicio público, sobre todo después de aterrizar en Harvard a finales de los años noventa. Y no hay duda de que con la publicación del ensayo que escribí con John, por no hablar del libro, esa puerta quedó cerrada a cal y canto. En aquel momento, yo era plenamente consciente de ello.
Y sin embargo lo hizo.
Si no lo hacíamos nosotros, ¿quién? Ambos teníamos puestos universitarios permanentes en universidades importantes y lo sentíamos como una responsabilidad. Si no lo hubiera hecho, me habría arrepentido. Ahora bien, no creo que esto necesariamente diga nada sobre mis virtudes relativas. Lo que indica más bien es que yo en ese momento me veía más como intelectual que como un aspirante a una posición política. Nunca dejaré de lamentar no haber tenido la oportunidad de servir en el gobierno. Pero no me arrepiento de mi decisión. Por otra parte, la misma publicación del libro me permitió comprender cosas importantes sobre el funcionamiento de las instituciones –no solo con respecto al poder del lobby israelí, sino también a la luz de las reacciones que desatamos con nuestro trabajo–. Sin esa experiencia, no habría podido escribir The Hell of Good Intentions después.
¿Qué cosas aprendió?
Aprendí a reconocer el carácter incestuoso del establishment de la política exterior y la falta de valentía de la gente. En privado recibimos muchas muestras de apoyo de personas que nunca se atreverían a expresarlo públicamente por el daño que eso haría a sus carreras. Todo ello me permitió comprender de forma más sistemática el funcionamiento de la maquinaria que está detrás de las políticas de Estados Unidos. Nuestro libro, concretamente, identificaba los errores repetidos en Oriente Medio gracias al impacto de un lobby determinado. Pero había otras políticas, dirigidas a otras partes del mundo, que también producían una serie recurrente de fracasos, basados en ciertas ideas sobre el papel de Estados Unidos, y en el hecho de que el sistema era incapaz de reconocer sus propios errores, ni mucho menos autocorregirse.
Usted también ha denunciado que a los responsables de esos fracasos no se les piden cuentas.
Es un tema complicado. La política exterior es difícil. Es inevitable cometer errores. Ningún funcionario cumple su mandato de cuatro años sin equivocarse alguna vez. Por tanto, no puedes tener un sistema demasiado estricto. No es buena idea echar o excomulgar a cada persona que incurra en un error. Pero lo que hemos visto en Estados Unidos es algo diferente: la misma gente vuelve a cometer los mismos errores, vuelve a ser nombrada para posiciones de poder y, si no logra repetir, pasa a ganar millones como asesores, consejeros de grandes empresas, etcétera. En una situación así, es difícil que se produzca un aprendizaje o que se corrijan las políticas fallidas.
Su crítica al establishment me parece que trasciende la distinción entre partidos, ¿verdad? Quiero decir que afecta al Partido Demócrata tanto como al Republicano.
Sí.
Ha habido consenso en la idea de que las normas internacionales no son aplicables a nosotros, en el sentido de que las podemos ignorar si no nos convienen
¿El problema, entonces, puede ser que no haya otros partidos que sirvan de vehículos institucionales para visiones alternativas?
No estoy seguro. No se me ha ocurrido pensar en la complicidad en todo esto del sistema bipartidista. Pero es verdad que, durante los últimos 40 años por lo menos, ha habido un consenso bastante poderoso entre los dos partidos con respecto a la política exterior, por más que hayan estado en desacuerdo en ciertos temas concretos. Hasta la llegada de Trump –que es un caso aparte– tanto demócratas como republicanos han estado de acuerdo con respecto a los principios fundamentales: que EE.UU. debe ser el país más poderoso del mundo, que no podemos tolerar interferencia alguna en el hemisferio occidental, que nuestra misión es promover la proliferación del mercado libre, de la democracia, etcétera. También ha habido consenso en la idea de que las reglas y las normas internacionales no son aplicables a nosotros, en el sentido de que las podemos ignorar si no nos convienen. Nadie debe olvidar que la mayoría de los demócratas apoyaron la guerra de Iraq en 2003, con la notable excepción del entonces senador Obama.
Ese consenso, ¿sigue en pie?
El foreign policy establishment, lo que Ben Rhodes llama The Blob, sigue allí. Sigue habiendo muy poca diferencia entre la mayoría de los grandes think tanks. Pero también es verdad que el debate se está empezando a ensanchar un poco. Lo demuestra la emergencia de organizaciones como el Quincy Institute for Responsible Statecraft, a cuyo consejo pertenezco. Esta quizá sea la única contribución importante de Donald Trump. Al adoptar una serie de posiciones heterodoxas –fueran o no bien pensadas– ha abierto un espacio para que emerjan puntos de vista alternativos. Y ojo, esto lo digo como alguien que no votó por él nunca y que está muy preocupado por el daño que infligirá sobre el país.
Si la administración de Trump acaba siendo un circo y causando muchos problemas, habrá un espacio para los demócratas
El terremoto que ha sido Trump ha servido para algo, pues.
La verdad es que el debate sobre la política exterior era bastante tedioso. La irrupción de Trump sirvió para crear un ambiente en el que es posible cuestionar algunos de los principios fundamentales. Conviene que debatamos no solo los detalles –cuánto dinero damos a qué país– sino preguntas más grandes: ¿Cuál es el papel de Estados Unidos en el mundo? ¿Cuáles deberían ser nuestras aspiraciones? ¿Qué herramientas funcionan y cuáles tienden a ser desastrosas? Es bueno tener un debate amplio y abierto y, a ser posible, civil, sin ataques personales. Me gusta citar a Walter Lippmann: “Si todos piensan igual, nadie piensa demasiado”. Este es el peligro de una ortodoxia bien arraigada que, además, está muy vigilada.
Como usted acaba de explicar, el espacio del consenso –por más equivocado o hipócrita que esté– es un espacio social e intelectualmente acogedor. Una vez que se abandona ese espacio para la disidencia –esa tierra de nadie– es común encontrarse con lo que en inglés llamamos strange bedfellows, extraños compañeros de cama. ¿Esta ha sido su experiencia?
En efecto. Si, como un miembro acreditado del establishment, te entran dudas y te atreves a expresarlas, de repente te ves relegado a los márgenes, donde coincides con mucha gente con la que nunca te habrías topado, alguna muy similar y otra muy diferente de ti. No somos los primeros a los que nos ocurre, por supuesto. El ejemplo más obvio quizá sea el de Daniel Ellsberg, que en 1971 desveló los ‘Papeles del Pentágono’. Ellsberg formaba parte del establishment, era muy cercano a figuras clave como Kissinger, pero una vez que cambió de ideas, acabó en una posición política completamente diferente. Así que, sí, a veces te encuentras con extraños compañeros de cama. Lo que los une a todos es que, de un día para otro, han dejado de creer el relato que les han presentado. Han comprendido que los principios que creían estar promoviendo no están siendo promovidos por las políticas del momento. Pero cuando han intentado persuadir al establishment de la necesidad de un cambio, han acabado expulsados. A muchas de estas personas yo les tengo una gran admiración. Al fin y al cabo, yo tengo una posición académica de la que no me pueden echar. Muchas otras personas han tenido que pagar un precio personal muy alto por la valentía de sus convicciones.
No me sorprendería nada que la persona que acabe nominada en cuatro años sea alguien a quien aún no conocemos
Hablando de valentía, en julio usted afirmó que las acciones de Israel en Gaza constituían “una guerra brutal”, una “campaña genocida contra la población civil, causando daños enormes a la pretensión israelí de legitimidad moral” y que la política del gobierno de Biden con respecto a esa guerra había sido “pésima”. ¿Qué papel tuvo Gaza en la derrota de Kamala Harris?
A Harris Gaza le costó cierto apoyo electoral de la población árabe-americana y parte del voto joven progresista. Pero el problema mayor de Harris fue el hecho de que no supo separarse de Biden en este tema ni en muchos otros. Le tocaba demostrar que era independiente y que estaba dispuesta a adoptar posiciones duras. Gaza le ofreció esa oportunidad, pero la echó a perder.
¿Cree que la política de Estados Unidos en Oriente Medio afectará a su relación con la Unión Europea?
La verdad es que no. Algunos Estados europeos, como Alemania, están alineados con EE.UU. en Medio Oriente, pero el resto de Europa está mucho más preocupado por lo que pueda pasar en otras áreas: la política comercial de Estados Unidos, su apoyo a la OTAN y su política en Ucrania. Dadas estas otras preocupaciones, las diferencias políticas con respecto a Oriente Medio tendrán una importancia menor.
Si es verdad que el caótico paso de Trump abre una brecha para que surjan ideas nuevas, ¿cree que en cuatro años el Partido Demócrata permitirá que emerja un candidato que no obedezca a la ortodoxia, al menos en lo que respecta a la política exterior?
Podemos plantear la pregunta como una contrafactual. ¿Qué habría funcionado mejor en 2016 o en 2024? La respuesta, para mí, es obvia: algo mucho más cercano a lo que defendía Bernie Sanders que a lo que defendían Hillary Clinton o Kamala Harris. Sanders decía básicamente: “Es hora de que dejemos de involucrarnos en guerras inútiles por el mundo entero, y que hagamos más para ayudar a ciudadanos comunes aquí en nuestro país”. Curiosamente, ese también era el mensaje de Trump –aunque Trump, por supuesto, en verdad no está nada preocupado por la gente ni tiene un plan para ayudarla, porque solo quiere ayudarse a sí mismo y a sus amigos–. Pero el hecho de que un viejo socialista de Vermont suscitara tanto apoyo nos ofrece una lección.
¿Cuál?
Que ese mensaje es atractivo para muchos norteamericanos, y que votarían por un candidato que lo adoptara. Por eso creo que, si la administración de Trump acaba siendo un circo y causando muchos problemas, habrá un espacio para los demócratas. Conviene recordar qué pasó en situaciones históricas similares. La última vez que el Partido Demócrata sufrió una derrota devastadora fue cuando ganó Nixon en 1972. Cuatro años después, el partido acabó nominando a un granjero de cacahuetes al que nadie conocía: Jimmy Carter. Y si alguien hubiera apostado en 2004 a que el candidato demócrata cuatro años después sería un senador negro de Illinois con un nombre musulmán, le habrían tomado por loco. Visto lo visto, pues, no me sorprendería nada que la persona que acabe nominada en cuatro años fuera alguien a quien aún no conocemos pero que sepa formular un mensaje similar al de Sanders.
“Chomsky tenía razón”. Así rezaba el titular de un artículo reciente en la revista Foreign Policy en el cual Stephen M. Walt, catedrático de Harvard, reseñaba The Myth of American...
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Sebastiaan Faber
Profesor de Estudios Hispánicos en Oberlin College. Es autor de numerosos libros, el último de ellos 'Exhuming Franco: Spain's second transition'
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