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Como me contaron, las llamas inundaban la habitación y hacían sentir a todos a salvo. Hêbiosso, la divinidad animista del fuego, los acunaba impregnando con su calidez toda la estancia. Un cántico lento y repetitivo surcaba el poco espacio entre las llamas y el muchacho. Y el curandero cantaba. Y el fuego lamía el aire. Y el muchacho… bueno, el muchacho seguía siendo el muchacho.
–Lo habíamos intentado todo –me aseveró Hubert, mi fixer en la pequeña cabaña sobre el lago Nokoué–, lo juro. ¡Este muchacho iba a morirse!
–¿El vudú lo salvó?
–El vudú y… –dijo sosteniendo su copa de sodabi mirando a la infinidad del lago a través de la única ventana de la estancia.
El houngan –sacerdote vudú– con los ojos cerrados y sus labios moviéndose en una oración silenciosa consultaba el fâ, un ancestral sistema de adivinación al que se recurre en el culto animista para obtener respuestas de los espíritus. Una conexión directa con el mundo espiritual que trae noticias del pasado, el presente y el futuro.
Me explicaron que un ekwele pendulaba en su mano izquierda y con la derecha había arrojado al aire aquellas nueces secas de palma. Los frutos habían roto el silencioso crepitar del fuego al caer sobre el suelo en unos patrones que solo el curandero sabía interpretar. En el fâ estaba el futuro de aquel muchacho, el fâ lo aclararía todo. El fuego seguía lamiendo el aire, el cántico del houngan hacía que Hêbiosso permitiese que este llamease con más fuerza. Ardía la estancia. El cántico ardía.
–Quizá mi padre también hubiese sabido hacerlo –me comentó Etienne Houekin, el mayor de los hermanos–, mi padre sabe consultar el fâ. Pero preferimos ir a un houngan para asegurarnos de salvar a mi hermano.
–¿Os encomendasteis a alguna divinidad en concreto? –le pregunté.
–Ganbala, la deidad de la medicina.
El houngan persistía en su monótono canto, el fuego flameaba y el muchacho… bueno, el muchacho seguía siendo el muchacho. El altar improvisado a los pies de la llama con símbolos de magia negra intentaba invocar la presencia de Ganbala –una magia negra alejada de la concepción occidentalista de lo que esta representa–. Los artículos de ofrenda a Ganbala se alineaban alrededor de las llamas. Un cuenco con hierbas medicinales. El cántico resonaba. Plantas propias de la zona. El cántico reverberaba. Amuletos que el curandero había dispuesto a sus pies. El cántico ensordecía.
“Un susurro entre las sombras anunció la llegada de la deidad”, me narró Hubert. Ganbala estaba presente, una influencia palpable en toda la estancia que aquel houngan usaba para sus ritos. Paul Houekin, padre de la familia, miraba con fe la pierna de su hijo Mahú, el muchacho. Había seguido paso a paso las instrucciones previas que el curandero le había ordenado. Cada pauta, cada rezo, cada sacrificio.
De pronto el houngan cesó su cántico, las llamas bajaron y el crepitar dejó de murmullar en la estancia. El humo del fuego extinto dejaba tras de sí un aroma a hierbas aromáticas quemadas. Pero la llama de esperanza aún ardía en el corazón del chico. Todo fue silencio. El hombre abrió los ojos y levantó su mirada. Primero miró la pierna de Mahú, que le suscitó un gesto de pena, después a los ojos de Paul, su padre.
–El fâ ha hablado.
–¿Y bien? –preguntó el señor Houekin con ansia–. ¿Se curará?
El houngan se levantó.
Amanecer en la aldea de Ganvié, sobre el lago Nekué. / Mario García Segovia
Mucho antes de los Houekin
Ganvié significa “a salvo” en el idioma local. En 1556 desembarcaron los primeros europeos y negociaron con los reyes de lo que entonces era Benín establecer puestos comerciales para ganarse la confianza de sus habitantes. Posteriormente, la trata de esclavos comenzó (a finales del siglo XVII) para hacer frente a la necesidad de mano de obra barata tras la colonización de América. Agadja, rey de Dahomey, atacó el reino de Savi, uno de sus principales rivales –llevándose por delante en su beligerante campaña también al pequeño reino de Ardres– y conquistó todo el territorio desde el centro hasta las costas del país para tener más ciudadanos bajo su mandato. Más esclavos que poder venderle a los europeos.
Cuando en 1717 el reino de Dahomey pactó con los esclavistas la venta de muchos de sus habitantes, cientos de ellos se reunieron para huir. Al llegar a las orillas del lago Nokoué escapando de los cazadores de Agadja se toparon con una de las mayores dificultades de su huida: no sabían nadar. “Fue la magia vudú la que permitió que los cocodrilos del lago se volvieran mansos y nos permitiesen montar en sus lomos. Los animales nos llevaron hasta un islote en medio del lago, donde se originó el ancestral Ganvié”, me contó Hubert, el guía autóctono.
Ahora, ese islote es lugar sagrado, se guarda silencio al navegar cerca de él, incluso las barcas a motor pasan a los remos para no perturbar la magia del lugar, una zona de culto y ceremonias vudú muy concretas. El actual Ganvié se creó después, alrededor de esa isla lacustre, y los tofinou –los habitantes del agua– aprendieron a nadar, tornaron su piel en escamas y sus pies en aletas, y jamás volvieron a pisar tierra firme.
Que Ganvié signifique “a salvo” le viene como anillo al dedo. Un día allí te sumerge en la tranquila salvación de sus aguas. A salvo. El tiempo pasa y se persiguen los minutos unos tras otros. A salvo era el lugar más alejado de cualquier lugar que yo hubiera visitado. Se aleja de Europa, leguas. Pero, paradójicamente, se aleja hasta de su continente e incluso –juraría– de su propio país.
Es precisamente eso lo que ahora está acabando con ellos.
Promesas sagradas
Cuando Mahú enfermó, mi padre consultó personalmente al fâ –me contó Etienne, su hermano mayor–. Tras la consulta, realizó todos los sacrificios y rezos que el houngan le había indicado antes de llevarle en persona a mi hermano. Si el paciente se cura, los padres del enfermo deben cumplir sus promesas. Son promesas con el más allá, sus espíritus, sus deidades. Son promesas sagradas.
Un pañuelo de seda rosa ondeaba al viento más allá de la cabaña. Bajo él, rugía el motor del único depósito de agua potable de la aldea de los tofinou, gentilicio de los autóctonos de Ganvié. El sol ya estaba en el crepúsculo y dejaba un color cobrizo en las nubes. Allí, sobre el lago, una mujer vendía sus últimas verduras en una barca mercante con una pamela desproporcionadamente grande. Allí, bajo el lago, dos niños zambullían sus cuerpos desnudos en el agua y jugaban desde el fondo a intentar volcar las barcas de otros tofinou. Allí, surcando el lago, un gavilán pescador honraba su nombre para regocijo de un grupo de ornitólogos que hacía noche en la aldea. Y el pañuelo de seda seguía ondeando al viento, tranquilo, apático, como si nada fuese a mutar nunca en aquel alejado lugar. Finalmente, el crepúsculo dio paso a la noche.
Aquella había sido mi primera toma de contacto con Ganvié, la aldea lacustre más grande de África Occidental, en el corazón de Benín. Tras todo el día conociendo sus recodos, navegando sus canales y conviviendo con la familia Houekin, había entendido que como el resto de tofinou, los Houekin era una familia de pescadores. La pesca y venta del pescado era el motor económico principal de la aldea, algo casi cultural. Lo que me suscitó una duda:
–Y tú, Etienne, ¿por qué enfermero y no pescador?
–Por vocación –respondió rápidamente–. Cuando era niño, enfermaba y los médicos me trataban, eran los únicos instantes en los que me sentía a salvo– no sentirse a salvo en a salvo era paradójico.
Lo entendí poco después.
Etienne Houekin partió a su mayoría de edad hacia Burkina Faso porque allí era más sencillo conseguir estudios y un certificado académico. Benín lleva años cargando con el lastre de ser uno de los 20 países con menor tasa de alfabetización del mundo –menos del 18% de gasto público invertido en educación–. Cuando obtuvo su certificado en 2020, andaba entre Benín y Burkina Faso ayudando a su tierra y al lugar donde había aprendido todo lo que sabía.
Etienne Houekin, hermano mayor de la familia, enfermero en la aldea. / Mario García Segovia
–El golpe de Estado que sufrió Burkina Faso en enero de 2022 me impidió volver a pisar el país –me explicó–. En el mensaje televisivo, los golpistas amenazaron con cerrar las fronteras. No he vuelto desde entonces.
Tras las tensiones, se instaló definitivamente en Benín y el Gobierno de Patrice Talon lo contrató como enfermero en el centro de Cotonú. El pasado 5 de abril el ministro de Sanidad beninés, Benjamin Hounkpatin, empezó un tour por el país y sus pequeñas aldeas pidiendo a las comunidades rurales unir fuerzas y crear una campaña de concienciación para que los ciudadanos supieran que ciertas enfermedades erradicadas habían vuelto. Etienne Houekin lo acompañó en el pistoletazo de salida de la campaña allí, en Ganvié.
El pasado mes de julio, la campaña que abrió Etienne ya había tenido ecos en nuestro país: tres enfermeros voluntarios del Área de Salud de Cáceres se trasladaron con equipo aportado por el Servicio Extremeño de Salud al país africano –algo insuficiente frente a un problema que afecta a todo Benín–. Mucho menos para los tofinou, un pueblo olvidado en medio de un lago:
–Aquí no llega ayuda ni material sofisticado para poder poner en práctica mis conocimientos. Es frustrante. El Gobierno necesita más enfermeros y médicos. Además, la mortalidad y las enfermedades están en alza, sobre todo a causa de la malaria, el sida y la fiebre amarilla. Llegan ayudas a tierra firme –como se referían al resto del país–, pero allí se quedan. Necesitamos personal y medios integrados aquí, en nuestras aldeas, sobre el lago.
Miró a través de la ventana de la cabaña y suspiró. Fue entonces cuando con la vista perdida en las aguas del Nokoué me pidió hacerle una petición a quien pudiera oírla en Occidente. Dije que haría lo posible: “Ruega a la OMS que se fije en la población del lago Nokoué. Sus ayudas no llegan aquí. Necesitamos hospitales y material sanitario. Benín no es solo su tierra, los habitantes del agua también existimos”.
–Si aquí no llegan las ayudas médicas, ¿qué fue de tu hermano? ¿Vuestro sacerdote acertó en su destino? –pregunté, para conocer más sobre las creencias de la medicina tradicional. Parte de la población no accede a tratamientos médicos adecuados por confiar más en la magia que en la ciencia.
–Afortunadamente sí –continuó Etienne–. El houngan leyó a la perfección el fâ. Su salvación vino en forma de un desconocido. Era un buen hombre, un hombre blanco. Había venido a visitar Ganvié. Vio a mi hermano. Vio su pierna. Y pagó de su bolsillo el traslado a un hospital en tierra firme para que recibiera la atención médica que necesitaba –suspiró–. Prometí que algún día yo mismo curaría a mi hermano, ¿sabes?
–¿Una promesa sagrada? –le pregunté. Sus ojos se cristalizaron. Se los enjugó. –He intentado curarle –dijo mirando al suelo con una mezcla de ira y vergüenza–. No he sabido. Estudié medicina para esto. Estudié medicina para salvarle, pero no he podido mantenerlo a salvo.
No haber podido mantener a salvo a alguien en a salvo era lo más paradójico que me habían contado en mi periplo por Benín. Al mirar a Etienne entendí que más que paradójico, para él era la mayor de sus desdichas: Mahú seguía vivo, pero no sabrían por cuánto tiempo.
Consecuencias de la úlcera de Buruli, que se extiende cada vez más en la pierna de Mahú Houekin. / Mario García Segovia
El tofinou que no podía nadar
Cuando Etienne Houekin decidió partir a la aventura de convertirse en enfermero en un país vecino, Mahú Houekin tomó el rol del primogénito. Mahú pasó a hombre de la casa cuando Paul faltaba en sus largas jornadas laborales. Él era quien heredaría las parcelas del lago pertenecientes a los Houekin durante generaciones para la pesca, señalizadas curiosamente con cañas de madera endebles que cualquiera podía cambiar de lugar. Más curioso aún era que nadie lo hacía.
Durante años, Paul centró sus esfuerzos en criar y curtir a Mahú en el arte de la pesca, un buen líder Houkin, un verdadero tofinou. Madrugaban sin parar a deleitarse en el rosado cromatismo del amanecer sobre las aguas del Nokoué, una tarea de la que se encargaban todos los blancos –entre los que me incluyo– que pernoctaban en Ganvié. El ritmo de trabajo impedía distracciones de ese tipo. Y como en Ganvié no pasa absolutamente nada, el día pasaba, los meses pasaban, y así los años.
Luego llegó Buruli.
La OMS lleva años intentando integrar sin éxito programas de lucha contra la úlcera de Buruli, una de las enfermedades tropicales cutáneas más desatendidas en el mundo. Una de las más peligrosas, también. La úlcera suele aparecer un día sin explicación aparente en forma de hinchazón indolora, un endurecimiento leve de una parte del tejido, un sinsentido absurdo al que no le das importancia. Después llega el dolor, la fiebre y los delirios. La rojez solo tarda un mes en convertirse en úlcera, y la úlcera tarda mucho menos en empezar a devorar la carne y deformar por completo el hueso.
Según datos de la OMS: La enfermedad ha sido clasificada en tres categorías en función de la gravedad del cuadro clínico: I) una sola lesión pequeña, de menos de 5 cm de diámetro; II) placa no ulcerosa o ulcerosa y formas edematosas de entre 5 y 15 cm; y III) lesiones de más de 15 cm de diámetro que pueden ser de tipo diseminado o mixto, como osteomielitis y afectación articular.
Mahú sufría el grado III de la úlcera de Buruli. Esta bacteria ambiental prolifera en zonas tropicales con crisis sanitarias e higiénicas como las que encontramos en la aldea de Ganvié. Miré a través de la ventana, a la infinidad del lago Nokoué. El hedor bajo sus casas por falta de sistemas de alcantarillado, los residuos plásticos y orgánicos pudriéndose sobre el agua, los pescados –que nadaban en un ambiente insalubre– que desayunaban, comían y cenaban. Lo que Ganvié daba, Ganvié lo quitaba.
Mahú Houekin solo era uno de tantos enfermos en la aldea.
Ganvié tiene 35.000 habitantes, una población que se incrementa anualmente. Faltan medios anticonceptivos –consecuencia de esto también es la proliferación masiva de ETS en todas la zonas rurales de Benín–. Debido a la superpoblación, pequeñas aldeas se han ido asentando alrededor del núcleo central de Ganvié, algunas de ellas perdiendo el concepto de aldea lacustre por no estar construidas sobre el mismísimo Nokoué, sino a sus orillas.
No obstante, Etienne nos contó que entre las 21 aldeas rurales que conforman todo lo que hoy día llamamos Ganvié, solo existía un centro de salud. “Podríamos dividir Ganvié en dos distritos”, nos explicó, “en el primero encontramos 10 de las aldeas, en el segundo 11, una de ellas la propia Ganvié. Solo hay un centro de salud para los 35.000 tofinou, está en el segundo distrito. Sin médicos, claro. Todo el personal sanitario son enfermeros como yo, que ayudan en lo que pueden. Tampoco disponemos de un cuadro técnico adecuado, ni laboratorios de análisis, ni un hospital de referencia cercano donde enviar a los pacientes graves”.
Le pregunté qué piensa de Ganvié desde la perspectiva de su profesión.
–Todos sufrimos en Ganvié. Estamos aislados.
“Estamos aislados”. Niños tofinou tomados desde la ventana de una de las cabañas de Ganvié. / Mario García Segovia
La enfermedad estaba devorando la pierna de Mahú, una extremidad completamente ennegrecida y necrosada que luchaba por seguir formando parte de un tofinou que ya no podía responder a su nombre. La úlcera de Buruli le estaba impidiendo andar, pescar y nadar. Mahú era “el tofinou que no podía nadar”. La segunda desdicha de Paul Houekin en su legado pesquero. Un habitante del agua al que el agua había condenado de por vida. Ganvié, un lugar en el que nadie estaba realmente a salvo.
La familia Houekin llevó a Mahú a un doctor en tierra firme. “Una vergüenza, para muchos de los tofinou, que respetan la tradición de nacer, vivir y morir sobre el lago. Algo antiguo que aún perdura como una costumbre arraigada en los habitantes del agua”, me explicó Hubert, mi fixer. “Salir de Ganvié fue la primera de las barreras que los Houekin tuvieron que traspasar. El doctor llegó después”, me va traduciendo Hubert de Paul, que hablaba con la voz de un padre abatido. “Nos pidió una suma de 50.000₣ –unos 75€ al cambio– solo por visitar a Mahú. Los trámites, sus medicamentos y los tratamientos posteriores iban aparte”. El salario promedio en Benín es de 52.000₣. Paul tiene dieciséis hijos. No hice más preguntas.
Fue entonces cuando optaron, con la cabeza gacha por la vergüenza de haber recurrido antes a la ciencia que al culto popular, al houngan que vislumbró el futuro de Mahú.
–¿No funcionó el vudú? –pregunté incisivo.
–Este chico iba a morir, ¡míralo bien! ¿Acaso tiene pinta de muerto? –dijo Hubert entre risas dando un golpe en el hombro al muchacho. Lo miré. Mahú me sonrió sin saber qué me acaba de decir mi fixer. Entendió que hablábamos de él.
–Funcionó, entonces.
–Funcionó.
Mahú dijo algo y Hubert rió escandalosamente.
–Me acaba de recordar un dicho común aquí en Benín: “Dios hizo al hombre negro pobre y al hombre blanco rico. Luego llegó el blanco e hizo al negro más pobre y al blanco más rico” –siguió riendo un largo rato. Luego suspiró. Fue entonces cuando vio mi consternación– ¡No te preocupes, hombre! Es solo una frase hecha. Una broma.
De hecho, no lo era.
Yao, matriarca de los Houekin, alimentando a sus hijos. / Mario García Segovia
Ganvié no es un lugar
Médicos Sin Fronteras publicaba a comienzos de este año que “la falta de personal sanitario calificado y las creencias respecto de la medicina tradicional generan que la población local no acceda a tratamientos médicos adecuados, poniendo en riesgo su salud”, bajo un titular abrumador que dejaba más que clara la actual situación nacional: Benín nos ha recibido tras 15 años de ausencia.
Mahú nos acompañó hasta la puerta de su cabaña sobre el lago. Cojeaba sin disimulo y sus hermanos le abrían paso, conscientes. Salimos al porche, la casa de los Houekin estaba alejada del centro de Ganvié, huía del bullicio de su mercado techado y sus vendedoras de barcas ambulantes, de los niños jugando y de los lugares a los que los blancos –de vez en cuando– visitaban desinteresados bajo el idilio de conocer a un pueblo acuático.
Una niña tofinou vendedora ambulante. / Mario García Segovia
A lo lejos el sol moría en el Nokoué. Todos los Houekin salieron al porche con nosotros.
–Es bonito, ¿verdad? –me dijo Hubert.
El color naranja rosado del atardecer cubría los techos de uralita de las cabañas flotantes. Mahú se dirigió a la barca, bajando los improvisados escalones hechos de troncos recios de madera atravesada, para colocarse cerca del motor. Nos sonrió desde ella y nos hizo un gesto para subir.
–Es precioso –contesté.
–Si el Gobierno no hace nada por nosotros, dentro de poco esta aldea estará seca. El nivel del agua cada vez es más bajo. La pesca cada vez es más difícil. Y si un pueblo pesquero no puede vivir de la pesca, un pueblo pesquero muere.
–¿Y qué pasará entonces?
–Los houngan dicen que será el final. Yo no lo sé. Pero los tofinou estamos abocados a desaparecer, la gente de aquí no sabe ni quiere vivir en tierra. Ganvié no es un lugar, Ganvié es nuestra forma de vida. Pero la tierra se está comiendo al agua. Es inevitable. Todo esto –dijo señalando la fotografía que segundos antes nos había hecho sonreír– algún día desaparecerá.
Nos despedimos de Paul y sus trece hijos.
La familia Houekin al completo. / Mario García Segovia
Todos los Houkin, incluidas las tres mujeres del patriarca, salieron al porche a decir adiós a su hermano mayor. Mahú era una especie de entidad superior entre sus hermanos y hermanas. Los bebés le lloraban, los más pequeños se despedían con amplios aspavientos, e incluso a las hermanas de su edad se les vislumbraba una mezcla de orgullo y admiración en la mirada.
–Mahú nos lleva al puerto. Ahora es barquero –dijo Hubert encogiendo sus hombros en un sinónimo de ‘no hay más remedio’–. Poco a poco su pierna se irá necrosando más y más, incluso ahora se mantiene sobre el vaivén de la barca a duras penas. Pero hasta entonces debe traer dinero a casa de alguna forma.
Mahú nos miraba desde el final de la embarcación, agarrado al motor con su pierna izquierda completamente rígida sobre los tablones de madera. Ganvié se iba perdiendo a su espalda, quedándose parada en el tiempo, a salvo, como si nada pudiese mutarla. El lago Nokoué iba tragándose en el horizonte toda la aldea y, con ella, a sus tofinou.
–¿Qué hará cuando no pueda subir a la barca? –pregunté consternado–, ¿acaso tenéis otra labor pensada para él? ¿En tierra firme, tal vez?
Hubert le tradujo mi pregunta.
Mahú Houekin. / Mario García Segovia
Mahú me sonrió entristecido a modo de toda respuesta.
–¿No la ha entendido?
–Sí, la ha entendido –contestó Hubert pausado–. No sabe qué responderte.
Pero sí lo sabía.
Como me contaron, las llamas inundaban la habitación y hacían sentir a todos a salvo. Hêbiosso, la divinidad animista del fuego, los acunaba impregnando con su calidez toda la estancia. Un cántico lento y repetitivo surcaba el poco espacio entre las llamas y el muchacho. Y el curandero cantaba. Y el...
Autor >
Adrián Roque González
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