'Seda'.
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Podría decírselo a Marcela. Sería perfecta. A ella le gustan los jalapeños, se chupa los dedos si encarta mientras come, prefiere las plantas sin flores y debajo de su falda o pantalón siempre luce unas lindas bragas.
Si sale de caza, de las que se arrancan a mordiscos.
Marcela sería buena acompañante. Lo malo es la discreción: a Marcela le encanta contar su vida. Necesita público y elegirá muy bien quién, cómo y dónde soltará la bomba de relojería, la escandalera. Cuenta tan bien las historias… Sabrá seguir el ritmo apropiado para crear expectación y rendir a la audiencia a sus pies. Hará un alegato sublime y ya sabemos que más de un presente deseará con todas sus fuerzas acabar la velada con Marcela de rodillas. Y con la boca abierta. Arrastrando con la lengua, dentro de esa cueva, su santa polla.
Que lo consiga o no ya no depende de él. Eso solo le concierne a Marcela.
Sola sí que no voy. A mí me da miedo. Tanta clandestinidad tiene que estar justificada. Y eso es lo que me da miedo. Es imposible que una reunión de personas adultas se lleve con tanto secreto. Por mucho que todos los que hemos sido invitados sepamos que se trata de una reunión en un piso orgiástico. Piso orgiástico. Qué definición más horrorosa. Se hace más que evidente la necesidad de encontrar una palabra con estilo que quite dramatismo a la definición. Un anglicismo tipo cool, glamour o selfie. Una definición que implique sofisticación.
Ante todo, elegancia.
Mi invitación ha llegado rubricada por un asiduo a estas veladas, Manuel.
Ha tardado casi seis meses en considerar que yo podía asistir a una de esas cenas que lo devuelven el lunes al trabajo hecho un primor. Mirada brillante. Luz en la cara. Cambia su deambular un poco desganado tan típico en él por un paso seguro y firme que lo hace más alto. Más guapo. Feliz. Al principio pensé que era porque en la cena del viernes anterior había conocido a alguien especial que le había llamado la atención. Una mujer única que se había ganado ser la única mujer. Una amante diferente a las demás. Un par de piernas con las que desea repetir más allá de ese viernes.
-¿Álguien especial? Tú estás loca. ¿Para qué quiero yo a alguien especial? Mis noches de viernes no son de encele con una única mujer. El cine hace muy feliz a muchos cada noche de viernes; los míos son de montarme la película con una desconocida a la que no tengo que contarle el argumento.
Lo dijo sin ningún pudor.
Le parece lo más normal asistir cada viernes a esas cenas y terminar haciendo el amor con dos, tres y hasta cuatro mujeres en la misma noche. Sospecho que con algún hombre también. Me ha dado todo lujo de detalles de estos encuentros pero jamás ha mencionado haberse acostado con uno.
A mí me da vergüenza preguntárselo.
Esta semana parece que salgo en la película. Seis meses después de que Manuel disfrutase de esos viernes gloriosos, me ha invitado al próximo. Me lo dijo anteayer mientras redesayunábamos en el office. Yo tomaba mi té verde con una gota de miel, él su café solo. Y mientras removía el azúcar dentro de la taza me lo dijo con la vista fija en el remolino que se forma.
-Vente a la cena de este viernes conmigo. Hay que estar a las nueve en punto. Tardamos media hora en llegar. Si te da miedo puedes venir con alguien. Yo os suelto allí y desaparezco por las habitaciones.
Me invita pero no hace de niñero. Por eso puedo ir acompañada. Tengo que llamar a Marcela.
Dentro de tres horas es la cena de marras.
No me he atrevido a avisar a Marcela y Manuel no me ha vuelto a preguntar si voy o no. En realidad lo da por hecho. Manuel es así, no se plantea siquiera permitir a los demás que duden o tengan su propia opinión. Me lo ha recordado esta mañana, de nuevo en el office. Como si yo no llevara dándole vueltas a la proposición desde que la hizo.
Me conoce el cabrón.
No sé qué hacer. No sé qué ponerme. Me mezclo con nuestros compañeros de oficina dejándome llevar por la típica excitación de cada viernes. Alma está emocionada porque se va el fin de semana con un nuevo novio que se ha echado que no le llegará a Semana Santa. Fernando echa sapos y culebras por lo bajini pero no dejará que Alma se dé cuenta de que es por no ser él con el que se pierda en cuanto den las tres. Consuelo a uno y animo a la otra por no darle más vueltas. Pensar en los demás para no pensar en mí.
Quiero estar muy guapa esta noche aunque no vaya a participar en ninguna de esas orgías finas. Porque yo no me voy a acostar con nadie, eso lo tengo claro. Me lío con quién me da la gana pero exijo que me seduzcan. No puede ser todo tan frío y tan práctico. “Pim, pam, pum”. Sin prolegómenos, sin estrategias. No, caliéntame primero con horas de conversación en las que sopese si te has ganado a pulso que yo termine en tu cama.
La de un hotel también vale. Me entiendo bien con los hombres casados. Vas a pagar tú, así que elige.
Cada vez que Manuel se cruza conmigo en la oficina sonríe dejando bien claro que sabe que iré. Ha tocado los acordes imprescindibles para que todo mi cuerpo se contonee tratando de recordar alguna de las sonatas de Schubert.
Manuel me contó que suena música clásica durante toda la velada mientras los invitados recorren los rincones eligiendo madrigueras.
Otros prefieren lucirse. El viernes pasado dos mujeres de unos treinta años se devoraron la una a la otra encima de una de las mesas de la entrada. Se las encontró nada más llegar, al abrir la puerta. Allí estaba, sobre el recibidor con espejo y mostrador de mármol, con las piernas abiertas, separándose con los brazos las rodillas para dejar que emergiera su sexo pletórico. La otra encajaba la cabeza entre sus piernas, separando con los dedos los labios, lamiéndole el clítoris. El recién llegado paraba unos instantes a disfrutar de la escena y terminaba comprobando en el espejo su propio empalme.
Así lo describió Manuel. Lleva estos seis meses describiéndomelos a todos. Creando en mí un interés descomunal por verlo después de esa noche de pecado para que me dé todos los detalles. Sexos desconocidos para catar sin tener que repetir nunca más. Cuando me relata sus aventuras de viernes, me da la lista de asistencia con tono de profesor de universidad pero con el poco rigor de su vocabulario más chabacano.
- La jovencita que acompaña a su novio macarra y que apenas sostiene la mirada con cualquier otro que no sea él. El novio, de esos que te ponen a ti. Para mi gusto un poco burdo, pero de esa cena no te va a salir ningún proyecto de vida en común, así que tiene éxito por lucir esas patillas de hacha, torcer el morro para decir burradas y tener las manos grandes. A ver quién es la lista que se escapa… La novia tiene buenas tetas; es joven, la hija de puta. El director de la agencia de publicidad que ya no cumple los cincuenta y cinco y que no se ha cambiado de traje después de sus cuatro reuniones de rigor. Seguro que a las diez de la mañana está hecho un primor, pero doce horas después el traje y la camisa lo escupen. Un asco no poder pasar por casa para pegarte una ducha, como hago yo, perfumarte de nuevo y salir a enmendar tu semana de autómata. Ese tendrá que conformarse con las que a la media hora de entrar al salón no hayan pillado cacho…
- O hayan elegido no acostarse con nadie.
Interrumpo el relato. No voy a ser la única mirona de la cena. Me apuesto las dos manos.
- Más de una hora sin una verga en cualquier parte de tu cuerpo y te pago los próximos tres meses de gimnasio.
Qué seguro está de que sucumbiré… La idea de que me pague tres meses de gimnasio me anima aún más.
No voy a acostarme con nadie.
Que el piso esté ubicado en la plaza de Oriente me parece lo más. Manuel tiene razón cuando dicen que son exquisitos. Hasta ahora había pensado que sería en un piso más normalito, más al uso. Pues no. En la misma plaza de Oriente con la colección de reyes godos ahí abajo y el Palacio Real para que nos sintamos auténticos lo que somos: reyes. ¿Sintamos? ¿Por qué he pensado en segunda persona del plural? ¿Por qué me incluyo? ¡Esto es cosa de ellos! Vengo a la cena porque Manuel me ha picado. Si me echo atrás creerá que tengo prejuicios. Y no. Él conoce todos los detalles de mi escabrosa vida sexual. Yo también me acuesto con quien quiero; solo necesito unos mínimos antes de terminar comiéndosela a un hombre nuevo. Una cena, unos vinos. Que me haga reír encontrándome la línea de flotación, que me quede un par de segundos mirando cómo habla, ensimismada con sus palabras. No me vale con que esté bueno; me vacuné contra la belleza a finales de los 90. Los quiero fuertes, los quiero grandes, los quiero de otra.
Yo tampoco quiero un novio. Me basta con tener amantes.
Subimos los cuatro pisos en un pequeño ascensor de reja al aire y botones de goma negra desgastados por el uso. Despacito, renqueante, nos lleva al umbral de la perdición.
-Tranquila. Basta con decir “no, gracias”. Aquí no se insiste. Si no es contigo será con la de al lado. No tendrás que acostarte con el amigo feo del que se tira tu amiga como cuando tenías veintitrés. ¿Recuerdas aquel futbolista con cara de murciélago con el que acostaste porque Paula se había ligado al amigo? Pues aquí eliges tú. Y viniste sola. ¡Vamos valiente!- Cuando dice esto me empuja obligándome a adelantarme un par de pasos-. Estoy convencido de que caerás. Somos adultos; puedes tener la perversión que te dé la gana. Complacerás, quieras o no, a alguien.
La rotundidad de las palabras de Manuel me pone nerviosa.
Yo solo quiero mirar. Nada más.
Continuará.
Podría decírselo a Marcela. Sería perfecta. A ella le gustan los jalapeños, se chupa los dedos si encarta mientras come, prefiere las plantas sin flores y debajo de su falda o pantalón siempre luce unas lindas bragas.
Si sale de caza, de las que se arrancan a mordiscos.
Autor >
Celia Blanco
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