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Instrumento judicial. / La Boca del Logo
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La selección de jueces constituye, con toda su gravedad, una cuestión de Estado. No hay hipérbole en esta aseveración; hablamos de los hombres y mujeres que integran uno de los tres poderes el Estado, de las personas a quienes se encomienda el ejercicio de la función jurisdiccional, y, por ende, la decisión en asuntos de enorme trascendencia para la vida de las personas. Decía Calamandrei que “el Estado siente como esencial el problema de la selección de los jueces” dado el “poder mortífero” que les confía.
Según el artículo 301 de la Ley Orgánica del Poder Judicial (LOPJ), “el ingreso en la carrera judicial estará basado en los principios de mérito y capacidad para la función jurisdiccional”. Esta ley no hace sino trasladar al proceso selectivo de la judicatura el mandato que, con carácter general para la función pública, proclama el art. 103.3 de la Constitución, a cuyo tenor el acceso se hará de acuerdo con los principios de mérito y capacidad. Estamos, pues, ante una exigencia (“se hará”) de rango constitucional cuya aplicación al proceso selectivo de jueces y juezas hace suya la LOPJ. Si queremos, por consiguiente, que el sistema sea respetuoso con la voluntad de la Carta Magna, habrá de conducirse, lealmente y sin ambages, por la senda constitucional del citado artículo 103.3.
Entiendo por mérito el reconocimiento que le es debido a una persona por razón de sus cualidades. Y capacidad es, por su parte, un concepto funcional que alude a la reunión de las aptitudes que se estiman necesarias para el desempeño de un determinado cometido. Por eso la ley habla de la capacidad para la función jurisdiccional. Es evidente que el mérito y la capacidad que deben importar en la selección del personal judicial son aquellos que específicamente corresponden a la tarea jurisdiccional. Entonces, cumple denunciar que las pruebas que se llevan a cabo en las oposiciones para acceso a la carrera judicial, tal como hasta ahora están concebidas y se vienen realizando desde hace décadas, no responden a lo que la Carta Magna prescribe, toda vez que, en modo alguno, permiten conocer si en los aspirantes concurren aquellas condiciones de mérito y capacidad que son propios de la compleja función de juzgar. Y esta es una cuestión que hasta ahora se ha tratado con indiscutible laxitud e indiferencia, en cuanto que ni capacidad ni mérito son evaluables con solo unos ejercicios basados predominantemente en la memoria.
La preparación de la oposición consiste en un ímprobo y paciente esfuerzo dirigido a adquirir la simpar destreza de declamar oralmente unos textos redactados ad hoc
A menos que una cerril ceguera ofusque el conocimiento de la realidad, es una verdad incontestable que las únicas –repito, únicas– pruebas que los aspirantes a la judicatura han de superar son de carácter eminentemente memorístico; digámoslo descarnadamente: brutalmente memorístico. Se trata de exponer en tiempo tasado unos temas (hoy 329) previamente embutidos en la memoria, basados fundamentalmente en el conocimiento del derecho positivo, del que, por cierto, los tribunales examinadores se cuidan de apercibir de su recitado literal. La preparación de la oposición consiste, así, en un ímprobo y paciente esfuerzo dirigido a adquirir la simpar destreza de declamar oralmente, con fluidez y firmeza, ajustados a un tiempo reglado, unos textos redactados ad hoc; tal logro exige la inversión de varios años (la media está entre cuatro y cinco) en el fatigoso e ingrato sacrifico de memorizar aquellos contenidos a base de una repetición exasperante de los textos.
Siendo así –y así es–, no hay otro mérito reconocible en el opositor que el de una férrea tenacidad mantenida con un continuado y excepcional sacrificio. Y en cuanto a capacidad, no veo que pueda acreditarse otra que la memorística; aún más, ese aprendizaje no garantiza en todo aspirante un conocimiento verdadero del derecho sino en una fracción y una perspectiva concretas.
Pero ocurre que la perseverancia y la potencia mnemónica son virtudes ajenas a la estricta función jurisdiccional, y en modo alguno avalan la condición y caracterización del buen juez. Son virtudes encomiables para la vida en general, pero no las que se identifican como propias y necesarias para el solvente ejercicio del quehacer judicial. Cualquiera entenderá que del juez esperamos no solo un sólido conocimiento del derecho, sino también capacidad de análisis y raciocinio, destreza argumentativa, buen juicio, aptitud hermenéutica. Pues bien, en la actualidad, no hay un solo ejercicio que ponga a prueba estas cualidades tan propias de la labor jurisdiccional. La Carta Europea sobre el Estatuto del Juez (Consejo de Europa), en el apartado 2 dedicado a la selección, reclutamiento y formación inicial afirma la necesidad de que el estatuto de los jueces en Europa garantice, a través de la exigencia de determinados títulos académicos o experiencia previa, la “capacidad específica para desempeñar funciones judiciales”. Cuando el texto habla de “capacidad específica”, es evidente que está exigiendo que la evaluación de los candidatos se haga “sobre criterios relacionados con la naturaleza de las funciones a ejercer”. Y más adelante añade: “Aparece como necesaria una capacitación de los candidatos seleccionados para el ejercicio efectivo de funciones judiciales a través de una formación adecuada”. Se trata, en definitiva, de verificar de alguna manera, que quien aspira al desempeño de la función judicial esté dotado de aquellas condiciones que responden a la esencia misma del quehacer judicial.
Para visibilizar del mejor modo posible lo que estoy diciendo, suelo acudir al ejemplo de la obtención del permiso de conducir vehículos a motor. Imagine el lector que la única prueba a la que es sometido el aspirante consiste en la demostración de que es capaz de recitar de memoria los artículos del Código de Circulación, nada más; pero se omite poner a prueba su aptitud material para la conducción y buen gobierno del automóvil puesto al volante en carretera. ¿Quién se atrevería a darle licencia para conducir?
Se omite poner a prueba su aptitud material para la conducción y buen gobierno del automóvil puesto al volante en carretera
Es intención del Gobierno modificar el sistema de acceso a la carrera judicial. Recientemente se ha dado a conocer el Anteproyecto de Ley Orgánica que modifica la vigente Ley Orgánica del Poder Judicial y la que regula el Estatuto del Ministerio Fiscal. Son varias las innovaciones que introduce, muchas de ellas loables y necesarias (grabación del ejercicio oral, anonimato de la prueba escrita, convocatorias anuales, sistema de becas), pero aquí no voy a referirme sino exclusivamente al modo que en ella trata de conjurarse el memorismo que viene siendo característica de este decimonónico sistema de selección de jueces. En sintonía con lo que venimos diciendo, la Exposición de Motivos afirma que el sistema de selección no debe quedar reducido a solo “pruebas principalmente memorísticas” que “no permiten conocer ni evaluar la capacidad de expresión y razonamiento escritos de quien en su vida profesional se dedicará, fundamentalmente, a reflejar por escrito el contenido de su proceso reflexivo de aplicación del Derecho y resolución de conflictos interpersonales”. Sea, pues, bienvenida esta nueva percepción.
En relación con este extremo, el objetivo del Anteproyecto es doble; por una parte, la erradicación de lo que hasta ahora ha sido una prueba de retención memorística, y, por otra, la incorporación de un ejercicio práctico con el que evaluar otras capacidades intelectuales del opositor (lógica deductiva, capacidad argumentativa, etc.).
La idea es loable y responde a una vieja y reiterada crítica del proceso selectivo; sin embargo, me temo que en relación con el primer propósito –elusión del memorismo–, el texto legal adolece de cierta ambigüedad. El Anteproyecto contempla tres ejercicios; un test (cuyo objeto es llevar a cabo una primera criba tendente a reducir el número de opositores), un ejercicio oral (Derecho Constitucional y de la Unión Europea, Derecho civil y Derecho penal) y un ejercicio escrito consistente en la resolución de uno o varios casos prácticos. De la prueba oral, dice el texto del proyectado art. 306 que “en ningún caso podrá consistir en una mera exposición memorística”. Es claro que se está expresando algo más que un propósito, es un mandato, pero por la indeterminación del texto se corre el riesgo de que quede solo en lo primero si no se define de qué manera puede conjurarse el memorismo.
Es obvio que toda exposición –oral o escrita– de los conocimientos adquiridos por una persona implica la puesta en ejercicio de la memoria. Ni el precepto antes citado, ni persona alguna mínimamente juiciosa, subestima la memoria. Pero a lo que se aspira es a evitar esa exigencia desmedida del actual sistema que hace de la memoria el soporte axial de la oposición; dicho de otro modo, se quiere liberar al opositor de la forzada exposición comprimida de conocimientos en un tiempo determinado, circunstancia que aboca a la reproducción cuasimecánica y textual de un contenido ferozmente memorizado. Eso se evita, claro está, sustituyendo la oralidad por un ejercicio escrito con tiempo desahogado para una escritura sosegada que permita desplegar los conocimientos del examinando (4-5 horas). Pero si se opta por la oralidad, deberán contemplarse unos márgenes holgados y suficientes de tiempo mínimo y máximo que el opositor acomodará a sus características oratorias y al nivel de sus conocimientos. Debiera, al mismo tiempo, admitirse la posibilidad de que el tribunal, una vez acabada la exposición, pueda interpelar al opositor sobre determinados extremos de aquella.
Como hemos dicho, el texto del Anteproyecto no contiene especificación alguna al respecto, pronunciándose en términos de cierta ambigüedad. Podría pensarse que quiere dejar toda otra pormenorización de la técnica expositiva a la Comisión de Selección, al amparo de las facultades que a la misma confiere el art. 305.4 a). Pero esta opción tiene, a mi juicio, el inconveniente de que, de una a otra convocatoria, puedan regir directrices distintas debidas a cambio de criterios en los miembros de la Comisión. Por ello, entiendo que el texto legal debe ser más preciso en la descripción del modelo a fin de evitar o reducir al máximo la discrecionalidad de aquel órgano.
Larga andadura le queda aún al recién nacido Anteproyecto y, por ende, posibilidades hay de afinar el texto normativo allí donde sea preciso. Seguiremos atentamente sus pasos.
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Julio Picatoste es magistrado (jubilado) y académico de número de la Real Academia Gallega de Jurisprudencia y Legislación.
La selección de jueces constituye, con toda su gravedad, una cuestión de Estado. No hay hipérbole en esta aseveración; hablamos de los hombres y mujeres que integran uno de los tres poderes el Estado, de las personas a quienes se encomienda el ejercicio de la función jurisdiccional, y, por ende, la...
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Julio Picatoste
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