Cuando los polis se aburren
Pedro Costa Musté 13/01/2015
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En estos tiempos tan convulsos que vivimos en los que el capítulo de sucesos se ha desplazado a las secciones de política y economía de los diarios y en los que diputados y senadores no son entrevistados a la entrada o salida del Parlamento sino en el momento en que ingresan en una prisión o bien la abandonan temporalmente gracias a la gestión de algún amiguete con influencias; en estos días tan extraños como crispados, me he dado cuenta de que los crímenes notables, esos hechos que nos hablan de la condición humana y que sabemos degustar los aficionados a la crónica negra, escasean.
Y, buscando y rebuscando entre los últimos hechos criminales notables, descubro con cierto estupor (aunque, visto lo visto, ya nada debería extrañarnos) que los autores de uno de los crímenes más relevantes de este año son miembros de las propias Fuerzas del Orden, “polis”.
Diego Pérez, 43, vivía en Las Seiscientas, una de las zonas más depauperadas y peligrosas de Cartagena. Esquizofrénico, cocainómano, Diego se buscaba la vida haciendo recados, pasando papelinas y cometidos así. El día 11 de marzo de este año, Diego tuvo miedo: se enteró de que una de las familias más peligrosas de Las Seiscientas lo consideraba el autor del robo de una bicicleta de su propiedad.
Al hacerse de noche, el pánico de Diego fue en aumento y, poco antes de las 10, tuvo la mala idea de llamar al 091, a la bofia. No le hicieron ni puto caso, por lo que la paranoia fue in crescendo. Sabía a los otros capaces de cualquier atrocidad, por lo que a las cuatro y media de la madrugada repitió la llamada. Y ya nunca más se supo de él.
Al día siguiente, como no apareció por ningún lado, los cinco hermanos de Diego denunciaron su desaparición, imprimieron carteles con su cara y trataron de movilizar al barrio, aunque convencidos de que nunca aparecería porque los otros se lo habían llevado por delante.
Pero sí apareció. Dos semanas después, flotando en Cala Cortina, a tres kilómetros del centro. La autopsia no dejó lugar a dudas. Se trataba de un asesinato. Lo habían golpeado entre varios, fundamentalmente en la cabeza, y le rompieron varias vértebras cervicales. Una vez muerto, lo arrojaron al agua.
Las pesquisas se dirigieron hacia la peligrosa familia de la bici pero llegó a oídos de la juez de instrucción el comentario de un vecino del barrio. Lo llamó y lo convirtió en testigo protegido. El hombre aseguró haber visto a Diego subirse a un coche patrulla después de las cuatro y media de la madrugada. Y lo más sorprendente es que no había un solo coche Zeta en el lugar sino tres. Por más que buscó, la juez no encontró ni registro ni constancia de aquel servicio.
¿Qué podía haber ocurrido para que la llamada de un infeliz como Diego hubiera podido movilizar a tres Zetas a altas horas de la madrugada? Un policía, que aquella noche se había topado con la caravana policial, le contó a la juez que le había preguntado a uno de los otros qué hacían tantos coches juntos a aquellas horas. “Nos aburríamos y estamos jugando al escondite”.
Miembros de la Unidad de Asuntos Internos se desplazaron desde Madrid y durante dos meses estuvieron investigando y utilizando micrófonos en los coches patrulla. A principios de verano habían identificado a los seis miembros de la siniestra caravana que asesinaron a Diego Pérez. Y, en sus conversaciones, descubrieron también que aquel caso no era aislado y que, cuando no tenían trabajo o se aburrían, se juntaban para divertirse un rato.
Esta es una de las conversaciones grabadas:
—Hemos pillado al Gordo. ¿Lo llevamos a comisaría?
—No, mejor lo llevamos a la guarida.
—Sí, tengo yo ganas de darle un buen sartenazo al Gordo.
—Pues, venga, ¡a disfrutar!
A mitad de septiembre uno de los policías investigados descubrió el micrófono oculto en su coche y el miedo comenzó a apoderarse del grupo.
—Pero si no tienen nada, no pueden tener nada.
—Entonces, ¿por qué el micro?
—No sé, pero no olvidéis que ese mar es estupendo y se lo traga todo.
La detención se produjo unos días después y las declaraciones fueron de fotocopia: acudieron a la llamada de Diego y, como le vieron muy asustado, se lo llevaron a la playa para que se tranquilizara. Cuando llegaron, salió corriendo y no pudieron darle alcance.
En estos tiempos tan convulsos que vivimos en los que el capítulo de sucesos se ha desplazado a las secciones de política y economía de los diarios y en los que diputados y senadores no son entrevistados a la entrada o salida del Parlamento...
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Pedro Costa Musté
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