
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Y es que el proyecto de Morente es radical no por extremo, es radical en cuanto que se exige un entendimiento nuevo de la raíz. José Bergamín decía que buscar las raíces era una forma subterránea del aéreo andarse por las ramas y, en efecto, esta descripción rizomática de la raíz contiene un modelo morentiano de flamenco que, casi por primera vez, rompe con el darwinismo positivista que va desde Demófilo -recordemos que su padre es uno de los introductores del evolucionismo en España-, hasta el integrismo de la escuela mairenista. En efecto, el modelo de Morente no es ya el árbol genealógico del cante, ese que adorna curiosamente las paredes de numerosas peñas flamencas, sino el rizoma, una forma vegetal entrelazada, entrecruzada, donde no se diferencian raíces, tallos, ramas, hojas… llena de meandros, alhambresca en el sentido más impuro y mudejarista que pueda traernos a la memoria la Alhambra.
Entendámonos con el ejemplo. Son memorables aquellas palabras de Morente sobre el Castillo Rojo. Morente prefiere el barrio popular del Albaicín, y recuerdo el dolor y sufrimiento que un edificio así, con tanto poder, con tanto poderío, significa. No se refiere sólo a hechos luctuosos recientes —por ejemplo, a los fusilamientos de la guerra civil camino del cementerio de San José—, el edificio como palacio o castillo tiene unas connotaciones monumentales que lo instituyen como lugar de poder. No hay en Morente sombra de nostalgias nazaríes, ni falsos prestigios artísticos, no hay patrioterismo. Morente piensa en una Alhambra íntima. A quien fuera guía turístico poco le importa si el monumento es verdadero o falso; se ríe ante los resbalones de los turistas que tan bien retrató Val del Omar; y comparte los comentarios del gremio de la madera que recogiera Felipe Alaiz: “Dicen que la Alhambra no es lo que dicen, pero que sea mentira no le quita un gramo de belleza”. Por eso, quizás, fracasa el retrato de Morente sueña la Alhambra (2005), no por su vocación turística sino por la simpleza de la mirada, por la linealidad, por el esquematismo de la mirada. La Alhambra de Morente exige alguna complejidad: cierta indiferenciación de lo verdadero y lo falso, cierta mímesis vegetal, no barroca, más bien mudéjar, atendiendo a la belleza y a lo que la belleza esconde. La Alhambra, como ejemplo de Morente, necesita presentarse como paradoja.
Es evidente que esa representación morentiana de la Alhambra encuentra su mejor acomodo en la impresión de Granada que nos dejó el cine de Val del Omar. Por supuesto en esa obra maestra que es Aguaespejo granadino (1953), pero también en la inacabada Vibración de Granada (1935), para la que Morente llegó a trabajar para ponerle música —un encargo que nunca se concretó—, y también, claro está, en ese fragmento incompleto que son sus Variaciones sobre una Granada (hacia1979) y en tantos fragmentos experimentales que tienen al arabesco como estílema en sus experimentos visuales de los años sesenta y setenta. El conocimiento de Val del Omar por parte de Morente es tardío, como el de todos nosotros. Val del Omar es un caso increíble de miopía histórica, un autor magistral que pasó desapercibido a sus contemporáneos de forma escandalosa. Y un autor absolutamente flamenco: sus dos obras mayores y completas, la ya mencionada Aguaespejo granadino y Fuego en Castilla (1958), están construidas en torno a las poéticas formales de Antonio Ruiz y Vicente Escudero, entre otras muchas referencias, claro está. El mundo de Val del Omar está en plena sintonía con el de Enrique Morente: Falla, Lorca, san Juan de la Cruz, Granada, experimentalismo, panteísmo, polifonías, una visión sagrada, casi religiosa del acto creador por más laico o ateológico que este sea. Omega, el tema que abre el disco del mismo nombre, la grabación de 1996 que más popularidad ha dado a Enrique Morente, comienza con un tema que es Val del Omar en pleno, la mezcla de voces de la saeta remite directamente a experimentos sonoros que están en Aguaespejo granadino. Los mismos Lagartija Nick que acompañan a Morente en esta grabación dedicarían después un trabajo a Val del Omar. Muchas de las cualidades de la obra de Val del Omar están en la poiesis de Morente: un anacronismo consciente que convive con el progreso y la técnica y que supone una concepción no lineal de la historia; que se presenta siempre como una superposición de tiempos distintos que es, a su vez, la fuente del recurso polifónico: siempre hay muchas voces hablando por más que parezca que alguna guía linealmente el discurso. Es decir, que la querencia morentiana por la polifonía no es un mero afecto estilístico, supone toda una concepción del flamenco como espacio multiplicador. Aguaespejo granadino se abre con un frase del padre Manjón —y creo que alguno de los hijos de Enrique Morente todavía asistió a uno de los colegios que había fundado este sacerdote y pedagogo— y, ya que hablamos de dones, ahí queda el manifiesto: “Quien más da, más tiene. Matemática de Dios”.
Val del Omar, debido a muchas de sus circunstancias históricas, un hijo liberal de la generación de la República que desarrolla lo mejor de su obra bajo el nacional-catolicismo franquista, no tiene más remedio que usar el mudejarismo como herramienta poética, no podía “hablar” de otra forma. El flamenco es un arte popular profundamente mudejarista, no sólo por el venero histórico que árabes y judíos dejan a las músicas ibéricas que el flamenco reelabora, también por sus estrategias discursivas, por sus relaciones con el arte de las clases dominantes, por su necesidad de camuflaje y articulación posibilista de la vida como supervivencia. El mudejarismo flamenco es una forma de resistencia, pero también una fórmula de convivencia. Morente presenta Cruz y luna en 1983, musicando poemas de san Juan de la Cruz y Al-Mutamid, el poeta árabe, toda una declaración de principios. La grabación tiene muchas de las obras más conocidas de Enrique, muchos de sus éxitos. Es una obra verdaderamente emocionante. Tiene toda esa parte culta, pero en la música resuenan las rumbas de Caño Roto y los ecos más festeros y populares del Sacromonte granadino. Este disco seguirá alimentando la producción de Morente hasta sus últimos días. Aunque es de noche, Encima sobre las corrientes, En un sueño viniste, Agua clara, El pastorcito… se repiten una y otra vez, bajo distintas formas musicales en los conciertos de Morente. Este es un recurso habitual. Morente no entiende los temas como canciones cerradas, como hits, como mercancías. Es consciente del uso que en el flamenco alcanzan los cantes, de su función musical y poética, de su combinatoria múltiple en ritmos distintos, en secuencias de bulerías o rondas de tangos, en fin, no tiene ningún problema, es más, basa parte de su obra en estas repeticiones y diferencias, un continuo ritornello de voces. Hay discos clave de Morente, seminales. El que grabó para la Casa-Museo García Lorca en Fuente Vaqueros en 1990 contiene ya sus extensivas aproximaciones a la poesía de Lorca. Por ejemplo, la Misa flamenca, que es de 1991, contiene ya el Omega, que es casi una versión secularizada de la Misa flamenca, donde los colchones de polifonía religiosa son sustituidos por el rugir de las guitarras eléctricas del rock. Un rasgo importante este de entender el ruido como polifonía, más si, como he dicho más arriba, entendemos que este es el disco en que Morente se abre a otros públicos, mayoritarios, a los conciertos en estadios y festivales de pop, voces, siempre más voces.
Este de Cruz y Luna, que estaba refiriendo, es efectivamente seminal. Todo un manifiesto mudejarista. Parece que fue Miguel Hagerty quien ayudó a Morente con las adaptaciones de Al-Mutamid. Es importante este dato, pues Hagerty fue también el traductor de Los libros plúmbeos que refieren la historia de los Plomos del Sacromonte, una obra maestra de la cultura mudéjar sepultada por la academia histórica como una simple falsificación. No es casualidad que el disco de 1982 de Morente se llame así, Sacromonte, que anuncia ya este de Cruz y Luna. La historia de los Plomos (de la que nos quedan además 22 planchas grabadas con extraños caracteres, discos circulares —una amiga, granadina de adopción, piensa que alguna vez tendremos un lector capaz de leer estos primitivos CD y ¡ea!, estarán ahí descifrados todos los secretos del flamenco—, incisiones artísticas, en fin, verdadero tesoro material) merece una breve reseña. Parece que fueron Miguel de Luna y Alonso del Castillo, de orígenes moriscos indudablemente, quienes pergeñaron esta operación. En torno a 1599 aparecen unos pergaminos, estos plomos, una imagen de la Virgen y restos humanos, y se deduce de todo ello un quinto evangelio, un documento que san Cecilio, un árabe que acompañó al apóstol Santiago a España, habría portado, y que viene a legitimar la presencia de los moriscos dentro de la comunidad cristiana que en ese momento era la imperante. La Iglesia, claro, fue capaz de declarar falsos los documentos y veraz el osario de san Cecilio. Al fin y al cabo, Alonso del Castillo y Miguel de Luna intentaron una invención similar en muchos puntos a aquella de la tumba del apóstol Santiago, sólo que con una intención política de más alcance, pues pretendía garantizar cierta diversidad cultural dentro del cristianismo y la sociedad granadina de la época. Por supuesto que su falsificación fue denunciada y fracasaron en el intento. Eso es obvio. Hoy día vemos todavía cómo en el estado español, la monarquía parlamentaria se legitima en extraños rituales con el apóstol Santiago, una superchería al menos del mismo tamaño que la ideada por nuestros sabios moriscos.
La importancia del proyecto político que se esconde tras Los libros plúmbeos nos da una buena dimensión de la herramienta mudejarista. Entendamos que esta subversión histórica y contra la historia contiene no pocas enseñanzas para una clase, el lumpen urbano donde prende el flamenco a lo largo del siglo XIX, una clase, digo, donde estaban refugiados todos los perdedores de la historia: moros, judíos, negros, gitanos, campesinos pobres, emigrantes, maquetos, charnegos, quinquis, mercheros, hasta “germanos” había. Morente siempre gustó de dar por buena esa retahíla de capital humano que siempre se trae a colación cuando hablamos de las bases sociales del flamenco. Los perdedores de la historia no pueden cometer el error de institucionalizar su propia historia. A Morente le interesa esa impugnación de la historia por parte de los que la pierden, hasta el punto de que él hubiera preferido defender una causa perdida, heterodoxa y extravagante como, al fin y al cabo, acabará siendo el mairenismo con todas sus supercherías. Lo que Morente no soportaba no era la falsificación histórica sino su institucionalización. No la operación de legitimización que emparentaría a Antonio Mairena con Alonso del Castillo sino la oficialización que lo convierte en el apóstol Santiago. El mudejarismo es, en este sentido, una herramienta que va más allá de la superposición de lo musulmán y lo cristiano, de lo árabe y lo castellano. El mudejarismo es, sobre todo, un arma política que embarga como herramienta al propio flamenco.
Entiéndanse así algunos de los gestos políticos de Morente. Se han repetido muchas veces: cuando canta aquello de “Pa ese coche funeral, yo no me quito el sombrero…” en los días del entierro de Carrero Blanco, o cuando ante la dirección de CC.OO. se le recomienda “compromiso” y no deja de mentar a la Virgen Santa en cada una de sus letras, ¡hasta el público se asombra de su conocimiento del santoral! Creo que fue en 1999 cuando Mikel Laboa invitó a Morente al concierto protesta por el cierre del periódico Egin. Morente admiraba a Laboa —así resuenan los Lekeitios del músico vasco en muchos de los últimos experimentos morentianos, explícitamente en Guern-Iraq— y acudió a la invitación del amigo. Por casualidad tengo el testimonio directo de los dos sobre lo que fue aquel día que, por razones obvias, Morente no gustaba recordar. Laboa me contó lo mal que lo había pasado Morente cuando aquel día se llenaba el ambiente de gritos a favor de ETA y cómo había aguantado el tipo y lo importante que había sido para él que Morente acudiera allí, su solidaridad en aquel momento. Morente recordaba lo mismo y también cómo empezó a hablar de “asesinatos”, de Lorca, a balbucear lugares comunes en torno a la paz y los “asesinos” y cómo recurría a Lorca, también como lugar común, como manera de naturalizar la palabra “asesinato” que casi de una forma inconsciente era la única que el cuerpo le mandaba a la boca. Morente estaba en pleno trabajo sobre el que había sido su último disco, Lorca, de 1998. Los saeteros están ciegos alcanzaba en aquel contexto otro significado. Supongo que la memoria ayuda a hacer habitable aquello que se quiere olvidar, siendo a la vez capaz de presentar los hechos prístinamente y de adornarlos con circunstancias anecdóticas que los justifican, nos los hacen respirables. Esta forma del relato en el que lo reprimido y su retorno juegan un papel fundamental es una estrategia plenamente mudejarista. En fin, es una estrategia que alimenta casi toda nuestra gran literatura clásica, El Quijote, La Celestina, la picaresca, la poesía de san Juan de la Cruz. ¿Cómo extrañarnos de que sea también el material de derribo con el que se han construido los flamencos sus frágiles chabolas frente al gran edificio de la Historia?
No sé si Morente hizo alguna vez la colombiana con la letra original que le dio Marchena. Aquel, “Soy un pobre Benedicto que habita en la serranía…” que tan extraño nos sonaba. Hoy ya sabemos que la colombiana nada tiene que ver con Colombia, sino que Pepe Marchena la inventó a partir de una canción mexicana, El venadito, de la melodía del zortzico vasco que suena en el estribillo, todo sobre los ritmos cubanos que había popularizado en guajiras y puntos. Es extraño ese giro en la letra, el “Benedicto” sustituye al “venadito”. Seguramente se trata de un gesto pícaro para disimular la procedencia del tema o, como algunos refieren, simplemente de una mala retentiva de la letra escuchada en directo en algún café o teatro. El caso es que quien ahora va a beber de día es un monje. Un anacoreta que, suponemos, vive en la serranía. El son popular mexicano recoge un viejo tema de tradición sufí. El venado, la “gacela” que luego Lorca usaría como fórmula poética y que Morente tan bien ha cantado, es un símbolo del amor. De amor humano, carnal, pero también divino, espiritual, de amor a Dios. Es muy probable que la secularización de estos poemas de amor divino deviniera en la poesía provenzal nada más y nada menos que con la invención del amor cortés, lo más parecido a la idea de amor que tenemos hoy y que es más histórica, tiene una aparición cultural concreta, que lo que el imaginario general se piensa. El amor sí, la base poética de la expresión flamenca. Este “venado” es también el que san Juan de la Cruz utiliza en su poesía. La fuente es también aquella a donde van a beber las criaturas, también san Juan de la Cruz, también Enrique Morente. Es decir, el venadito y el Benedicto —permítanme aunque san Juan fuese carmelita— van a beber en el mismo Aunque es de noche. Es decir, la picaresca de Marchena acaba refrendada por una especie de emigración histórica. Es lógico pensar cómo llegó el tema del “venado” a la cultura popular mexicana, de la poesía persa, a través de la poesía popular castellana, con la colonización, con la culturización de un tema como el del venado personificado que también abunda en las mitologías indígenas. Hay cierta lógica, cierta justificación. Pero no deja de ser maravillosa la permanencia del tema. Todo lo que ese venadito anuda. Frida Khalo tiene un impresionante autorretrato como venado asaetado que remite también a estos gustosos amores místicos. Estrella Morente también presentó al venado en Le di a la caza alcance asaeteado por la fanfarria de Michel Nymann. Y hay otras versiones populares del tema, Silvio, Kiko Veneno y una magistral versión de Pájaro. Rocío Márquez restituye la copla mexicana original en su versión de la colombiana de Marchena. Y antecedentes: Antonio Núñez de Herrera nos recuerda cómo en la Hermandad de los Gitanos de Sevilla se cantaban por saetas letras de fray Luis de León y de san Juan de la Cruz. Y Gustavo Adolfo Bécquer acaba su famoso artículo sobre la Feria de Sevilla —sí, aquel en el que, tres años después del nacimiento de la feria, hacía lamentar al poeta que ya no era lo que era, que nos la habían cambiado (sic)— evocando un grupo de gitanos que entonan, como los judíos, dice, el super fluminem Babiloniae, o sea, que podían estar cantando Encima de las corrientes. Es decir, el tema, el mito aparece una y otra vez en la cultura popular, en el campo flamenco. Aparece, desaparece y reaparece.
Continuará
Las imágenes y los textos de este especial dedicado a Enrique Morente proceden del catálogo Universo Morente, y han sido cedidas a CTXT por el Patronato de la Alhambra y el Generalife y TF Editores. La obra, una monografía de 272 páginas y más de 800 imágenes, editada por Amaranta Ariño y diseñada por Andrés Mengs, reúne las mejores fotografías del genial cantaor granadino y textos de diversos críticos y autores. Dicha publicación acompaña a la exposición que se celebra en el Palacio de Carlos V de la Alhambra de Granada hasta el próximo 1 de marzo de 2015.
Y es que el proyecto de Morente es radical no por extremo, es radical en cuanto que se exige un entendimiento nuevo de la raíz. José Bergamín decía que buscar las raíces era una forma subterránea del aéreo andarse por las ramas y, en efecto, esta descripción rizomática de la raíz contiene un modelo...
Autor >
Pedro G. Romero
Pedro G. Romero (Aracena, 1964) opera como artista desde 1985. Actualmente trabaja en dos grandes aparatos, el Archivo F.X. y la Máquina P.H. Participa en UNIA arteypensamiento y en la PRPC (Plataforma de Reflexión de Políticas Culturales) en Sevilla. Es director artístico de la compañía Israel Galván y comisario/curador del proyecto Tratado de Paz para la Capital Cultural DSS2016.
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