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ASIA / La Revolución del Azafrán

Las múltiples guerras de U Gambira

Mónica G. Prieto Bangkok , 29/01/2015

El clérigo Gambira.
El clérigo Gambira. MÓNICA G. PRIETO

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Podría decirse que su vida corre en paralelo a los designios de Birmania. Puede que eso explique que su mirada se pierda a menudo, como si buscara respuestas o reflexionara sobre nuevos proyectos para promover un cambio que no termina de cuajar en esta nación del sureste asiático, aunque los intereses internacionales insistan en legitimar al nuevo Gobierno -“los mismos militares con traje civil”, aduce- y tratarlo como un miembro de pleno derecho en la comunidad de naciones.

U Gambira, una de las caras más visibles de la Revolución de Azafrán -nombre inspirado por la marea de túnicas budistas que colorearon las calles en 2007, arrastrando a cientos de miles de birmanos- ha hecho de la democracia su proyecto vital.

El clérigo, de 35 años, se ocupa día y noche, desde su exilio tailandés, de diseccionar la regresión que sufre su país, tras las esperanzas suscitadas por la tímida apertura de 2007 que acabó sobre el papel con medio siglo de dictadura. Es realista con los logros obtenidos durante la revolución que lanzó hace siete años. “Mucha gente está satisfecha porque ahora tenemos un 5% de libertad. Si lo comparas con nada, es un gran avance. Pero en la práctica, es casi nada”, explica con tono firme, mientras repasa la cumbre de la Asociación de Naciones del Sudeste Asiático (ASEAN) celebrada en Naypydaw. Allí se firmaron contratos internacionales y respaldaron a un Gobierno que se niega a permitir que la opositora y premio Nobel de la Paz Aung San Suu Kyi pueda presentarse a la presidencia. “Visitar Birmania en estos momentos, cuando no hay una democracia real, es proteger a los exmilitares que siguen estando tras el Gobierno”.

U Gambira -nacido Nyi Nyi Lwin en junio de 1979 en la localidad de Kaingle-, no habla con resentimiento, al contrario, exhibe una sonrisa casi perenne y un discurso vitalista y emocional, a veces marcado por un humor inocente y, en ocasiones, por el desaliento. En las tres horas de conversación disecciona una vida que representa las visicitudes de Birmania. Empezando por su infancia, cuando la revolución de 1988 -un levantamiento popular contra la dictadura del Partido del Programa Socialista de Birmania, del general Ne Win, que finalizó con un golpe militar- convulsionó su vida. Las protestas que le impedían acudir al colegio estaban lideradas, entre otros, por su padre. Solía acompañar a su madre a distribuir comida a los manifestantes.

La inestabilidad social no era el único motivo de distracción. “Cuando tenía 12 años, suspendí los exámenes y me vi obligado a repetir. Coincidió que mi padre acababa de ser liberado de prisión, donde había cumplido condena como líder del levantamiento 8888”. Y Gambira, que se considera a sí mismo la ‘oveja negra’ de la familia, encontró lo que le parecía la mejor solución para escapar de la falta de oportunidades: la aberración de ser niño soldado.

“Me enrolé como voluntario en el Tatmadaw (Ejército). En mi campamento, situado cerca de Yangon, otros 700 críos se hacinaban en las instalaciones junto a un millar de adultos”. Las condiciones eran nefastas y los abusos, constantes. Toda la unidad podía ser castigada por las acciones de una persona. Gambira pasó cuatro meses en el destacamento y superó un sinfín de desplazamientos hasta que las pésimas condiciones le empujaron a huir.

Durante tres meses estuvo escondido antes de regresar con sus padres y seis hermanos. (En estos años, todos los varones han pasado por prisión, incluidos sus cuñados, acusados de opositores). Con 13 años, animado por sus padres -que temían que fuera reclutado de nuevo por el Ejército-, ingresó en un monasterio. Fue su segunda desaparición y un entrenamiento para el futuro: con los años, la clandestinidad se convertiría en su mejor aliado y su invisibilidad, en la única garantía de supervivencia.

Su vida cambió por completo. “Nuestra única ocupación era meditar y formar a los novicios. Estudiábamos y meditábamos. En los libros estaba escrito que hay que estar del lado de la Justicia, de la libertad, del compromiso”.

El papel de los monjes siempre ha sido determinante en Birmania, uno de los 30 países más pobres del mundo: si bien no toman parte activa en política, ejercen una enorme influencia desde su autoridad moral sobre gobernantes y gobernados. Eso incluye mediaciones en procesos de paz y levantamientos sociales. El monje U Ottama, original de Rakhine, es considerado un héroe de la lucha por la independencia durante el mandato británico; otro clérigo budista, U Wisara, falleció en prisión tras 166 días en huelga de hambre por la autodeterminación. También hay organizaciones como la Unión de los Jóvenes Monjes de Toda Birmania, creada en 1948 y prohibida tras el golpe de 1962.

La conciencia social de los religiosos siempre estuvo viva. U Gambira no era ajeno a una escuela revolucionaria que, además, había mamado en su hogar. “La gente sufría mucho porque entonces no había libertades básicas ni tampoco organizaciones que pudieran promover ideología política. Hablamos de 1997, un momento en el que ni siquiera se podía hablar en público de estas cosas. Aunque en el monasterio lo comentábamos, no sabíamos cómo podíamos aplicar un cambio”.

Además, existía una agenda política marcada por la dictadura que distraía la atención de los monjes sobre las necesidades sociales. “El general Khin Nyunt, entonces jefe de la Inteligencia, comenzó a distribuir entre los monjes mensajes contra los musulmanes, cintas con mensajes grabados plagados de islamofobia”, recuerda Gambira. Las comunidades musulmanas, estimadas en no más de un 10% de la población, ya eran blanco de una campaña del régimen que hoy prosigue,  con especial énfasis en la represión –calificada de genocidio y limpieza étnica por todas las ONG involucradas- de la comunidad rohingya. El monje budista sólo encuentra una explicación: “Intentaban crear un enemigo común entre la población que la distrajera de otras inquietudes”.

Durante una temporada, el propio Gambira se dejó intoxicar por el odio religioso. “Con 20 años me ordenaron monje. Tenía carisma, los demás me escuchaban, había desarrollado un profundo odio hacia los musulmanes, así que no tardé en organizar ataques contra mezquitas y movilizar a monjes y novicios de monasterios vecinos para que nos secundaran”.

Gambira se convirtió en el cabecilla de un grupo de matones. Poco después, las autoridades comenzaron a perseguirles por su violencia contra mezquitas. Gambira huyó de nuevo: encontró refugio en el monasterio donde se había recluido su padre, quien dedicó, cuenta, “tres meses a hacerme entender que el budismo promueve valores contrarios a los que estaba defendiendo yo. Pensaba que el islam era nuestro verdadero enemigo, hasta que él me habló de la igualdad de los seres humanos”.

Gambira lo describe como uno de los periodos de mayor aprendizaje, su primera ocasión para comprender los motivos que llevaron a su padre a sumarse a la revolución de 1988. Su progenitor le empapó de Historia birmana y desterró de su mente la semilla de la violencia. Le hizo comprender que los demás credos no eran el problema de Birmania.

“Al principio no le prestaba atención, pero, poco a poco, empezó a hacerme preguntas para las que yo no tenía respuestas. Y sus respuestas me satisfacían. Buda promovía la tolerancia, la empatía hacia todos los humanos y entendí que ése era nuestro papel como monjes”, rememora.

Otros no siguieron ese camino. Hoy en día, numerosos budistas siguen promoviendo la islamofobia en la Birmania budista: “No lo llamaría un fenómeno global, pero es cierto que nadie les detiene. Antes, se hacía de forma secreta pero ahora los medios amplifican ese odio. Es una política de Estado”. Gambira cita el papel del grupo extremista budista 969, liderado por Ashin Wirathu y movido por el sentimiento islamófobo, como ejemplo de la expansión del odio. El grupo 969 ha sido descrito como “neonazi” y su líder como “la cara del terror budista”: entre sus frases más célebres, Wirathu –defendido por el actual primer ministro birmano, el exgeneral Thein Sein- llegó a afirmar: “Puedes estar lleno de amabilidad y de amor, pero no puedes dormir junto a un perro rabioso”, en referencia a los musulmanes. “Si somos débiles, nuestra tierra terminará siendo musulmana”.

El riesgo de grupos como éste es confrontado, a pequeña escala, por personajes como el propio Gambira que, tras repudiar el odio religioso hace ya 15 años, transformó su grupo de seguidores (400 monjes) en activistas dispuestos a luchar por la justicia social. Conformaron el Consejo Shanga Duta, que terminaría uniéndose a otras organizaciones para formar la Unión de Monjes de Todo Birmania, organización responsable de la Revolución de Azafrán.

“Me llevó muchas horas de discursos, de charlas, de entrenamiento”, recuerda ahora sentado en una residencia de Bangkok. Convocaba dos reuniones mensuales entre los religiosos para no levantar sospechas y viajaba a monasterios de Yangon y Mandalay para expandir su red de activistas. El objetivo era pedir “libertad, el fin de la dictadura”.

“Les hablé del derecho a resistir contra la opresión. En 2006 ya trazamos un plan para levantarnos contra el régimen. Las circunstancias eran idóneas: tras 49 años de dictadura militar, la impunidad de los gobernantes rebasaba todos los límites imaginables. Los disidentes languidecían en las cárceles, la principal líder opositora llevaba dos décadas en diferentes formas de arresto, la limitación de las libertades era absoluta", explica.

Gambira cuenta que sólo 30 monjes -10 de ellos terminarían en prisión, otros nunca llegaron a ser identificados- participaron en el diseño de aquella revolución. “Era un trabajo completamente clandestino: nada quedaba por escrito, confiábamos en nuestra memoria”.

Todos coincidían en que hacía falta un levantamiento popular pero faltaba un detonante que aunase el malestar social. Llegaría en agosto de 2007, cuando la Junta Militar decretó una drástica subida en los precios de los combustibles que empobrecía a una población ya al límite de la subsistencia. Era el momento de actuar, pero los monjes buscaban un elemento para sacar a las masas a las calles. “Necesitábamos dar con la chispa que prendiera el fuego y la encontramos en la Meta Sutta, una de las enseñanzas budistas que promueve la bondad del amor”. Ese mantra fue el que entonaron en sus marchas, y sus voces atrajeron a decenas de miles de personas, que siguieron los pasos de los monjes. Sólo en Yangon, Gambira estima que fueron 100.000. El pueblo, según su opinión, llevaba años deseando sublevarse pero carecía de instrumentos. “Muchos grupos habían intentado promover una revolución, sin éxito. La unión de los monjes, sin embargo, atraía muchas más simpatías porque incidía en el carácter no violento de la revolución y porque no se esperaba que el régimen adoptara una posición violenta ”. Pero ocurrió. La represión armada jugó a favor. El 5 de septiembre de 2007, una marcha de monjes en Pakokku fue dispersada a palos. La Alianza de Monjes de Todo Birmania dio entonces un ultimátum al régimen, que incluía la reducción de los precios del combustible, la liberación inmediata de los presos políticos y el inicio de un proceso de reconciliación nacional, ignorado por el Gobierno. Las marchas se multiplicaron.

“La sorpresa llegó cuando las protestas se expandieron por todas partes. El esfuerzo de monjes de todo el país, que se coordinaron para programar las horas de las protestas en todo Birmania ayudaron a reforzar nuestro mensaje”. Unas 46 localidades vivieron manifestaciones aquel mes. La participación crecía pese al miedo a la represión. Los militares comenzaron a ponerse nerviosos y el tono de los monjes se endureció. El 24 de septiembre, un comunicado de la Alianza de Monjes de Todo Birmania cambió las tornas: el objetivo era ya el derrocamiento de la Junta Militar. La dictadura respondió con violencia. El número de muertos en la represión sigue sin conocerse: “Sabíamos que podíamos morir. En cada encuentro éramos conscientes de que podíamos ser detenidos o asesinados. No nos importaba, siempre estuvimos preparados para lo peor. En mi caso, mi experiencia con los militares me hacía conocer sus tácticas. Sabía que si era detenido, iba a ser torturado”.

A finales de septiembre, el monje se movía entre Yangon y Mandalay para coordinar las protestas. El movimiento, en estas ocasiones, puede salvar la vida. O llevar a la muerte. Las autoridades arrestaron a su hermano Aung Kyaw Kyaw el 17 de octubre para forzar que Gambira, el invisible, saliera a la luz,. Sólo se entregó un día después de dictar, gracias a un teléfono satélite, dos artículos que saldrían publicados en The Guardian y en The Washington Post, donde denunciaba los crímenes de la dictadura y pedía atención internacional.

La predicción de tortura de Gambira fue rebasada con creces. “Todos los que éramos conocidos por liderar la revolución fuimos duramente maltratados”, dice mientras, casi de forma inconsciente, se frota las muñecas y los tobillos marcados por las cicatrices de las esposas metálicas. “Me ataron pies y manos, y así me dejaron durante 24 horas, por cuatro meses, en una celda de aislamiento. Encargaron a presos criminales que me asistieran. Ellos me llevaban a la letrina y me alimentaban. Pasé todo ese tiempo en calzoncillos, dormía en el suelo desnudo en una celda de doce por ocho pies. Solía gritar a los guardias: “¿Por qué me tenéis aquí, si no hice ningún mal? ¡Vosotros sois los criminales!”. Me taparon la cara con plástico y comenzaron a golpearme con los puños, los pies y con varas de madera”, recuerda tocándose las cicatrices que le desfiguran la cara.

Fue uno de los monjes que se llevó la peor parte. Su visibilidad en las protestas y sus discursos anti-dictadura lo marcaron tanto como sus cicatrices. “Mi cara representaba la revolución, pero todos los que participaron y fueron detenidos fueron torturados. No hubo excepciones”.

En prisión siguió resistiéndose con huelgas de hambre que alimentaban las críticas de las ONG y ponían a la Junta Militar en el punto de mira de una comunidad internacional incómoda con la represión birmana. Sus carceleros respondían con métodos casi pueriles de tortura, con cualquier cosa que pudiera hacer aún más miserable su estancia en la cárcel. “Llegaban a mezclar tierra y piedras con mi comida”. Nunca vi al juez, sólo a un tribunal dentro del penal donde se le juzgó por 16 cargos relacionados con las protestas. “Tenían órdenes sobre las sentencias a aplicar”. Y su condena fue 67 años de prisión.

Pero Gambira siguió voceando su inocencia, llamando la atención de sus carceleros, hablando de libertad, organizando oraciones con otros presos y denunciando la dictadura desde los cuatro muros que le confinaban. Eso explicaría los cuatro episodios de tortura química que, asegura, le aplicaron. “Me pusieron inyecciones que me hacían temblar durante horas. En ese intervalo me extraían sangre. Padecía convulsiones, me desplomaba en el suelo hasta que varios enfermeros venían a agarrarme y me ponían una segunda inyección que me calmaba”. Afirma que siempre era inyectado por un hombre con bata blanca y sólo puede entender que el motivo fuera “doblegar mi mente, anularme, debilitarme mentalmente para que dejara de rebelarme”.

Los frutos de la revolución, aunque exiguos, estaban por cosechar. En enero de 2012, cuando los militares cambiaron el uniforme por la corbata, una amnistía de presos políticos incluyó el nombre de Gambira. Y cuatro años y dos meses después de ser arrestado, el monje salió de prisión aturdido y traumatizado a una Birmania en pleno cambio político.

“Si miramos hacia atrás, hubo muchos resultados positivos. Antes teníamos un Gobierno militar, ahora es civil. Se han logrado algunas libertades, como el acceso a Internet o la prensa libre. Pusimos a la Junta Militar de Birmania en la agenda del Consejo de Seguridad,  eso fue un éxito. Pusimos en el punto de mira las violaciones de los derechos humanos y en cierto modo todavía hoy es así”, repasa. Es el lado positivo de una tozuda realidad que habla de promesas incumplidas, de la impunidad de los militares que siguen secuestrando, asesinando y forzando desplazamientos de población entre las comunidades kachin, karen o rohingya, de una oposición sin posibilidades reales de llegar al poder.

Gambira y los birmanos como él tienen aún mucho camino por recorrer. Están empeñados en conseguir un cambio real aunque saben que tienen el mundo en contra. Gambira recuerda la primera visita de Obama a Birmania y su entrevista con él. “Le dije: ’no sé por qué viene a Birmania, parece que está apoyando a un Gobierno no democrático. Son los mismos militares con ropa de civil”’. "Después grité:’¡A ver si consigue al menos que me devuelvan mi carné de monje!".

Nunca lo hicieron. Le han despojado de su túnica azafrán y de su condición de religioso en un intento de apartarle del futuro de Birmania. Semanas después del encuentro con Obama, el monje volvió a ser detenido –la quinta vez que pasaba por prisión- y tras ello, en 2013, desapareció de nuevo poniendo rumbo a Tailandia, donde lidia ahora otra batalla –esta vez con el síndrome post-traumático (PTSD) que le dejaron las torturas en prisión, un recuerdo en forma dolores de cabeza, pesadillas, pérdida de memoria y falta de concentración. “Ha sido otra forma de tortura”, asegura. El monje fue sometido a siete horas de cirugía el pasado julio para recuperarse de los daños producidos por los abusos físicos y, tras pasar por un centro especializado en estrés postraumático de Chiang Mai, se siente con fuerzas para volver a su lucha pese al consejo médico de que descanse durante un año al menos. “En el futuro, no concibo otra cosa que no sea luchar por la democracia en Birmania. Pero una vez que lo consigamos, me gustaría recluirme en algún monasterio de la jungla, completamente a solas. Es mi sueño, cumplir mi misión y retirarme a meditar”.





 



Podría decirse que su vida corre en paralelo a los designios de Birmania. Puede que eso explique que su mirada se pierda a menudo, como si buscara respuestas o reflexionara sobre nuevos proyectos para promover un cambio que no termina de...

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Autor >

Mónica G. Prieto

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