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El edén esclavista de Tailandia

Mónica G. Prieto Phang Nga (Phuket, Tailandia) , 12/03/2015

Jóvenes rescatados de campos de traficantes, en un refugio de Phag Nga.
Jóvenes rescatados de campos de traficantes, en un refugio de Phag Nga. Mónica G. Prieto

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Cuando pagó la fortuna de dos millones de kyat (1.600 euros) a la red de traficantes de personas, Rahana sabía que podía alumbrar a su primer hijo en cualquier momento. El prominente vientre de ocho meses de gestación de la joven rohingya –minoría musulmana birmana, la más perseguida del mundo- delataba que con ella viajaban dos pasajeros, presagio de un periplo aún más desventurado del que la mafia prometía, pero la desesperación de verse confinada en un campo de refugiados, de ser despojada de derechos básicos y de carecer de un futuro compensaban a ella y a su esposo embarcarse en la que podía ser la primera y última aventura de su vida.

"No podíamos aguantar más tiempo en Birmania, nos habían quemado nuestra casa", explica con la voz quebrada mientras arregla los paños que recubren a su bebé en el refugio de inmigrantes de Phnag Nga, en la idílica isla de Phuket, donde los occidentales se beben la noche y se tuestan en sus playas mientras miles de víctimas de trata desembarcan amparados por la oscuridad nocturna en lo más recóndito de sus costas. Ahí la parca decide entre múltiples destinos: ser literalmente secuestrado en uno de los campamentos móviles de las mafias para ser eventualmente liberado a cambio de unos 2.000 dólares, ser vendido como esclavo a barcos pesqueros o a la industria sexual, o ser detenido por las fuerzas tailandesas, lo cual no excluye terminar teniendo, por azares de la corrupción, uno de los dos destinos anteriormente mencionados. Son los menos quienes cambian de embarcación para llegar al destino anhelado: Malasia, el país con más población musulmana de la subregión asiática.

Las mafias de seres humanos se frotan las manos con la comunidad rohingya, negada por sus propias autoridades –no se les concede la nacionalidad, papeles, derechos, ni siquiera el reconocimiento del nombre de su minoría: la palabra rohingya está prohibida en Birmania- y lo bastante desesperada como para huir a cualquier precio y bajo cualquier circunstancia. Originario de la región de Arakan (Rakhine), el grupo étnico está formado por 1,3 millones de personas de las que 140.000 viven hoy en campos de desplazados: desde la oleada de violencia entre budistas y musulmanes de 2012, que se cobró unas 200 vidas, las autoridades les hacinan en campamentos cercados sin posibilidad de salir ni trabajar. Eso lleva cada año a decenas de miles, según las ONG, a buscar un futuro fuera de las fronteras birmanas.

Entre octubre y abril, son legiones las que pagan a las redes de trata aprovechando el mar en calma. "Es la mejor estación del año por varios factores: termina la temporada de lluvias y comienzan las vacaciones de Eid y los rohingya quieren estar acompañados de sus familias, muchas veces en Malasia. Pero este año coincide con el recrudecimiento de la campaña de arrestos arbitrarios", explica Chris Lewa, responsable de Proyecto Arakan, la ONG que investiga las violaciones y promueve los derechos humanos de la castigada minoría musulmana tanto en Birmania como en Bangladesh, Tailandia y Malasia.

"Desde el 25 de octubre, hay diferentes tipos de arresto: algunos relacionados con ‘ejercicios de reunificación’ y otros que parecen estar asociados al llamamiento de Al Qaeda de extenderse a Birmania, porque casi todos los detenidos desde el 25 de septiembre han sido relacionados con la Rohingya Solidarity Organization, un grupo armado basado en la frontera que no está activo en absoluto, y mucho menos dentro de Birmania". El Gobierno de Naipyidó (antiguamente, el de Rangun) aprovecha así la tendencia internacional de asociar a los enemigos con el extremismo islamista para justificar su represión religiosa.

Chris Lewa ha dedicado décadas a seguir el fenómeno de los rohingya y es considerada la mayor experta a nivel internacional, dada la amplitud de sus fuentes regionales. "La gente está siendo detenida en checkpoints, interrogada, torturada... hemos registrado al menos tres casos de personas torturadas a muerte y 58 detenidos en sólo tres meses sólo por esa razón: de ellos, 24 han sido acusados de asociación ilegal, una ley que suele ser usada por las autoridades para encarcelar a personas vinculadas a grupos ilegales. Todo esto está creando una corriente de pánico que está llevando a más gente al mar".

Chris Lewa menciona un éxodo masivo del que no había precedentes. "Al menos 55.000 personas abandonaron Arakan en todo 2013. Pero a octubre de 2014, 30.000 rohingya se habían marchado y aún quedaban los peores meses. Estimamos que en todo 2014 hubo 100.000 personas que dejaron su país. Esas cifras nos dejan en estado de shock", explica en conversación con CTXT. Lewa admite que sus cifras son meras estimaciones. "El pasado 15 de octubre comenzaron a partir varios barcos de refugiados cada día, en cifras que no podemos seguir porque son demasiados. Sabemos que los barcos grandes no emprenden el rumbo salvo que estén llenos, lo que significa que trasladan a entre 300 y 500 personas en lugar de estar esperando en los barcos de carga durante semanas".

En las peores ocasiones, los pasajeros fallecen de enfermedad, deshidratación o inanición. "Los contactos que tenemos afirman que esos barcos llevan a gente a diario. Por el día están en aguas internacionales, por la noche se aproximan para recoger a gente de diferentes embarcaciones pequeñas. Hay barcos que llevan a 300 personas y barcos con 700, pero ocasionalmente hemos oído hablar de barcos de 1.200 de personas". Las embarcaciones que su ONG tiene confirmadas como vehículo de tráfico humano son tailandesas o birmanas: los brokers son en muchas ocasiones otros rohingya que ven el negocio en traficar con la vida de su propia comunidad. "Los controles son irrisorios, las embarcaciones de la Armada patrullan zonas lejanas a donde están estos cargos o los ven y no hacen nada para pararlos", lamenta la responsable de Proyecto Arakan.

El problema del tráfico y el de la inmigración se funden en uno. Son muchos quienes pagan por salir, para luego encontrarse vendidos o secuestrados, otros son engañados con promesas de trabajo y algunos son directamente secuestrados y embarcados maniatados y con golpes y amenazas. "Hay muchos casos de gente a la que ofrecen trabajo: cuando llegan a quien teóricamente será su nuevo jefe, éste les decomisa el pasaporte, les roba el teléfono y el dinero y les obliga a estar atados hasta la noche, cuando les llevan a la fuerza a un barco. Sólo comprenden que han sido secuestrados cuando se encuentran en Tailandia y les obligan a telefonear a sus familias para comunicarles que sólo les soltarán si pagan dinero", prosigue Lewa. En el camino, muchos desaparecen. "Creemos que el motivo es que llenan tanto los cargo, que hay gente que muere en el camino o durante la espera hasta que el barco zarpe".

Entonces, ¿por qué arriesgarse a engrosar la lista de víctimas de trata? Chris Lewa responde sin titubear: "Si fuera rohingya, yo también me metería en un barco lo antes posible". La respuesta es la esperanza de que todo salga bien. Volvamos al refugio de Phang Nga donde Rahana espanta los insectos que devoran la piel amarillenta de su bebé. Ella y su marido sabían por lo que podían pasar, pero cruzaron los dedos. En diciembre se dieron un último beso y vendieron sus almas a los traficantes confiando en que cumplieran su palabra y les dejaran en la costa malasia. Él tuvo suerte, pero su menuda esposa, piel oscura y mirada asustada, sólo tuvo la fortuna de conservar la vida y la de su bebé, Ruth, una diminuta niña de dos semanas con la piel salpicada de picaduras que nació tres días después de ser rescatada del campo, en medio de la selva, donde fue recluida. "En Birmania nos metieron en barcos diferentes. De un barco pequeño me llevaron a uno más grande. Pasamos diez días navegando, sólo nos daban una comida al día. En mi barco había un centenar de personas. Nos daban arroz seco con agua una vez por día", explica con voz monocorde. "Cuando llegamos a la costa, nos dejaron en un campamento donde había 300 personas. Mujeres, niños, ancianos... Había gente armada. Una chica intentó escapar: vi cómo le disparaban por la espalda. Nos dijeron que eso pasaría al siguiente que intentase huir".

Se trataba de un campo de tráfico humano, un verdadero cáncer que se extiende en el paraíso de Phuket ante la aparente indiferencia de las autoridades. Una suerte de organizado sistema de minicampamentos improvisados en medio de la jungla y las marismas, custodiados por puñados de hombres armados, donde los golpes y los abusos sexuales ponen un triste colofón a la extorsión. Cuentan que algunos lugareños conocen  su existencia y a menudo llevan provisiones, no para agradar a los captores, sino conmocionados por la suerte de otros seres humanos que sufren el riesgo de morir de inanición.

"Los campos de tráfico siempre han estado ahí. Hace 10 años ya oía hablar de ellos, y parece que están bajo la dirección de la misma gente. Antes los usaban con otros propósitos. Hasta 2009, cualquier birmano detenido por las fuerzas de Malasia no era deportado a Birmania sino a Tailandia, a esos campos: por la noche, la inmigración los desplazaba por la jungla hasta la frontera tailandesa y los entregaba a las mafias. Era abiertamente tráfico humano", prosigue Chris.

Según Lewa, a veces los campos están en medio de la jungla y, en ocasiones, en instalaciones como naves industriales bien conocidas. "¿Qué se puede hacer? La policía lo sabe y realiza operaciones de vez en cuando, pero entonces los traficantes lo pagan con sus víctimas. Dividen a la gente en pequeños grupos y no les dejan acercarse al río, cerca del agua potable, para evitar ser avistados, lo que empeora las condiciones de vida". Eso, cuando no son vendidos por los oficiales corruptos que les liberan. "Algunos denuncian que, tras ser encontrados por la policía y ser enviados a centros de inmigrantes, son deportados silenciosamente en la frontera, donde vuelven a ser secuestrados y trasladados a los mismos campos de tráfico, y describen que los campamentos llegan a albergar a más de un millar de personas. Pero dado que la gente paga sólo entre un 10 y un 20%, pasa más de una o dos noches en esos campos. En cuanto se recibe el dinero, son trasladados a Malasia", explica Lewa.

La desdichada Rahana tuvo la doble fortuna de conservar la vida y de ser localizada por una patrulla de voluntarios –un fenómeno aislado, plagado de buena voluntad y escasos medios- que la entregaron, junto a sus compañeros de cautiverio, a la policía, y supervisaron que las víctimas acabasen en un refugio. Un día después dio a luz a Ruth. Ahora sólo sueña con reunirse con su marido en Malasia, con quien ni siquiera puede hablar porque carece de teléfono o de dinero para pagar la llamada. "Ningún gobierno quiere ayudarles. Tampoco sé cuál es la solución. Si Tailandia les impide entrar, ¿qué va a ser de ellos? ¿Les dejan morir de inanición en medio del mar? ¿Les echan a Birmania, donde volverán a expulsarles porque no tienen papeles? De una u otra forma, los rohingya siempre están en peligro", se lamenta Lewa.

Cuando pagó la fortuna de dos millones de kyat (1.600 euros) a la red de traficantes de personas, Rahana sabía que podía alumbrar a su primer hijo en cualquier momento. El prominente vientre de ocho meses de gestación de la joven rohingya –minoría musulmana birmana, la más perseguida del mundo- delataba que con...

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Autor >

Mónica G. Prieto

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