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Italia vuelve al pasado

La DC nunca muere

Íñigo Domínguez Roma , 3/02/2015

El nuevo presidente de la República, Sergio Mattarella, en la tumba del soldado desconocido, junto al primer ministro italiano, Matteo Renzi, después de la jura de su cargo.
El nuevo presidente de la República, Sergio Mattarella, en la tumba del soldado desconocido, junto al primer ministro italiano, Matteo Renzi, después de la jura de su cargo. FILIPPO MONTEFORTE

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El eterno democristiano es como el eterno femenino. Es una frase de difícil comprensión pero que sin duda dice algo acerca de un inexplicable misterio y encanto inmutable de las mujeres. Bueno, pues con los democristianos en Italia es igual. Tienen un no sé qué, indefinible, que los hace inmarcesibles. Cogieron la República en la posguerra, con apoyo y dineros del Papa y de la Casa Blanca, la manejaron medio siglo, como gran dique contra el comunismo en la posguerra, y todavía andan por ahí pululando hasta hoy. La DC, como se dice a secas, es conocida como 'la ballena blanca', enorme, incolora, inmortal, que se sumerge y vuelve a surgir de las aguas donde menos te lo esperas.

Acaban de elegir a un democristiano como presidente de la República, Sergio Mattarella, para siete años. El primer ministro, Matteo Renzi, era un boy scout democristiano que luego confluyó en el Partido Democrático (PD) de centroizquierda, que es mitad exdemocristiano y mitad excomunista, viejos rivales que se encuentran en el medio campo. El socio de Gobierno de Renzi, Angelino Alfano, líder de una cosa gaseosa llamada Nuevo Centro Derecha (NCD) es otro democristiano reciclado, esta vez por la derecha, en el berlusconismo. Luego dejó la casa del padre con una tropa de valientes a la búsqueda de un futuro mejor, y ahí andan, inventándoselo sobre la marcha.

El partido de Berlusconi, naturalmente, está lleno de exdemocristianos, porque cuando apareció Forza Italia en 1993 allí se metió lo mejor de cada casa, era el nuevo barco recién pintado que zarpaba para hacerse con el botín. Socialistas, democristianos, excomunistas, no se le hacían ascos a nadie. Y a nadie le daba asco casi nada.

Mattarella, hay que recordarlo ahora, fue de los democristianos que entonces prefirieron quedarse en tierra. El PPI, sigla flotador donde se agarraron los últimos democristianos del naufragio, se rompió en dos en 1995. Una parte, capitaneada por el ínclito Rocco Buttiglione, se fue con Berlusconi. Los otros se fueron al centroizquierda. Y otros, como el inenarrable Clemente Mastella, fueron saltando de un lado a otro, según. La separación no fue amistosa. Cuentan que Mattarella, que ahora parece tan discretito, se despidió de Buttiglione al grito de "¡Fascistas!". Para que vean.

En fin, que Mattarella no soporta a Berlusconi. Dimitió en 1990 como ministro de Educación cuando autorizaron al magnate a poseer tres cadenas privadas, estropicio esencial y fundacional del ventenio berlusconiano. También montó en cólera cuando en Europa le dieron a Forza Italia el pase al Partido Popular Europeo. Esta postura de Mattarella es perfectamente comprensible si pensamos que es un señor serio de derechas de buena familia de Palermo, de honda cultura católica y defensor de la moralidad y las buenas costumbres. Lo que se explica menos, o en realidad se explica muy bien, es por qué esa no fue la actitud del resto de señores serios de derechas de Italia, que son una inmensa legión. En resumen, el catolicismo italiano abrazó más o menos disimuladamente, y en muchos casos con alborozo y matasuegras, a Berlusconi, ese hombre. Justo hasta la apoteosis del bunga bunga y por ahí. A la caída de Berlusconi en noviembre de 2011 siguió el Gobierno técnico de amplio consenso, de izquierda a derecha, de Mario Monti, sobrio, profesoral, muy del estilo democristiano y, con un ministro como Andrea Riccardi, fundador de la comunidad de Sant'Egidio, bendecido desde el Vaticano.

Para la Iglesia católica italiana, para el Vaticano, el ilustre millonario vendedor de crecepelos fue la única opción, pobrecitos, tras el derrumbe de la DC. Lo que sucedió entonces, a principios de los noventa, se suele definir en Italia como el fin de la Primera República. Ahora estamos en la Segunda, aunque se suele rumorear que está al caer la Tercera, por un cambio de ciclo que nunca llega. A principios de los noventa había caído el Muro de Berlín, cayeron los dos grandes partidos de la Guerra Fría, la DC y los socialistas de Craxi, con la gran operación Manos Limpias contra la corrupción sistémica para financiar partidos, se cambió el método electoral que diseñó un mapa nuevo. En resumen, se borró el tablero de juego, se dejó en blanco y todos a la línea de salida a ver qué salía luego. Salió Berlusconi. El regreso por todo lo alto de Mattarella, arrinconado durante estos años -aunque era juez del Constitucional y desde 2008, según la prensa, se ha embolsado algo así como tres millones de euros entre su pensión de diputado y sueldos varios- , es una especie de expiación y autoabsolución de la derecha católica, con complejo de culpa por haberse encamado con Berlusconi, y siendo mayores de edad. Ay sí, pensarán ahora, qué razón tenía el bueno de Sergio.

A la luz de lo que ha venido luego, hoy no falta quien añore la Primera República con nostalgia como unos años ingenuos, casi idealistas, en que se robaba en masa, pero para el partido, no para uno mismo, como hacen estos sinvergüenzas de ahora. La frase en Italia para estos casos es "non c'è più religione", ya no hay religión, como si la gente no creyera en nada, no como antes, con la DC. Recordarán la famosa escena de Divorzio all'italiana (1961), de Pietro Germi, cuando el párroco en misa llama a los feligreses a votar por un partido que sea demócrata y que sea cristiano, las dos cosas.

Aquella maravillosa película transcurría en Sicilia, donde la DC mantuvo desde la posguerra una turbia y obscena relación con la Mafia, como sistema de poder. Y esto ha sido también la DC en Italia, y que se lo pregunten a Giulio Andreotti, cuyas relaciones con los capos de Palermo quedaron probadas por el Supremo. Sergio Mattarella, el primer presidente de la República siciliano, es pura historia de la DC siciliana, para su desgracia. Su padre, Bernardo Mattarella, fue uno de los pesos pesados del partido en la isla, con sombras de relaciones con Cosa Nostra. Está escrito por todas partes, pero el nuevo jefe de Estado se querelló en 2009 contra un periodista, Alfio Caruso, por recordarlo. Están todavía en los tribunales. Ya ganó en 2013 otro juicio por difamación a una serie de televisión, Il capo dei capi sobre el ascenso de los Corleoneses, por describir a su padre como alguien próximo a la Mafia.

En cambio, el hermano de Sergio Mattarella, Piersanti Mattarella, fue asesinado por la Mafia en 1980. Era el mismísimo presidente de Sicilia y fue uno de los delitos contra altos cargos más graves de Cosa Nostra. Se debió a que se enfrentó precisamente a ese sistema político-criminal infiltrado en su propio partido a través de tremendos personajes de la DC mafiosa como Salvo Lima y Vito Ciancimino. Está demostrado en los tribunales: Andreotti supo de los preparativos de un atentado contra Mattarella, su compañero de partido, y se reunió en Palermo con Stefano Bontate, uno de los máximos capos de Cosa Nostra, para intentar evitarlo, pero no les convenció y tampoco se le ocurrió avisar a la víctima. Es un cruel ejemplo de lo distintas que eran aquellas 'corrientes' internas de la DC. Bernardo Mattarella, tiroteado en su coche, murió en los brazos de su hermano Sergio. A él le esperaba un tranquilo futuro de profesor, pero fue entonces cuando decidió entrar en política, para seguir la batalla de su hermano y limpiar la DC siciliana. No está en política para bromas y de ahí su fama de integridad. Es lo primero que se han apresurado a destacar en Italia, que es honesto, como si fuera una cualidad rara entre políticos. Dice mucho del país. De hecho, encontrar a un buen candidato a presidente de la República es un complejo ejercicio de búsqueda de alguien que no sea chantajeable, sin trapos sucios y que no haya pasado por los tribunales. Y, requisito legal, que tenga más de 50 años. Al final suele salir un abuelete a quien se supone la sabiduría y la paciencia para bregar con la jaula de grillos de la política italiana. Por eso de los doce que ha habido desde 1948 la mitad han sido democristianos, siempre es una garantía, una marca segura.

Es normal que hoy todavía haya democristianos por todas partes, porque a la defunción de la DC en 1994 siguió una desbandada de siglas en tres direcciones: izquierda, derecha y centro. Si hubiera habido más, pues también. ¿Cómo es posible? Es posible porque la DC lo era todo a la vez sin ser nada concreto y su especialidad era la mediación. Era el gran partido de vasto consenso popular donde cabía de todo y dentro convivían en las famosas 'corrientes', de izquierda, derecha y lo que hiciera falta, con sus jefecillos, sus batallitas y sus refinadas puñaladas. Lo más concreto que tenían eran el símbolo, el célebre escudo cruzado, las sedes y los dineros. Por eso mismo se han pegado precisamente en los tribunales los distintos partidillos herederos de la DC durante años.

Fue una gran escuela de talentos políticos, chicos de sacristía como los jovencitos Andreotti y Moro, ojitos derechos de Pío XII y Pablo VI. Es esa gente la que le ha dado a la clase política italiana esa fama de ingeniería maquiavélica y soluciones refinadas para todo. Ejemplo póstumo: el mismo sistema electoral que inauguró la Segunda República, implantado en 1993 y sustituido en 2005 por la demencial 'porcata' de Berlusconi -pensada para crear ingobernabilidad y luego declarada inconstitucional-, fue el llamado Mattarellum. Porque su inventor fue precisamente Sergio Mattarella. Era un increíble encaje de bolillos, mezcla de mayoritario y proporcional, que logró el milagro de contentar a todos los partidos. De hecho, hacer una nueva ley electoral es misión imposible desde hace años, porque no hay manera de que todos los partidos ganen, que es de lo que se trata en las negociaciones. Renzi ahora está a punto de conseguirlo.

La DC era una gran familia, en el mejor y el peor sentido, con un único aglutinador común, más allá de la ideología y de las diferencias, que son mudables en esta vida: la fe católica. El mayor partido en Italia siempre es el católico, aunque desde entonces no haya tenido unas siglas concretas que lo representen y sea una gran masa transversal que se extiende de un lado a otro del arco político, a través de varias formaciones.

En Italia, que inventó el fascismo y tuvo el partido comunista más grande de Occidente, quien tiene el centro tiene el poder. El centro es ese extenso espacio del mítico italiano medio, de la gente corriente, que tiene piso en propiedad y a lo mejor otro en la playa, que no quiere líos, que más o menos cree en Dios a su manera aunque no vaya a misa y muchos sí que van. Berlusconi se asentó ahí sólidamente y con mucho olfato desde 1994. También el centroizquierda en sus distintas formas -El Olivo, La Unión, el PD- pero con muchos más problemas y sin tanta estabilidad, porque el centro no era lo suyo. Hasta que ha llegado Matteo Renzi, que es uno que se apuntó al PD desde el centroderecha, un padre de familia que va a misa. Renzi es el primer líder del centroizquierda realmente masivo, que atrae a todo el espectro social. Si acaso falla, significativamente, por la izquierda, donde no le pueden ni ver. La izquierda del PD, de hecho, que en teoría era su alma más reconocible, se ha convertido en una corriente interna del PD y, a menudo, en la principal oposición al propio Gobierno de su partido. Con escaso éxito, por cierto.

En el último año, ante el triunfo del PD en las europeas -comicios que siempre hay que coger con pinzas- y con un histórico 41%, han abundado las comparaciones del PD como una nueva DC. Forza Italia, en su apogeo, llegó al 30% y siempre gobernó con otros partidos. El PD, cuando se estrenó con Walter Veltroni en 2008, llegó al 33%. El Olivo de Prodi sí llegó al 43% las dos veces que ganó las elecciones, en 1996 y 2001, pero no era un partido, sino nueve o diez o una docena, ya ni me acuerdo, estaban todo el día de bronca.

Romano Prodi, que ganó a Berlusconi dos veces, es el único líder del centroizquierda que antes que Renzi tuvo un consenso comparable, aunque no despertaba muchas emociones. ¿Lo adivinan o ya lo saben? Prodi era un democristiano. Hasta fue ministro con Andreotti en 1978. Prodi pudo con Berlusconi porque parecía más serio. Renzi está pudiendo con él porque parece más listo y, quién lo iba a imaginar, ahí se ha consagrado. Aunque si nos fijamos, Renzi todavía no se ha presentado nunca a unas elecciones generales, lo que tiene más mérito todavía y le hace aún más listo. Ser serio y ser listo son dos rasgos elementales de la clásica DC.

Mattarella, en fin, ha sido una apuesta de Renzi, que además ha tenido la virtud de compactar el PD y ponerles a todos de acuerdo, un auténtico milagro. Es decir, es el hombre ideal para el centroizquierda y estos días viejos democristianos, y no tanto, del PD como Rosy Bindi, Dario Franceschini, Graziano Delrio, se abrazaban conmovidos, como una revancha histórica que les hace rejuvenecer. Mattarella era de la izquierda de la DC, de la corriente de Aldo Moro -moroteos, les llamaban-, de la minoría intelectual que daba espesor a la cosa. En casos extremos o de exaltación se les solía llamar "catocomunistas", que es una de las peores cosas que tanto católicos como comunistas podían llamar a otro. Pero eso ya es algo del pasado. No se hacen una idea del despliegue de adjetivos jabonosos, matices ondulantes y gama de claroscuros que se ha visto estos días en la prensa italiana para describir a Mattarella y lo que su elección representa. Ha sido un revival de la polvorienta terminología de la DC: alta cultura política, arte de la mediación, constructor de consensos, reserva del país, exquisita discreción... Entrañable. La única diferencia es que ahora hay un papa, Francisco, que pasa completamente de estos enredos. Mattarella y sus amigos -escribía el otro día en un diario italiano un historiador- "han tenido estos años un papel político menor, pero más que nadie han custodiado una cultura política en las antípodas del bipolarismo salvaje". El  bipartidismo salvaje, esa aberración de los extremos, del blanco y negro. Donde esté el encanto de lo gris...


Íñigo Domínguez
es autor de Crónicas de la Mafia (Libros del K.O., 2014).

El eterno democristiano es como el eterno femenino. Es una frase de difícil comprensión pero que sin duda dice algo acerca de un inexplicable misterio y encanto inmutable de las mujeres. Bueno, pues con los democristianos en Italia es igual....

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Íñigo Domínguez

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